viernes, 10 de junio de 2011

Apuntes cercados: la dolorosa humanización del arte



«An unexpected gift at an unexpected time»
William Forrester (Sean Connery) sentenció a Jamal Wallace (Rob Brown)
cuando éste le hablaba de la linda Claire Spence (Anna Paquin), en la cinta Finding Forrester, 2000. [1]

Existe una teoría, convertida en idea generalizada, de que el arte apareció luego de que el hombre pudo cubrir sus necesidades primarias. Cuando éste no tuvo más hambre, cuando poseyó un techo que le cubriera de las inclemencias del tiempo y abrigaba salvaguardo de peligros exteriores, entonces llevó elementos de fuera para emperifollar dentro, para «acomodarse», para recogerse en su choza. Ello apunta a que el arte fue creado-concebido premeditadamente, que su naturaleza es ornamental, su exposición prescindible, que es resultado de la ociosidad. Las siguientes líneas exploran otro lado, no menos ignoto, del gen del arte. Parto de la intuición; de la –otra- idea, de que éste surge espontáneamente, por la buena fortuna, a la par de todo. Pienso que el arte está desde siempre con nosotros, como el amor, el hambre, el frío, el miedo; que es elemental para la vida como la conocemos y para el entendimiento de estos conocimientos-sentimientos básicos han caminado juntos, hombro con hombro, por los tiempos. Así mismo, al momento que expongo los rasgos, que pienso notables, en torno a la especulación de la aparición del arte sirvo, a manera de conclusión, fijar una postura que descubro al momento de leer, criticar y escribir del arte. Además, haciendo uso de la imaginación y de ciertas libertades expresivas, propongo al lector que obvie elementos como el paso del tiempo y los grados evolutivos de abstracción de pensamiento a los que hemos llegado.
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Imaginemos al primer hombre en su caverna. Ya descubrió y controló el fuego; lo tiene, sabe producirlo y mantenerlo. Para efectos de impacto, es mejor pensar la escena rodeada por la oscuridad de la noche. De pronto, por algún impulso, ha tomado una de las maderas por su lado encendida. Ante el dolor en su palma, nuevo e indescriptible, lo único que se le ocurre es restregar la mano sobre la pared. Ahí aparece el arte; cuando este ser primigenio ve sobre el muro la huella de una parte de su cuerpo y, al tiempo, ve el suyo. Es una sensación doble: de dolor físico, por un lado, y de impresión visual, por el otro: una paradoja que acompañará todo viaje creativo. El vestigio ahí es él y no; puede ver su mano, la mueve, siente la palma, los dedos. Es el instante en el cual advierte la presencia de otra parte suya suspendida frente a sus ojos, ahora desbordados e interrogantes. No alcanza la distinción cognitiva. Confundido, vuelve a situar la mano sobre la pared; es el descubrimiento del quehacer lúdico. Los movimientos precedentes cambiaron el sentido del anterior, sus movimientos son manipulados. Ya no es sólo una palma sobre la pared, tampoco un par, también hay manchones, líneas borrosas y corridas. La caverna, miles de años después, la descubrimos, pintada con/de un espíritu propio, fascinante. / Cambiemos de escena. Imaginemos, ahora, la mujer y el hijo pequeño del primer hombre, que salió en busca de alimento. Aquella familia, en su soledad, ve pasar la luz del día esperando la vuelta del proveedor que se ha retrasado. La noche cae, con ella, en su paulatino reinado, crece la desesperación e impaciencia. Los sonidos imperantes suscitan un retrato frío; el aullido del perro salvaje, el canto del grillo, el choque de las ramas, el silbar del viento: todo es provocador y turbador en ese yermo opresor. Ella, a su vez, padece un avasallamiento de estremecimientos insólitos. Como en la anterior narración se da una paradoja, la salvedad de aquí son efectos cruzados, provocados no sólo desde su íntima realidad, esta vez la acompaña su hijo y la ausencia de la pareja. Recogimiento. Amparo. Zozobra. La parábola se desdobla. Siente agobio, alarma, desasosiego; efectos originales que ignora su esencia, su forma expresiva, aprisionándola aún más. Para calmar esa catarata que le hunde, ha tomado entre sus brazos a su hijo. Sin desearlo, sin pensarlo, aparece de pronto, de sí, un pequeño canto tarareado. Lo hace leve, leve, muito leve.[2] Quizá se mece o se recarga sobre la pared. Quizá está de pie o sentada o recostada sobre el piso bruto. No importa la posición de su morfología. Lo que afecta es que de su cuerpo salió una tonadilla, calmosa, serena, análoga a la de nuestra madre cuando nos llevaba, ayudaba, a dormir. El tarareo se vuelve armonía. La armonía se vuelve música. Todo alrededor se conjuga, le permite escucharse mejor, le da paz, le concede ritmo. El lugar, en esa ocasión, se llena de un irreconocible sentimiento de esperanza. La caverna, miles de años después, la descubrimos, aunque su música no está, a pesar de que su canto iniciático se fue, aún es posible fascinarnos porque, de alguna forma mágica o como se quiera, hayamos ese espíritu propio. / La primera descripción representa a un individuo que descubre la imagen; la pintura, según el argumento. A su vez, la segunda estampa encarna otro individuo en el que se revela el sonido armonioso-melódico; la música, a decir del argumento. En la primera, la yuxtapuesta es de dolor físico e impresión visual. En la segunda, la paradoja es de desasosiego, agobio, alarma. Al primero no le importa su derredor, se descubre a sí mismo, se desdobla; le fascina. Al segundo la cercanía física de otro cuerpo y la ausencia de uno más le dotan expresivamente de un estrambótico regurgitar que hierve de su interior; le embruja. La conjetura simple aduce a que una y otra experiencias son distantes por la elemental separación de la vista con el oído o del ojo con la voz. Quizá lo sean. Acaso el divorcio se funda en la apariencia. Sin embargo, acaece, por lo menos, una trinchera que les vincula tejiendo la urdimbre. Para los dos, luego de la experiencia iniciática-vital, asoma la exigencia de articular lo acaecido. La yuxtapuesta es una: dolor físico-impresión visual. La parábola es una: desasosiego-agobio-alarma. Ente. Verbo. Arte. Cada una, la música y/o la pintura, inviste/n su alma. Patrimonial. Impar. Hermética. Degustable. Sin embargo, muchas veces ahogada, ofuscada o corrompida. / Apunto, al menos en el detalle originario, que para ambas lecciones los caminos, antes bifurcados, se tejen en una sutil línea. Un trazo tenue, gallardo, que da paso a otro arte: el de la palabra. Sin importar cuál pudo ser anterior es obvio-necesario-fundamental que la tercera haya sido la literatura. El ardiente dolor en la mano, la huella marcada sobre la pared y la fascinación de encontrarse desdoblado por la imagen, pudo entenderle cuando narró el hecho a la tribu. El terror de notarse desamparada, de sorprenderse rodeada por un sinfín peligros, el tomar al hijo entre sus brazos y el balbuceo armonioso que trajo la calma, pudo comprenderle hasta que lo comunicó al que esperaba o a los otros del clan. Para ambos, el juicio razonado es ejecutado, dispensado, liberado, prodigado, transferido, cuando da sitio a la palabra. Con la narración no sólo expone su película; al tiempo comprende mejor la historia. Platica «que el dolor en la mano que se quedó allí, en frente» o «que de pronto salieron de su boca sonidos que le pusieron en paz». Lo hace una, mil veces. Quizá cambien los tonos. Quizá alargue el relato. Quizá respire distinto. Sin embargo, la ruta cardinal, el conducto elemental de la historia es perpetuamente el mismo. / Sólo la palabra; que magnifica, que dimensiona. Sólo la palabra, que en su uso recurrido, metódico, concibe el mito. Este ser inicial; hombre o mujer, que se abraza o se sobresalta, en soledad o acompañado, se hace, se rehace siempre que vuelve a la narración. Encubriendo-descubriendo, entiende y profundiza en los significados de su experiencia. Le nombra. Arte. Mito. Se nombra. Creador. Artista. Se sabe. Descubre posibilidades infinitas. Aquel acontecimiento le asiste, le sirve, le instrumenta para entenderse, para vivir con los demás, para buscar una plenitud que a diario se pregunta qué es, cómo es, dónde está. Cuenta la historia. Funda un mito. Ya la pintura. Ya la música. Ya la literatura en su confluencia. Sólo la palabra, que traduce, explica. Sólo la palabra, que hace posible la comprensión de las demás artes para todos. Sólo la palabra iniciadora.
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Las sensaciones, por una parte, de dolor físico e impresión visual y, por otra, de agobio, alarma, desasosiego, siguen constantes en el tema del arte. Para desarrollar la tesis, pongo un ejemplo. Entorno a la crítica de arte, en sus ciclos de escalpelo: ver, leer, interpretar y escribir, existe un importante corpus literario, cada vez más gradual, en el que se encuentran estos efectos. José Ortega y Gasset,[3] en 1925, apuntaba, bajo el título de La deshumanización del arte, estas pasiones escondidas por/con sinónimos afines. "Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Más cuando el disgusto que la obra causa nace de que la obra no se le ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra".[4] / La crónica aduce, en apariencia, al neófito enfrentado a la obra con la que profesa maneras estimulantes. Ya de «superioridad», si «la ha comprendido». Ya de «disgusto», «humillación» e «inferioridad», si «no se le ha entendido». Digo que en apariencia porque la situación se refleja de igual forma al/en el experto, pues el camino iniciático que arranca en la contemplación, pasa a la hermenéutica y llega a la semántica, al final de cuentas se descubre en esa mixtura de conmociones. / En este asunto bicéfalo cabe apuntar la tesis de George Steiner,[5] en Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento,[6] bien propuesta en/para el ejercicio de la crítica y/o la creación. Afirma que el intelecto, su descubrimiento y ejercicio, nos ubica en un camino escindido. Por un lado, el colosal placer. Por el otro, un inmenso dolor. En su uso, al tiempo que nos regodeamos, tropezamos en la conciencia del Edén perdido. Juicio. Introspección. Abstracción. Moneda de cambio en la transacción de este mundo del libre albedrío por un jardín perfecto, atemporal, juvenil. Es el abarrotamiento de sentimientos que abrazamos sin descripción, salvo por la entropía que permite deducirle. Feliz-apesadumbrado es cada momento que lo remitimos. Aduce Schelling,[7] en Sobre la esencia de la libertad humana, es «[…] la tristeza que se adhiere a toda vida mortal […] que sólo sirve a la perdurable alegría de la superación […]de ahí la profunda e indestructible melancolía de toda la vida [… que] se apoya en un fundamento oscuro […] el fundamento del conocimiento».[8] / Ver, discernir, hablar/le de/al arte; el ejercicio de penetrarlo y poseerlo, es el que invoca la aglomeración de sentimientos, todos melancólicos, tristes, que machacan el alma, extraen el espíritu. Ver el objeto artístico no reclama; es el ejercicio del gusto subjetivo. Contemplarlo emplaza, obliga a saber, a imaginar, a componer un discursivo razonado, a partir de la observación y las ideas, sobre la azarosa deliberación del artista en su proceso creativo.[9] Pienso que, en general, es la Schwermut [pesadumbre] que somos y que es. Oscuro pensamiento. Creación entristecida. Es la elección de un dolor físico e íntimo. Dolencia empática. Hermandad con el primer hombre en su dolor de mano o en la aterradora angustia de encontrarse desolado. Calvario que une. Tormento presentado a/en todos. Pesar que al relatarlo aprendemos, lo aprehendemos. Congoja que asimilada provee de experiencia, conocimiento, empatía humana. Al ver una pintura, leer una novela, escuchar una canción, sentimos dolor, placer, agonía. Hermandad. Plenitud y distancia. El arte nos cobija, nos blinda de una realidad. Es envoltorio. Fuerza noqueadora. Como el pensamiento, el arte igual nos da tristeza y gozo; nos duele, impresiona, agobia, alarma, desasosiega y sólo descubrimos su secreto en la palabra, en «La poesía [que] es hoy el álgebra superior de las metáforas».[10]

[1]Gus Van Sant, director, Mike Rich, guionista, Finding Forrester, EUA, 2000. [2]Cfr. Alberto Caeiro [Fernando Pesoa], «XIII» en El guardador de rebaños. [3]José Ortega y Gasset, Madrid; 1833-1955. [4]José Ortega y Gasset, «Impopularidad del arte nuevo» en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, México, editorial Porrúa, colección «Sepan cuántos…», núm. 497, 2007, p.10. [5]Francis George Steiner, París; 1929. [6]Cfr. George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, traducción de María Cóndor, México, editorial FCE-Centzontle-Siruela, 2007. [7]Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, Alemania; 1775-1854. [8]Friedrich Schelling, Sobre la esencia de la libertad humana (1809) citado como epígrafe las Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento de George Steiner. [9]Cfr. Sonia Viramontes Cabrera, «Prólogo» en Sofía Gamboa duarte, Travesía del arte contemporáneo en Zacatecas (2006-2010), México, editorial Conaculta-IZCRLV-Gob., del Edo., de Zac, 2010, p.9. [10]José Ortega y Gasset, «Sigue la deshumanización del arte» en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, México, editorial Austral, 2008, p.68.

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