jueves, 20 de diciembre de 2012

Guante blanco



La alharaca creció fuerte y rápido. Igual que una ola se abalanza contra la arena de la playa, la voz del tumulto se acercó. No se trató de un molesto ruido, de ensordecedores aullidos o de chillantes alaridos. Fueron gritos, que particularmente provenían de voces femeninas, un  «¡ha!» ahogada dirigiéndose a donde estaba. El bullicio me encontró en la esquina que conecta las calles del Marqués de Casa Riera y la de Alcalá, donde se erige el Círculo de las Artes, cerca de las mesas dispuesta para los comensales. Dí cuenta de la seriedad de lo ocurrido cuando los comensales empezaron a levantarse y a prestar atención.
Delante aparecieron, con rumbo a Puerta del Sol, tres Mercedes Benz color azul pardo. Luego un nutrido comando de motociclistas formando una punta de flecha y en medio ese viejo, elegante, casi de ensueño, automóvil negro. Detrás otra comitiva de Mercedes cerraban la pinza. Su paseo fue lo suficientemente rápido para evitar atentados, pero no tanto que hiciera parecer al convoy demasiado temeroso o escurridizo. Cuando los reflejos me lo permitieron, alcancé un detalle del que, por los comentarios de las personas que me rodeaban, fue el mismo que obtuvieron todos.
Un guante blanco. Largo hasta donde comienza el codo y circundado por lo que pareció una esclava de diamantes, apareció saludando detrás del vidrio de la ventana de aquel auto que me recordó el cine sin colores ni sonido. Fue breve, no más de cinco segundos, suficiente para levantar entusiastas muestras de adoración. Sin duda, fue el guante de la monarquía española. Pudo ser el de la infanta o la duquesa o qué se yo; el de su alteza. Se agitó cadencioso, disimulado. Fue un gesto que fascinó al mundo que me rodeó. Algunos corrieron a la orilla de la avenida y fueron detenidos por el pasamanos, de ahí volvían el saludo sonrientes, de ahí gritaron pocos el «adiós» de las despedidas.
Rostros impactados, notoriamente sonrientes, comentaron el evento. Sin importar la presunción de mostrar una joyería de gran coste ni que cien metros abajo las banderas rojas-amarillas se ondeaban fuerte, las personas se sentían plenas, se decían afortunadas de haber visto aquel guante, un largo guante blanco. En el día de la hispanidad, en momentos en que la Unión Europea es golpeteada por el atolondrado mandril de la economía y al tiempo recibe el apoyo moral del Nobel de La Paz 2012, en tiempos con aires independentistas que soplan desde Cataluña, en fechas donde los recortes, la austeridad y los ajustes son los titulares en los diarios españoles, el guante apareció para hacer olvidar los pesares. Sin importar que cerca, de Opera a Puerta del Sol, se diera el contra desfile de las «fuerzas desarmadas» y los medios subrayarán la austeridad en los festejos -en el cual ahorraron el sesenta y cinco por ciento, gastando la limosna de novecientos ochenta mil euros-, las personas fueron plenas por haber contemplado ese guante blanco pulcro guante.
Aquí se quedan dos temas en juego, por lo menos. Uno, el del sentido de la realeza. Dos, las dosis de distracciones. Del sentido de la realeza no sólo juega el papel del quehacer de los reyes cuando España vive apuñalada, desangrándose por las guerras internas, sus malos manejos, el servilismo de su clase política y el abandono financiero. También, el tema de la vigencia, el valor y los roles de la monarquía -esta y todas-. De las dosis de distracciones, que siempre me llama la atención, vale apuntar que hasta el que redacta estas líneas se vio paralizado, como en el cuento donde Blanca Nieves guiña el ojo pareció hacerlo para ti/mi. Y, de la paralización.


Madrid, España a 12 de octubre, 2012




P.D. Dos días después descubrí en «rtves» un serie llamada con el mismo título que ahora presento. Aquí la liga: http://www.rtve.es/television/guanteblanco, que por cierto está en la lista a ver cuando visito España. También esta Guante Blanco Moonglasses, chéquese http://versosperfectos.com/discos/-/guante-moonglasses-n8-steel-remixes.



Literatura y automóvil; un retrato




 Aún con la crisis que le aqueja, España, o una parte de ella, tiene el espíritu para seguir viva. Haciendo frente a  las amenazas que están a la vuelta de toda esquina; despidos, recortes, ausencias en la aplicación presupuestal, rebajas salariales, anulación de derechos, el choque de mafias, reformas, mezquindad política e infinidad de males más, algunos siguen adelante. Sin embargo, no es igual a años atrás. Ahora, deben reunir fuerzas para proponer un armado u organizar algún evento relevante. Es el caso de la VII Conferencia Internacional «Literatura y Automóvil» al que invitaron las Fundaciones MAPFRE y Eduardo Barreiros, la semana que corrió del 5 al 8 de noviembre.
En el mismo lugar donde un par de días antes Alfredo Bryce Echenique [Lima, 1939] les pronunció a sus detractores del Premio  FIL «¡que se jodan!» y «son unos frustrados», además de acusar a su críticos de envidiosos y pertenecer a la extrema derecha mexicana, el miércoles 7 de noviembre se presentaron a charlar, con Manuel Rodríguez Rivero [Madrid], Eduardo Mendoza [Barcelona, 1943] y Enrique Vila-Matas [Barcelona, 1948]. La tercia, enfundados en gruesas gabardinas, llegaron frotándose las manos a causa de la fría y lluviosa Madrid.
Mendoza inició su plática profesando un gran amor por los coches, siempre con un toque de humor. El primero de ellos terminó hundido en una fosa africana y después vendido a un inocente comprador. El último es un descapotable que cuando se abre «parece el teatro de Sídney», que ya está lleno de abolladuras «todas hechas por mí, porque mi mujer suele ser más cuidadosa». A su vez, recordó, una narración de Joyce donde un personaje de principios de siglo XX sentía repulsión por el coche, «pues no sabría que ponerme. Aún no han diseñado la vestimenta para tal invento».
Vila-Matas, por su lado, confesó un cambio; antes manejaba, ahora se ve como un casi amaxofófico. Se dijo extrañado de que el auto, como personaje, tuviera tan poca presciencia en la literatura porque «claro que existen carros, pero no recuerdo una novela realmente importante donde éste sea fundamental. Claro que aparece, pero carece de peso. No es como el cine, su hermano casi gemelo, con el que ha crecido y suelen aparecer juntos. Por ejemplo, Cristine antes que novela es recordada como un filme de los 80's ». También, recordó que uno de los motivos de su fobia a los autos se lo debe a un enemigo de Alfredo Hitchcock que gozaba verlo salir, sufriendo, maltratado, con pesadez. Así se ve él, cada vez que alguien lo mira salir de uno.
La charla ente la tercia duró apenas cuarenta o cincuenta minutos. Al final del evento se dieron un breve tiempo para saludar y dar autógrafos. De ahí, Vila-Matas y Mendoza, rodeados por un séquito de ocho personas entre las cuales me conté, caminaron a un bar cercano al estadio «Santiago Bernabeu». Ahí, las manecillas del reloj corrieron distinto, pausándose y acalorándose según la charla, las tapas, los tintos y algunas noticias. Nos dieron las tres de la mañana cuando todos se despidieron. ¿De los detalles de la plática?, me/se pregunta. Esos, respondo, irán saliendo, como anécdotas, con el tiempo en mis lecturas y charlas. Por ahora son parte de mis joyas vividas en Madrid.


Madrid, 7 de noviembre.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Enemigos al asecho




En contra de la lectura



En días recientes me encontré con una nota en "El país" que me pareció importante y que ahora rescato para comentar. Emiliano Mongue afirmaba rotundamente, en una entrevista con Carles Geli, que los escritores, ahora, pierden el tiempo viendo series televisivas pudiendo aprovechar el tiempo en leer. Esa práctica demerita en una caída en la calidad escritural; pues ahora los autores no se concentraban en las profundidades de la narración, la anécdota y sus elementos esencialmente artísticos -aduzco que al parafrasear al autor he retomado a su vez ideas preconcebidas propias en letras de otro; para ello me tomo la libertad y sugiero al lector ir a la lectura del texto referido antes-. Si se da por hecho ese supuesto, propongo, ya su vez, una lista de los males modernos que no sólo alejan al escritor profesional de la lectura, sino a todos -aunque es ocioso el ejercicio, quizá sirva para reflexiones más acabadas.

1.     Series televisivas.
2.     Internet (piénsese en tres ejemplos: Youtube, Facebook, Tweeter).
3.     Televisión (noticiarios, programación deportiva, documentales y más).
4.     Horas de espera (en el autobús, el tren, el médico, el banco y más).
5.     Pereza y desidia.
6.     La cotidianidad (salir a comer, ir de compras, pasear, etc.)
7.     El cine y, pocas veces, el teatro.

En la lista no hay parámetros de importancia, y algunos dirán de validez también. Están dispuestos al azar; quizá ahí empieza el divertimento, pues el lector podrá reacomodados e imponer más categorías o una lista diferente. Además, hay algunos que podrían abatirse con el mero ejercicio de portar un libro y aprovechar los momentos. Así, hasta aquí, por lo pronto.



[La liga para acceder a la entrevista completa es http://cultura.elpais.com/cultura/2012/12/04/actualidad/1354624960_693382.html]




(Escrito entre el 9 y 10 de diciembre, en medio del Atlántico. A mi vuelta de  Madrid a México)

lunes, 3 de septiembre de 2012

[El martes 4 de septiembre, en el salón Macondo de la XII Feria Nacional del Libro Zacatecas 2012, junto con Nelsón Guzmán presenté Demonia de Bernardo Esquinca, el evento fue moderado por Mauricio Flores. Este es el texto que leí]


¡Hay nanita!


Edgar A. G. Encina


LDemonia[1] en una sesión interrumpida, de dos horas y media o tres. Sesión interrumpida porque inicié por ahí de las once de la mañana de un lunes y, por angas o mangas, tuve que dejarla al llegar el medio día; la continué por la tarde, cerca de las ocho de la noche y para cuando «Primer Plano», del Canal Once, comenzaba su transmisión ya perfilaba la última ojeada. Dejé «descansar la lectura». Volví a ella casi al final de aquella semana en una especie de chicotazo de conciencia. La ventana de la sala es de unos tres metros de largo por dos de alto. Se corta por el centro, similar a las que aparecen en el cine italiano donde una mujer de rasgos perfectos la abre, para afuera, dejando ver, además de unos sensuales brazos y aquel rostro tallado a la Da Vinci, unos bien y firmes torneados pechos. La ventana no estaba del todo limpia. Mostraba manchas amarrillas, rojizas y cafés por todos lados. Temeroso de que mi mujer, tan apasionada por el orden y la limpieza, lo notara fui por un trapo y con un atomizador la limpié. En cuestión de minutos no quedó huella. De pronto, ante la trasparecía, me calló el veinte. Había estado soñando con Demonia o su lectura me había hecho actuar mecánicamente. Ahora, atacaba a todo insecto volador y las huellas en la vidriera eran pruebas de ello. Por una semana había estado de cacería, inconsciente. Tenía miedo de que alguna mosca, al dormir, se metiera por mi garganta; que dentro, en la noche, se reprodujera por una infortunada e inexplicable acción malévola y al despertar, con la primera palabra pronunciada, apareciera un torrente de moscas que cubriera el techo como la más negra de las noches, para luego, en cuestión de segundos, se reagrupara y desapareciera por aquella ventana.[2]
El desgraciado de Esquinca se había metido en mis sueños. Pesadamente, anduvo en los archiveros con sus terapeutas, con sus andares por la ciudad que vive, con los incendios del campamento juvenil,[3] con una vieja tuerta –o no-, con sus fragmentos de nota roja y con un costal que asoma las cabezas de borrosos espectros tomados a la vuelta de las esquinas donde curiosea.[4] No digo que rompió la vajilla. Digo que fue a marcarle el dedo al cochambre y al hollín de la cocina, que utilizó el baño y no le bajó a la perilla, que uso mis camisas y las volvió a dejar sin mandarlas a la tintorería; creo que hasta ralloneó algunos libros pero eso no me consta, aún. Quizá  exagero. Tal vez sólo fisgoneo en el refrigerador y al no encontrar carne se fue para no volver. De lo que tengo certeza es que me mandó de cacería y creó suspicacias respecto de los diseñadores de muebles y susceptibilidades con los propietarios de libreros elaborados, no se diga si son ovalados y los libros llevan categóricas frases sin sentido.[5]
Luego, ya en otro plano de la realidad, debí pensar qué escribir para la presentación de la Demonia de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972). Vi diez posibilidades. La primera, hablar de la biografía del autor, su generación, la raza con la que parte-departe-comparte en Almadía. La segunda, conversar largo de mi iniciación en la literatura, que fue en relatos aún sin saber leer. La tercera, redactar a las maneras académicas, con un friego de referencias para sustentar el texto desde la tradición y la crítica. La cuarta, refritear la narración que más me haya gustado. La quinta, hablar del libro como objeto, desde la estética, la semántica y el paratexto. La sexta, buscar referencias y conectar con otras lecturas. La séptima, contar como el libro entero es una guía, sin Google map, por la ciudad de México. La octava, ponerle un lugar en el sitio de la literatura mexicana. La novena, agradecerle por los datos de las librerías de viejo. La décima, no hacer nada de lo anterior, salirme por la tangente con cualquier tema: que el 132, que el próximo sexenio, que las deudas en la tarjeta, que el desempleo… La decena de puntos, dicta el canon, enmarcadas con sinfónicas loas. Opté por más de un par.
Tendría unos cuatro o cinco años. Mi abuela nos daba de cenar todo el tiempo y, para que no nos dispersáramos jamás encendía la tv. En su lugar ponía la radio. Estaba oscureciendo. De pronto, muy apurado un tipo alega «¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad».[6] Abuela, repliqué, van a matar a ese señor. Calla, increpó. Lo van a matar. Cállate. Abuela. Que te calles. Fue un suplicio. Todo mundo sabe, lo presiente, que sí lo van a matar, pero se hace tan largo el camino que uno termina por «aflojarse en terracería» -dijo aquel candidato-. Es esa transmisión de sentimientos ahogados, de angustiantes espacios, de manecillas que no acaban por dar el segundo siguiente, lo que –pienso- tienen las amarillas páginas de Demonia. No lo van a matar, pero esperan a que Teresa haga algo hasta caerte de rodillas y comenzar a rezar.[7]
En el final de «El coco», cuento de Dino Buzzati, se lanza como abracadabra al estilo Harry Potter el siguiente fallo: «Galopa, huye, galopa, superviviente fantasía. Ávido por exterminarte, el mundo civilizado no ceja en su acoso, nunca jamás te dará tregua».[8] Demonia es un recordatorio de que esa misión será imposible. Siempre habrá historias; son el motor del mundo. Imaginaciones nacientes por el rabillo del ojo que descubre a la mujer chismosa haciendo señas desde la puerta de la casa.[9] La diferencia es que acá, Esquinca, encierra. Atrapa. La sentencia en «El coco» es de una libertad, aunque huyendo, siempre libertad. Acá, la narración del «Deuteronomio» encarcela: «”No puedes huir. Quemaré tus entrañas y continuaré la cosecha. Porque soy la Peste Encarnada. El contagio me alimenta”».[10] Ni para dónde hacerse.
Ya me he alargado más de la cuenta. Debo respetar el canon. Acataré el principio del que habla Ollé-Laprune, en México: visitar el sueño, cuando afirma que las presentaciones de libros en nuestro país son investidas por un rito donde en el ceremonial el autor aposentado en la silla central se ve rodeado por un séquito y venerado por los asistentes –similar a la corte del rey-. En este lugar, donde casi nadie lee, la investidura del escritor es respetada porque conoce-se-apropia de los secretos de la escritura con la que domina las tinieblas, con la que ha descubierto los métodos para descifrar los misterios que se complacen en el secreto y con la que interpreta el carácter ahogado-oculto que franquea todas las formas de relación. Se da por hecho que la escritura está reservada para los que saben apreciarla, para quienes comprenden que oculta un secreto y forman así una comunidad ligada por lo no dicho. Los otros, los excluidos, apartados del «placer del Verbo», no pueden sino experimentar una sensación de idolatría frente a la palabra escrita y una admiración teñida de celos ante las letras.[11]
Termino, aquí, temeroso de que el autor, supremo sacerdote en esta sociedad aquí reunida le dé por cercenar y clavar en estacas las cabezas de cuanto niño aparezca.




[La invitación, por «La Gualdra», al evento:

[El texto, abreviado, en «La Gualdra»,

            

           Notas:

[1]      Cfr.     Bernardo Esquinca, Demonia, México, Almadía, 2011, 161pp.
[2]     Op. Cit., «Moscas» en Demonia, pp. 9 a 19.
[3]     Op. Cit., «Demonia» en Demonia, pp. 109 a 157.
[4]     Op. Cit., «Samaná» en Demonia, pp. 21 a 34.
[5]     Op. Cit., «Samaná» en Demonia.
[6]     Cfr. Juan Rulfo, «¡Diles que no me maten!» en el Llano en Llamas, México, Editorial Planeta, 1987, pp. 175 a 182.
[7]     Op. Cit., «Demonia» en Demonia.
[8]     Cfr. Dino Buzzati, «El coco» en Narraciones Fantásticas. Antología, México, Alfaguara. 1997.
[9]     Cfr. «Los búhos no son lo que parecen» en Demonia, pp.95 a 108.
[10]    Cfr. «Deuteronomio» en Demonia, pp.83 a 91.
[11]     Cfr.     Philippe Ollé-Laprune, México: visitar el sueño, traducción de Mónica Mansour, México, FCE, colección Centzontle, 2011, 134pp.

jueves, 9 de agosto de 2012


Griseta

Edgar A. G. Encina y Claudia Liliana González N.


Frente al mercado Roberto del Real se halla una puerta negra atrapada por una pared amarillenta. Sobre esa puerta se encuentra una manta blanca anunciando el «Taller de costura» de doña Chayito, que dentro se esmera por terminar alguna bastilla o corregir el ajustado de un vestido. Ella, forma parte del viejo oficio de las costureras, naciente en las postrimeras de la humanidad cuando necesito abrigo y que se mantiene vigente en usanzas y tradiciones. Su ocupación de zurcidora toca a una variedad «…que podíamos llamar doméstica, privada o ambulante. Esta no cose en taller… Es tímida, encogida, semi-devota, encerrada en su casa, como la tortuga en su concha, regañona, aduladora… buena individua en la extensión de la palabra. Virtuosa…»,[1] escribió en el siglo XIX Hilarión Frías y Soto (Querétaro; 1831-1905) y litografío Hesiquio Irirarte (Ciudad de México; 1820-1897, aprox).
A pesar de que la labor de las costureras, como otras, puede rastrearse antes de la llegada española a tierras americanas, poco se sabe del quehacer sino por referencias o anécdotas de segunda y tercera mano. Uno de los testimonios y/o narraciones más explícitos se encuentra en Los mexicanos pintados por sí mismos, publicado en el México de 1854-1855, en la Imprenta de M. Murgía y Comp., que estaba en el Portal del Águila de Oro.
Los mexicanos pintados por sí mismos es un trabajo espléndido, del que según Pérez Salas afirma en Costumbrismo y litografía en México es respuesta o copia de las ediciones francesa y española.[2] El original, además de ser una joya de la cultura escrita y pictográfica nacional, es una rareza de alto valor coleccionable. El libro, cuenta además con los escritos de Niceto de Zamacois (Bilbao; 1820-1885), Juan de Dios Arias (Puebla; 1828-1886), José María Rivera (Querétaro; 1822-1887), Pantaleón Tovar (Ciudad de México; 1828-1876) e Ignacio Ramírez (Guanajuato; 1818-1879) y las imágenes grabadas de Andrés Campillo. En su mayoría son hombres liberales que además de dedicar su vida a la literatura y las artes fueron médicos, abogados, historiadores, periodistas, militares y políticos.
La acepción utilizada por la aristocracia decimonónica mexicana para nombrar a la costurera fue el de griseta. El origen denomina que es «…económica, trabajadora, bulliciosa, original y algo alegre de corazón…».[3] El diccionario de la RAE la designa como «cierto género de tela de seda con flores y otro dibujo de labor menuda»,[4] de ahí que los españoles la adaptaran y luego en la Nueva España se imitara la conducta, heredándola a la nación independiente.
«La costurera», de nueve páginas, es la séptima de 33 historias. De la imagen hay que apuntar la delicada y fina maestría en los detalles. Una mujer mestiza posa sentada sobre una silla de respaldo modesto con un vestido amplio encubierto con el mandil de trabajo al tiempo que remienda una prenda. En el entorno aparecen demacrados árboles, arcos y una mesa que desenmascara algunos utensilios del oficio. Si las mujeres costureras se empleaban en fábricas de textiles o bien trabajaban por su cuenta, en nuestra imagen al respecto no es nítida. La escenografía es rudimentaria. Podría ser el espacio privado del hogar donde se entrega al gusto del hilo, las agujas o bien el escenario  se transforma en el sitio del trabajo y del sostén.
La imagen recupera un rostro reconocido por la tradición que cuenta que a toda mujer se le enseñaba a coser y a bordar. Algunas hacían esta actividad por ocio, por las buenas costumbres o en calidad de trabajadoras, por necesidad y pobreza. Pérez Toledo, en Trabajo Femenino en la ciudad de México a mediados del siglo XIX[5] al plantear los oficios principales de las mujeres durante esta época a la costura como el ejercicio más empleado. El trabajo de coser fue una de las pocas labores permitidas para las mujeres, sin que alterara los escrúpulos de una sociedad que no la concebía fuera de los quehaceres domésticos. En su mayoría las costureras eran o bien solteras muy jóvenes o viudas, preferentemente de clase baja o media.
Concurren en la estampa rasgos propios de la mujer mexicana del siglo XIX, pero que despliega caracteres de cierta generalidad. Es una imagen en movimiento. El artista muestra a la costurera en acto. Sus ojos están depositados en el cuidado del arte, sus manos trabajan sin que pueda voltear hacia otro lado. El horizonte es la costura, con cierta resignación o la otra óptica donde se proyecta feliz de ejercer la encomienda. En toda la obra se percibe el predominio de la exaltación de la belleza no sólo de la mujer sino del oficio de la costura. El vestido y el peinado frente a la austeridad del espacio. Una pieza simple que se agranda por estos elementos de contraste entre el realismo y el romanticismo.
La anécdota, en cuatro tiempos: introducción, pasado, presente y pretérito, teje la vida sentimental de «Margarita, [como] se llama nuestra heroína: Lucero [que así] la nombraron sus compañeras cuando la vieron tan linda y tan humilde…»[6] y las virtudes del trabajo de enhebrar. De la vida sentimental bosqueja una muchacha alegre que construye su vida anhelando un amor eterno. De la vida de la costurera se asegura que aprendió «…a leer de corrido, sabe de cuerito a cuerito el catecismo de Ripalda…».[7] De vez en cuando, para retomar el hilo se cuestiona: «…corta géneros y corta a los transeúntes, cose y murmura, habla y ríe. En tan dulce ocupación…».[8]


[1]      Hilarión Frías y Soto, «La costurera» en Los mexicanos pintados por sí mismos. Tipos y costumbres nacionales, Reproducción facsimilar de la edición de 1855, México, Librería de Manuel Porrúa, 1974, p.54.
[2]     Cfr. María Esther Pérez Salas, Costumbrismo y litografía en México, México, UNAM-IIE, 2005, 371pp.
[3]     Los mexicanos…, p.49.
[4]     Cfr. Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española, Vigésima segunda edición, 2001.
[5]     Cfr. Sonia Pérez Toledo, Trabajo femenino en la ciudad de México a mediados del siglo IXI, México, UAM-Iztapala, 2003.
[6]     Los mexicanos…, p.52.
[7]     Los mexicanos…, p.51.
[8]     Los mexicanos…, p.53.

jueves, 7 de junio de 2012

El suspiro amistoso



El Suspiro Amistoso
Un modelo de la representación del ideal Femenino Decimonónico

Claudia Liliana González Núñez y Edgar A. G. Encina

Pareciera que la sensualidad, el buen gusto y la notoriedad se manifiestan adheridos en la piel descubierta que parte de la angostura delimitada por el cuello, los hombros y el torso. Otros detalles acompañan la tesis como la mirada nostálgica, reflexiva; las manos sosteniendo lo que paree una carta y un velo; el escenario que cobija a la zaga; el aristócrata vestido del que reluce un fistol adherido al pecho, entre los senos. La estampa titulada «Un Suspiro» afirmó Enrique Fernández Ledezma (Pinos, Zacatecas; 1888-1939), en su Historia Crítica de la Tipografía en la Ciudad de México, «refleja los atributos románticos de la época».[1] La lámina, perteneciente a la colección del Presente Amistoso Dedicado a las Señoritas de México, fue elaborada en cobre, con las mejores técnicas, procedimientos y materiales conocidos, tenidos en la época.
Presente Amistoso fue una importante publicación anual editada por Ignacio Cumplido (Nueva Galicia; 1811-1887), que tuvo -puede decirse- dos etapas. La primera, en 1847, suspendida a causa de la intervención estadounidense en el país (1846-48) y de la que resultó sólo un número. La segunda, reanudada con gran éxito en 1851. Los propósitos del órgano, amén de su distribución anual, fueron «…recrear los espíritus, de difundir la instrucción de una manera agradable, y de dar á [sic] conocer los adelantos de la literatura y del arte tipográfico».[2] En el «Prólogo del editor», firmado el diciembre de 1850, dice consagrar su «…obra á [sic] las señoritas, cuanto ella comprende debía serles agradable; y así, mezclando los artículos descriptivos, morales y filosóficos, con los acentos melodiosos de nuestros vates, he creído lograr el objetivo de reunir una colección selecta de escritos».[3]
En «Un Suspiro» se encuentran, además de algunos puntos expuestos antes con brevedad, la influencia y los prejuicios que las modas europeas y norteamericanas ejercieron sobre las nacionales. A pesar del carácter nacionalista de los textos, la reproducción de las imágenes no siempre respondió a ese tenor. Observar, en la litografía, el cuerpo de la mujer dice mucho, por ejemplo los rasgos de la nariz, las cejas, los labios, las mejillas, no son facciones originales de un rostro mestizo, sino peninsular; el tono de la piel simula el color de la porcelana, no el cobrizo o aceitunado más adecuado. Es, sin vacilación, un modelo de la representación del ideal femenino mexicano decimonónico, que el tiempo habrá de modificar, pero en ese momento así fue delineado.
Algunos autores, por su lado, afirman que se trasluce la subordinación de la mujer por el varón.[4]  Un rasgo notorio es la mirada en dirección tenue hacia abajo. Con disimulo, la dama inclina sus ojos y  la colocación del cuerpo y manos, en conjunto suponen cierto acatamiento u obediencia. La idea no carece de valor cuando se alega que quienes editaron, escribieron, imprimieron, dibujaron, son hombres dirigiéndose a la mujer mexicana del siglo XIX, para educarla en los afanes que creían dignos del tema.
Otro factor que no debe soslayarse es que las imágenes aparecen para acompañar el texto, quizá como soporte imaginativo; sin embargo, no demerita su presencia. La aparición de «Un Suspiro» no fue fortunita, pues exhibía el tema nodal en algún artículo. Así, por ejemplo, las litografías de rostros femeninos aparecieron ligadas a ejes capitales como la música, la literatura, el buen comportamiento, la elegancia, el descanso, la lectura… Si bien, los textos escritos fueron el grueso de la publicación los textos imaginados cumplen con un toque, una forma y un diálogo que en considerables incidencias superó en creces su recepción e interpretación.
Si, como se ha dicho, «Un Suspiro» refleja las creencias románticas de la época, digamos que la obra las posee. El tópico es la mujer como el punto de gravedad, pues aunque se alcanza a percibir un fondo, éste queda opacado por la figura femenina, nuestra vista retorna a ella, muy al estilo del romanticismo mexicano, los ojos del artista están anclados en la mujer. Ella es la musa y el objeto de creación. En palabras de Monserrat Galí Boadella «diremos que el romanticismo se vio desde el principio como un movimiento feminizado mientras que la mujer se convertía en uno de sus temas principales».[5] La estampa es la exaltación hacia la belleza de la mujer.
El propio título de la litografía, suspiro, es sugerente. El Romanticismo se  enfoca en  del ideal de mujer que para una época causa ese soplo que sólo los enamorados suscitan. Esa exhalación divina, que ocurre por el desbordado amor, capaz de morir al estilo los poetas. El equilibrio romántico se alcanza cuando el espectador se percata del fondo de la obra: el cielo y el jardín. La representación poderosa de la naturaleza hace posible las imágenes, producto de la nostalgia y la melancolía, escenarios idílicos.
Un último apunte. La imagen que acompaña y motiva el texto es un extraordinario ejemplo del arte litográfico mexicano decimonónico. Aún con el desconocimiento de esta labor-expresión, su presencia en fondos reservados de afamadas bibliotecas y colecciones privadas y públicas le implica como monumentos al arte, del que aún no hemos escrito nada.

[Este articulo fue publicado por el suplemento cultural "La Guadlra" en la página 4 del número 54. http://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/lagualdra11062012op]



[1]      Enrique Fernández Ledezma, Historia Crítica de la Tipografía en la ciudad de México. Impresos del siglo XIX, México, SEP-Ediciones del Palacio de Bellas Artes, 1934-45, p. 104.
[2]     Ignacio Cumplido en «Prólogo del editor» del Presente Amistoso Dedicado a las Señoritas de México, México, 1851, p.ii.
Existe la página web «Revistas Literarias del Siglo XIX» en la que pueden consultarse de/sobre el Presente Amistoso 100 documentos de la edición de 1851. Revísese, pues, para más profundidad: http://www.coleccionesmexicanas.unam.mx/revistas.html.
Está también -recomendable- la edición facsimilar del Presente Amistoso con la «Presentación» de César Macazaga Ordoño, publicada en 1976 por la editorial Cosmos.
[3]     Presente Amistoso…, op.cit. p.ii.
[4]     Cfr. Lourdes Alvarado con «La prensa como alternativa educativa para las mujeres de principios del siglo XIX» en Familia y educación en Iberoamérica de Pilar Gonzalbo, México, El Colegio de México, 2002. Carmen Ramos Escandón con «Género e identidad femenina en El Álbum de la mujer de Concepción Gimeno de Flaquer» en La República de las Letra. Asomos a la cultura escrita del México Decimonónico, Volumen II «Publicaciones Periódicas», México, UNAM, 2005.
[5]     Monserrat Galí Boadella, Historias del Bello Sexo, La introducción del Romanticismo en México, UNAM, México, 2002, p. 27

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