martes, 25 de noviembre de 2014

XXX preceptos de la Biblia de los bibliófilos



Edgar A. G. Encina










En el 1886 de New York, Harold Klett publicó su breve «Don’t» en The Library Journal. Official Organ of The American Library Association.[1] Se trata de un singular artículo que enumera recomendaciones para mantener en pulcritud y sin tachadura los libros. Poco más de veinte años después, en 1911, Xavier da Cunha imprime su propia versión de «Don’t» con el título A Biblia dos Bibliophilos. Divagaçóes bibliographicas e bibliotheconomicas[2] en Coimbra. Si bien da Cunha toma de base a Klett, su obra amplía las recomendaciones y toma mayor tiempo en las glosas y justificaciones. El par de obras, a su vez, han sido citadas e historiadas por estudiosos del tema, poniéndoles como clara referencia lúdica en el tema del mantenimiento sano del libro, las conductas físicas que debe tenerse al utilizarte y las fórmulas para conservarles en esplendor material.
Una obra que toma de referencia tácita a «Don’t» y A Biblia dos Bibliophilos, es La biblia de los bibliófilos. Donde se contienen los preceptos de Harold Klett, que cambiaron de nombre en su traducción, y la glosa de Xavier de Cunha, de nuevo glosada por Víctor Infantes.[3] Se trata del segundo número en formato de 8vo, editado por Turpin Editores en su colección de «…textos marginales sobre asuntos marginales (o no tan marginales) y obras singulares de temas singulares…», según anota en el prólogo a la edición de 2013, de 85 páginas. Así, estas son los treinta preceptos que a lo largo del tiempo algunos autores han ido sumando:
i.            No leer en la cama.
ii.            No poner notas marginales, a menos que sea un Coleridge.
iii.            No doblar las puntas de las hojas.
iv.            No cortar con negligencia los libros nuevos.
v.            No garabatear vuestro interesante y preciosos autógrafo en las páginas de título.
vi.            No poner en un volumen de un peso, una encuadernación de cien pesos.
vii.            No mojar la punta de los dedos para dar más fácilmente la vuelta a las hojas.
viii.            No leer comiendo.
ix.            No fiar los libros preciosos a malos encuadernadores.
x.            No dejar caer sobre el libro las cenizas del cigarro, y aún mejor no fumar leyendo. Esto perjudica la vista.
xi.            No arrancar de los libros los grabados antiguos.
xii.            No colocar vuestros libros sobre el borde exterior o canal, como se hace frecuentemente cuando se lee y se interrumpe momentáneamente la lectura, en vez de tomarse el trabajo de cerrar el libro después de haber puesto una señal.
xiii.            No hacer secar hojas de plantas dentro de los libros.
xiv.            No tener los estantes de las bibliotecas encima de los picos de gas.
xv.            No sostener los libros sujetándolos por las tapas.
xvi.            No estornudar sobre las páginas.
xvii.            No arrancar las hojas de guarda de las tapas.
xviii.            No comparar libros sin valor.
xix.            No limpiar los libros con trapos sucios.
xx.            No tener los libros encerrados en arquillas, escritorios, cómodas, ni armarios: tienen necesidad de aire.
xxi.            No encuadernar juntos dos libros diferentes.
xxii.            En ningún caso sacar las láminas y los mapas de los libros.
xxiii.            No cortar los libros con horquillas para el cabello.
xxiv.            No hacer encuadernar los libros en cuero de Rusia.
xxv.            No emplear los libros para asegurar las sillas o mesas cojas.
xxvi.            No arrojar los libros a los gatos, ni contra los niños.
xxvii.            No romper los libros abriéndolos enteramente y por fuerza.
xxviii.            No leer los libros encuadernados muy cerca del fuego o de la chimenea, ni en la hamaca, ni embarcando.
xxix.            No dejar que los libros tomen humedad.
xxx.            No olvidar estos consejos.






[1]      Cfr. Harold Klett, «Don’t. (Witch an apology to M. O. B. Bunce)» en The Library Journal. Official Organ of The American Library Association, New York, Vol. xi, January-December of 1886, pp. 116 a 117.
[2]     Xavier da Cunha, A Biblia dos Bibliophilos. Divagaçóes bibliographicas e bibliotheconomicas, Coimbra, Universidade, 1911, 4o, 103pag.
[3]     Víctor Infantes, La biblia de los bibliófilos. Donde se contienen los preceptos de Harold Klett, que cambiaron de nombre en su traducción, y la glosa de Xavier de Cunha, de nuevo glosada por…, España, Turpin Editores, 2013.

jueves, 23 de octubre de 2014

Notas a propósito de El último lector de Ricardo Piglia


 
 «The books reflect life and help look otherwise», Mar k Hess (http://www.hessdesignworks.com/)



Santiago como último lector

  

Edgar A. G. Encina



¡Pum! Tira un puñetazo. ¡Saz! Avienta una patada. ¡Choz! Da un salto, cae y se arroja en marometa. Ese fue Santiago por varios años. Iba, venía, corría, saltaba, se recostaba en el suelo, subía por todo lo trepable y siempre, siempre, hacía sonidos de explosiones, golpes, zumbidos. El cambio fue paulatino, luego de los siete u ocho años comenzó a bajar la densidad de sus movimientos. Ahora tiene 12, continua haciéndolo pero por menos tiempo. Pasó de ser un héroe de cómic, de caricatura televisiva o de personaje del cine a ser-ente-individuo de los que se encuentra en los mangas y sus novelas gráficas. Cambió. La forma de ver el mundo, de enfrentarse a la naturaleza y de concebir su realidad se transformó paulatinamente. Su metamorfosis fue un peregrinar en el que de llevar el mundo de la ficción a la realidad tangible pasó al intento por continuar haciéndolo y terminar por caer en cuenta en los fallos que le llevaron a cuestionarse. Ahora ha estado dando vueltas. Le cuesta un trabajo enorme hacer lo que antes le iba con la mayor de las naturalezas, se le nota cuando arguye sus cuestiones. Ahora ha estado dando vueltas. Expone argumentos. Cuestiona su entorno. Intenta responderse por qué la realidad ficticia que lee es tan improbable, tan distante, de la realidad en que habita. Lee y se queda sentado en el sillón, en la escalera, en el balcón. Detrás de la ventanilla ha dejado de ver aquel mundo idealizado por otro en el que idealiza un mundo posible. ¡Ho, Santiago, oj-Alá en algún momento descubras que la respuesta está ahí mismo, en la literatura!
         Santiago es El último lector (2005) del que Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires; 1941) habla. Corrijo: Santiago pertenece a la estirpe del último lector. Reparo: Santiago es ejemplo, vida de ese lector último. Solitario. Extraviado. Atiborrado. Aturdido por la multiplicación de signos y los ecos de la lectura, busca las maneras de atar a ésta con la realidad. En su soledad, aunque rodeado por los bullicios de la ciudad, busca su particular manera de ligar universos, de hacerse de un modo particular de leer lo que sus ojos encuentran. Cuando lo veo deambular por el departamento lo veo igual a Kafka, que aún desconoce, que primero concentró «[…] la historia en un punto, luego invierte la motivación y establece nuevas correlaciones; inmediatamente narra su versión de la historia (narra lo que no ha visto el narrador original)»,[1] narra lo que no hemos leído y algunas veces concluye que lo más terrible de las sirenas no es su canso, sino su silencio.
Y, es que, el acto de leer es, además de abstracción intelectual, un arte. Como el que pinta, trama una escena o descifra un pentagrama; la vista es nodal igual en la literatura, porque se pone en práctica la interpretación de las dimensiones físicas, ópticas o de la luz, y echa mano de la microscopía, de la perspectiva o del espacio. Ésta es una de las dos tesis que motivan a El último lector de Piglia. La otra es rastrear, en labores detectivescas, la figura de ese lector que sólo puede entenderse a través de individuos específicos, sus historias particulares y cristalizaciones. Esto último requiere tomar un camino que bifurca. Un sendero tantea el alejamiento. Observar al lector con pasos de rezago para acotarlo sólo en escenas fijas, pero sin restarle fluidez a la historia. Otro sendero traza atender las migas que deja la práctica en sí. Este terreno es algo inasible porque lo que propone es escudriñar los efectos y los registros imaginarios, la historia invisible y las condiciones materiales del acto de la lectura. La propuesta es, entonces, recrear la historia imaginaria de la lectura. La pregunta es quién lee. La motivación es averiguar las representaciones imaginarias que produce leer ficción. Las respuestas están en la historia individual en el acto que le nombra. Leer, pero leer ficción, es un acto de libertad y de fe y, a su vez, creación artística única que adquiere identidad en el acto, vivo, muchas veces imaginario.[2]
Seguir la métrica de Piglia lleva a encontrar lectores aislados que contemplan, a lectores adictos que no pueden dejar de leer o a lectores o insomnes que han perdido la capacidad de dormir; a malos lectores que perciben confusamente o no tienen buena vista o son críticos, criminales, malvados o rencorosos que utilizan con perfidia la letra, y a lectores transnacionales que son la comprobación del desplazamiento interpretativo. Seguir la teoría de Piglia conduce a descubrir lectores poderosos y dispuestos que designan una forma del acto, como Emma Bovary o Pierre Menard o Bartleby o Dupin; a distinguir su posición-categoría femenina como las que acompañan a los escritores o son fatales, dóciles e inspiradores; a lectores que se niegan a leer o los que sólo desean leer o se liberan por la lectura; a lectores asexuados pero llenos de deseo; a lectores detectives, lúcidos, marginados, extravagantes, célibes o al relacionado con el dinero y el poder; al lector último, práctico, en estado puro o al lector libre en acción, persistente y ataviado con sus modismos lingüísticos.
Llevar la línea de Piglia nos hace encontrar al lector separado de la vida, sedentario, inmóvil, encerrado, que lee fuera del circuito de la literatura y vive los libros y la vida; a lectores interrumpidos, controlados o prohibidos, que utiliza la lectura como herramienta o se ve perdido, aislado o es paranoico; al lector loco, terrorista, caníbal, náufrago, animalizado o al que pone en tela de juicio los dos grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros. Con Piglia encontramos la paciencia para descubrir lectores que no dan su nombre, son dramáticos o se identifican con el escritor que compuso el libro; a lectores que rastrean, recorren o consideran alternativas; a lectores sin terminar, en work in progess, que desarman los libros o le ponen precio; a releer Si una noche de invierno un viajero o 1984 o Fahrenheit 451 o Un mundo feliz o Robinson Crusoe, para preservar una tradición y salvarnos a nosotros mismos.
Con El último lector es posible encontrar y recordar el laboratorio de Finnegans Wake; a encontrar al lector para definirlo, contar su historia e individualizarlo; a apuntar que la certeza de que la ficción depende de quien la construye y de quien la lee y, a su vez, que la vida está en hipálage, detenida y a resituarnos cuando «Hamlet entra leyendo un libro» que no sabemos cuál es o a atar a Felice Bauer con la escritura; al lector que busca el sentido de la experiencia perdida y a puntualizar con cierta esperanza -según Between History and Literature- que la lectura literaria ha sustituido la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal; a oponernos al mundo hostil y hacer de la lectura una práctica iniciática que en paradoja critica y distingue los excesos y los peligros o te marca y hace sentir que la vida no tiene sentido cuando se le compara con los héroes novelescos y quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción. Con lectores célibes, solteros, perfectos o adúlteros que insisten en que «La historia de la lectura es también la lectura de la iluminación»,[3] constructora de un mundo paralelo que irrumpe como lo real produciendo un efecto de sorpresa y de vacilación; a hallar al lector que lee todo como si estuviera dirigido a él o narra otra realidad e invierte esa realidad en la ficción y viceversa, y -sobre todo- a ver a Santiago como ese el último lector, múltiple y metafórico en el que sus «[…] rastros se pierden en la memoria».[4]


«The reader sees life differently», Michael Hirshon (http://www.hirshon.net/)




[1]      Ricardo Piglia, El último lector, Debolsillo, España, 204, pp. 49 a 50.
[2]     Cfr. El último lector, Op. Cit., pp.18 a 22.
[3]     Cfr. El último lector, Op. Cit., p.31.
[4]     Cfr. El último lector, Op. Cit., p.172.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Runas, notas...

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Runas vikingas
notas al encuentro
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Edgar A. G. Encina
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Encontramos las runas vikingas en una tienda de artesanía oriental. Fue lo único que llamó mi atención, mientras Santi se entretenía con las cajas de madera e Iraís con los aromáticos. Parece una caja de dominó, pero con menos fichas. Me detuve de inmediato. No pregunté. Salte la advertencia de «No tocar». Tomé una caja amarilla con decorados en verde y saqué una de las tablillas. Honestamente, ignoraba por completo con lo que me encontraría. Me tropecé con un signo que parecía la punta de una flecha, sólo la punta, dirigida a la izquierda. La segunda y tercer ficha, una especie de pez y un uno con la cabeza al contrario, terminaron por aturdirme. ¿Qué eran bien a bien esos signos? Pero, no pregunté. Debajo de la cajilla en una pegatina blanca el costo: 250 pesos. No pregunté. Si ignoraba con toda precisión qué tenía en las manos, más ignorante lo era de su costo real. Pudiera ser una ganga o un timo, no importó. El hombre que me atendió puso junto con la caja una hoja con la significación de las runas que forró de un plástico adherente. Al final, Santi se llevó una pequeña cajilla de madera con forma de baúl en la que dijo aún no sabía que depositaría e Iraís un par de paquetes de incienso y un aromático líquido de aceite de manzanilla. Todo en una bolsa de plástico verde.


Al llegar a casa lo puse en el buró sobre una novela que me he prometido leer pero que ni siquiera he intentado hacerlo. Opté por una cajilla roja con decorados florales en verdes y negruzcos y delineados por un tono ocre que hace las de hilo dorado. Su interior es negro, las tablillas amarillas, las runas en plata. Antes de indagar qué son estas runas vikingas he vuelto a mi Biblioteca a buscar el lugar en el que se quedarán. He dejado saber qué son porque me atrae la idea de poseer algo tan cercano a la escritura primera, aquella que en las tablillas inició por contar las posesiones para saltar a contar historias. Junto a la Odisea y las pocas obras griegas que aún quedan, he pensado que ese es su lugar. Ahí, donde una escritura original contada por un ciego dio luz a los que vemos con lentejillas este mundo. Pienso que la cajilla es más que un elemento decorativo, que sus runas son más aún que letras esotéricas para la magia, la reflexión o el uso ritual. Pienso que la cajilla es un libro, que sus runas son capítulos de una historia o narraciones independientes que se cuenta sin fin o se entrelazan entre sí y con todas, como Rayuela. Que lo que tengo es el eco de una primera escritura, como la que vemos en las pirámides egipcias o mayas o aztecas, tan cercana a los códices y a los papiros egipcios que vuelven a los libreros guardianes poderosos, inquebrantables. Que estas runas aún cuando tengan sus antecedentes nativos en la Europa del norte, en la Europa fría, son cercanísimas a mí porque destilan en ellos los trazos del génesis, del umbral señero, de la intención de decir, de contar, de en la escritura no morir… Que las tablillas junto con su caja a manera de cofre pueden ser rastro de aquella Biblioteca nórdica en la que cada una de sus salas estaban dedicadas, a su vez, a cada letra del abecedario haciéndola «La Enciclopedia de los muertos (toda una vida)», narrada por Danilo Kiš, en la que todas las obras se encuentran encadenadas a su anaquel, haciendo imposible su reproducción y transformando la lectura en un ejercicio parcial, de olvido inmediato dice Jorge Carrión en sus Librerías.









miércoles, 3 de septiembre de 2014

Cristina Gómez Álvarez en el «Seminario Manuscritos e Impersos: Lecturas...»

La primera edición del «Seminario Manuscritos e Impresos: Lecturas...» se realizó en la ciudad de Zacatecas, del 25 al 29 de agosto de 2014 en la sala Hermanos de Santiago del Centro Cultural Ciudadela del Arte, en el marco de la «XIV Feria Nacional del Libro Zacatecas 2014». Organizado en conjunto, la Unidad Académica de Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas «Francisco García Salinas» y el Instituto Zacatecano de Cultura «Ramón López Velarde», un grupo de investigadores, profesionales e interesados en las maneras de la lectura se reunieron para intercambiar experiencias e información, presentar avances y advertir sobre pesquisas e investigaciones. El evento fue revestido, además de 10 exposiciones-expositores, con la presentación de tres libros: Bibliografía Literaria de la Revolución Mexicana de Fernando Tola de Habich, Navegar con Libros de Cristina Gómez Álvarez y Nazario Espinosa: litógrafo zacatecano. Historia de un impresor, a lo que se sumó una charla magistral y una ponencia principal. El resultado fue fructífero.
          En esta ocasión, lo que publico es el texto con el que presenté a la ponente principal del evento: Cristina Gómez Álvarez. 



Aun cuando Cristina y yo habíamos quedado de vernos en la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, la verdad es que ya le conocía. Me la presentaron los Orduño, que tienen una librería-casa editorial en Madrid (por la avenida de Europa y la calle Inglaterra), a manera de libros. La leí en las catorce largas horas de vuelo que atraviesan el Atlántico y le hube escrito algunos correos electrónicos que, ahora –pienso-, fueron tempestuosos, confusos. Y, es que, los Ortuño tienen un especial imán para allegarse hispanos a su librería-editorial. Allí, por lo regular, te encuentras con alguien de acento distinto al propio y al de la ciudad, personas que están allá para escribir, estudiar, huir y, sobre todo, leer. Así que, mientras ojeaba algún número de Trama & Texturas, Manuel (hijo) me preguntó de mí con el tono mandón madrileño pero sin tono en «d». Le dije en pocas palabras que estaba allá para estudiar y en algún momento de la charla comenté de mi interés académico por escribir de/sobre las librerías, las bibliotecas y los libros bonitos. Se levantó. Pasó a mi lado dejando un halo oloroso a cigarrillo y me dijo: «tienes que leerte esto», poniendo dos libros sobre una mesa-escritorio: Censura y revolución. Libros prohibidos por la Inquisición de México, (1790-1819), (Madrid, Trama editorial, 2009) y Navegar con libros. El comercio de libros entre España y la Nueva España. Una visión cultural de la Independencia, 1750-1820, (Madrid, Trama editorial-UNAM, 2011). Me los llevé. Volví. He vuelto a «Trama editorial» varias veces, haciéndome obligada la visita siempre que llego a Madrid. En una de esas vueltas, Manuel (padre), dijo «¿Ya has leído esos libros o qué?». «-Glup. No. Lo estoy dejando para otro tiempo menos atareado –respondí-». «Déjate de eso –dijo-». Y le pidió a su hija me diera la dirección electrónica de Cristina.
         Por un lado, Censura y revolución engorda con 330 páginas seccionadas en dos partes, escritas junto con Guillermo Tovar y de Teresa (México, D.F.; 1956-2013), de culta memoria. La primera sección, con cinco capítulos, aborda las «Lecturas prohibidas» (1790-1819). La segunda sección, con los edictos de 1790 a 1819, entre libros, folletos, papeles, hojas sueltas, periódicos, gacetas, manuscritos, proclamas comedias impresas y manuscritas. Por otro lado, Navegar con libros es más delgado, el hijo segundo, con 173 páginas. Con él ha ganado un premio al fino diseño y cuidado editorial y el reconocimiento de sus lectores por la profusa investigación. Cristina, por su parte, se apellida Gómez Álvarez, es doctora en Historia (1993, UNAM) y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (1994). Además de Censura y revolución y Navegar con Libros (que presentará en esta Feria del Libro), también ha escrito otro libro: El alto clero poblano y la Revolución de Independencia, 1808-1821, (México, UNAM, 1997). Sus investigaciones recientes las ha orientado al estudio del libro durante el siglo XVIII y principios del XIX en la Nueva España, en especial al estudio del comercio, los comerciantes, las bibliotecas particulares, los lectores y la censura. Ha realizado estancias de investigación en la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, España, y cuenta con numerosas publicaciones en México y el extranjero sobre la Independencia mexicana y la historia cultural. A todo ello se suma que desde 1987 es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, actualmente con la distinción de Investigador Nacional nivel 2.
Cristina, estás entre amigos.

sábado, 23 de agosto de 2014

Seminario Manuscritos e Impresos: Lecturas...


En la casa de Nadine Gordimer (Springs; 1923-2014) de Ciudad del Cabo: «[…] durante los malos momentos[…]», quizá de 1990, George Steiner (París; 1929) recuerda que al charlar sobre los movimientos en Sudáfrica un dirigente del anc* le dijo:

Los cristianos tienen los Evangelios; ustedes, los judíos, tienen el Talmud, el Antiguo Testamento, la Mishná; mis camaradas comunistas tienen en su mesa Das Kapital. Nosotros, los negros, no tenemos ningún libro.[1]

La cita es tremenda. La cita no sólo da lucidez sobre un momento bibliográfico que no siempre tenemos en la memoria. La cita nos lleva a cuestionarnos por nuestra herencia, por nuestros libros, por nuestras lecturas. ¿Qué hacer?
El seminario manuscritos e impresos: lecturas preguntará cuestiones como ¿Cuáles son nuestros libros? ¿Qué lecturas nos pertenecen? ¿Cómo nos des/hacemos de tal o cual escrito? ¿Cómo leemos? Lo hacemos desde el presente, interrogando sobre el pasado como objeto de estudio, donde no prima implícitamente el mercado (el futuro del libro); ni la lectura como goce ni como medio primordial para conseguir información. Se consideran los tres al mismo tiempo: las lecturas de los manuscritos e impresos y los vericuetos de todo eso.
Varias miradas confluyen para contestar, debatir y abrir más interrogantes. Con perspectivas globales o intimistas. Entintado facetas nacionales o regionales. Comparando. Asimilando. Respondiendo y preguntando. Múltiples investigadores y -sobre todo- lectores se cobijan en este seminario para tatar sobre los manuscritos, los impresos (libros, revistas, periódicos) y las ediciones celebres o raras.
Se trata de una reunión para dialogar desde particulares miradas-pensamientos sobre nuestras lecturas y las maneras de leer en manuscritos e impresos.
Este es/fue nuestro programa:


Además, este texto junto con el programa se publicó materialmente en el suplemento  cultural "La Gualdra" (número 162) de La Jornada Zacatecas, también con dirección electrónica en: http://ljz.mx/2014/08/25/la-gualdra-162/





*     Congreso Nacional Africano.
[1]      George Steiner, La idea de Europa, México, FCE, Siruela, 2006, p. 53, en n.p.p.

lunes, 11 de agosto de 2014

Fuego, fuego, fuego Morquechino



En La Biblioteca de noche, Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) expone quince maneras en que ésta se convierte en mito, orden, espacio, poder, sombra, forma, azar, taller, mente, isla, supervivencia, olvido, imaginación, identidad, hogar. Quince maneras en las que «No busco, pues, una revelación de ningún tipo, ya que todo lo que se me dice está limitado necesariamente por lo que soy capaz de oír y comprender. Ni un conocimiento que vaya más allá del que, de alguna forma secreta, ya conozco. Ni una iluminación a la que el razonablemente no puedo aspirar. Ni una experiencia, ya que, en última instancia, sólo puede tener conciencia de lo que ya está en mí. ¿Qué es lo que busco, pues, al final de la historia de mi biblioteca? || Consolación, quizá. Quizá consolación».
         Pero Manguel, que quizá sólo busca consolación en su Biblioteca, olvidó por lo menos una manera más. Hay Bibliotecas que se extravían. Hay las que se queman o se venden. Hay las que se inundan o se hurtan. Hay las que sufren infames penurias o viven execrables pecados, pero también hay las que son inconcebiblemente materiales. Me explico. Cuando Benjamín Morquecho (Pinos, 1933-2014) partió, se llevó una Biblioteca más grande, rica, variada y singular, que la que tapiza las paredes del segundo piso de su casa. Una tan versátil y desorganizada, que en el mismo estante mezclaba filosofía, medicina, literatura, anecdotario, historia, política y rumiadas sabias de un abuelo caminado por terracería. Una a veces incomprensible, juguetona, simpática y que bien podía distraerse si un par de ojos juveniles entraban al lugar para recibirlos con su jovial estilo cantaor.

Manguel olvidó las Bibliotecas que se mueren, como la de Morquecho. No una carbonizada, pero sí incendiada en un eterno instante sin dejar ceniza, apenas rastros o detalles de aquellos que la visitaron. Una que en el peligro del injusto olvido viene a la memoria de otras Bibliotecas. Cuando Benajmín Morquecho fue a habitar los cielos de oriente llevó consigo una envidiable Biblioteca, más grande, más rica, más versátil, más copiosamente armada, que la material de su propiedad. Cuando Benjamín Morquecho fue a habitar cielos que abren los días con soles picantes dejó una Biblioteca que hoy espera vuelvan algunos libros prestados y, en honor del personaje, habitarse de nuevo, leerse de nuevo para de nuevo abrazar este fuego, fuego, fuego Morquechino.

[Texto impreso en La Gualdra: http://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/160]

jueves, 24 de julio de 2014

«Downton Abbey» y su Biblioteca


La presunción de la Biblioteca como signo de aristocracia.

Comentarios a la serie «Downton Abbey»



Cansado de los personajes leves pero pesados de series como Walter White (Bryan Cranston; EUA, 1956) de Breaking Bad [www.amctv.com/shows/breaking-bad] o Tom Kane (Kelsey Grammer; EUA; 1955) de Boss [series.tntla.com/boss], buscamos algo nuevo y diferente que ver. En la lista de prioridades los títulos tenían la marca de la suave intensidad de una vida honesta y normal pero que detrás escondían el olor de la cloaca social. Buscábamos escapar de esa densidad y el estante nos propuso una serie que alguna vez enterados por Antonio Lazcano (México; 1950) y la programación del Canal 11 [www.oncetv-ipn.net/downton/index.php?temporada=1] nos detuvimos corto tiempo en ella. Iraís (México; 1975) debía elegir en ese momento. Descansé de no ser quien tuviera que decidir y, al final, quedarme con otro de esos seres de los que huía.
«Downton Abbey» es una serie británica para tv producida para Independent Television, Public Broadcasting Service y Nova, por Carnival Films y Masterpiece. Con una exitosa recepción, comenzó a emitirse en 2010 y terminó en 2013 con cuatro temporadas en total, las cuales fueron reconocidas en festivales y premios como los Emmy (EUA), Tp de Oro (España), Ondas (España) y Golden Globe Awards (EUA). El original guión de Julian Fellowes (El Cairo, 1949) se desarrolla en torno a la vida aristocrática de los Crawley y sus sirvientes en la Country house de Downton Abbey, asentada en Yorkshire [downtonabbeyhistory.tumblr.com]. La primera escena muestra un telégrafo y en el instante nos ubica en los albores del siglo XX con sutilezas que imprimen elegancia la historia que viajará hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial [www.youtube.com/watch?v=8PeKMSYFn4s]. La primera escena que muestra un telégrafo marca la línea narrativa literaria y audiovisual, pues el mensaje que va o llega dice que en el hundimiento del Titánic (abril de 1912) ha muerto el heredero al título. La primera escena con el telégrafo no sólo remonta a un pasado que parece lejano, también retrata a una sociedad que en esencia parece haber cambiado para continuar en el mismo lugar.
En el mundo tangible, el señor del Highclere Cast [www.hgtv.com/on-tv/castles-on-camera-hgtv-visits-the-real-downton-abbey/pictures/index.html] es el octavo Conde de Carnarvon, George Reginald Oliver Molyneuz Herbert (Inglaterra; 1956), ahijado de la reina Isabel II (Londres; 1926). En la serie, la fastuosa construcción conocida como el castillo del «Downton Abbey» es habitada por Robert, Conde de Grantham (Hugh Bonneville; Londres, 1963), junto con su familia (esposa, hijas, madre y agregados) y un complejo servicio de cocineras, mayordomos, mucamas, meseros, choferes, jardineros y más. Los relatos se hilan con pretextos como las novedades electro-tecnológicas, vistas de parajes increíbles, ciudades y comunidades añejas, personajes investidos en la alta refinación, el recreo de tradiciones y usanzas de la «época eduardiana» (1900 a 1910, aprox.)
La historia en cada una de las temporadas va cuidada con extrema pulcritud, los detalles no se dejan pasar bajo ningún hilo suelto y dejan, en todo momento, un aire de derroche, de lo que fue, de lo que se quedó. La vida de los Crowley va del castillo, al campo, al pueblo cercano, a Londres, al comedor y a la Biblioteca. Esta última, la Biblioteca, que tapiza largas y altas paredes por varias estancias, cubre un espectro fundamental en la estructura estético-literaria, pues en ella gran parte de los nudos se deshacen o se tejen ahí, mandando un mensaje para el auditorio entendido. Una Biblioteca que posee una Biblia Gutemberg (Alemania; 1398-a468) o Biblia de 42 líneas (1454-55, aprox.), pero que no se muestra porque el Señor desconocía su ubicación y el anciano que lo sabía, al parecer, estaba muerto. Una Biblioteca sin consultarse, que en apenas en uno o dos cortas escenas algún personaje toma un libro sin ojearlo, nunca. Una Biblioteca que junto al comedor y los aposentos, en «Downton Abbey, serán las atmósferas para montar y desmontar la teatralidad de una sociedad que aún se pasea entre nosotros.
Este tema, el de la Biblioteca, que parece sutil o dejado de lado, es fundamental pues aún cuando la lectura ha sido una de las actividades distractoras más lúdicas y trascendentales de la humanidad, y en el periodo histórico en que se desarrolla la serie lo es más por la bonanza de las arcas reales y su transformación aristocrática, al parecer no formó parte significativa, en el primer plano de la experiencia cotidiana. Si bien, las Bibliotecas constituyen uno de los lugares valiosos para el convivio y el departimento, en este caso lo es igual al campo o la sala o un pasillo cualquiera, donde nadie se atreve a tomar un libro o a charlar sobre algún autor, dejando un extraño sabor sobre la clase social educada en la Inglaterra de principios del siglo XX.

Fotografías que se vuelven portadas

  Gabriel Casas, Día del libro , Barcelona, 1932 Fotografías que se vuelven portadas brevísima historia de un retrato   Edgar A. G. En...