martes, 24 de junio de 2014

Cosas de Borges

A propósito del Mundial de Futbol en Brasil, este 2014, me pareció adecuada la relectura de esta narración en la que el argentino Borges charló con el periodista Roberto Alifano, hace ya 36 años. Quizá la posición del escritor, que afirma que la popularidad del futbol se debe a que la estupidez es popular, sea tan contundente como las imágenes con que nos topamos frente al televisor y los festejos por sus seleccionados que encontramos en distintas ciudades, sin poder evitar en su afirmación que alega que el acto lúdico es –tal vez- lo menos importante.







Con motivo del mundial de fútbol de 1978, después de una visita al pintor Raúl Soldi, mientras caminábamos por el barrio de Nuñez, mantuvimos esta charla.
-    ¿Fue alguna vez a ver un partido de fútbol Borges?
-    Sí, fui una vez y fue suficiente, me bastó para siempre. Fuimos con Enrique Amorim. Jugaban Uruguay y Argentina. Bueno, entramos a la cancha, Amorim tampoco se interesaba por el fútbol y como yo tampoco tenía la menor idea, nos sentamos; empezó el partido y nosotros hablamos de otra cosa, seguramente de literatura. Luego pensábamos que se había terminado, nos levantamos y nos fuimos. Cuando estábamos saliendo, alguien me dijo que no, que no había terminado todo el partido, sino el primer tiempo, pero nosotros igual nos fuimos. Ya en la calle yo le dije a Amorim: “Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay –Amorim era uruguayo- para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz”. Y Amorim me dijo: “Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para quedar, también, bien con usted”. De manera que nunca nos enteramos del resultado de aquello, y los dos nos revelamos como excelentes caballeros. La amistad y el respeto que ambos nos profesábamos estaba por encima de esa pobre circunstancia que era un partido de fútbol.
-    ¿Así que nunca le atrajo el fútbol? – pregunto.
-    No, nunca. Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol. Un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial. Además es un juego convencional, meramente convencional, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo. Lo único que interesa es el resultado final; yo creo que nadie disfruta con el juego en sí, que también es estéticamente horrible, horrible y zonzo. Son, creo que once jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece ridículo.
-    Sin embargo es el deporte más popular – interrumpo.
-    Y, sí, porque la estupidez es una cosa popular. Y eso lleva a la gente al insulto, a la calumnia, a la humillación. Porque siempre los que ganan se burlan de los que pierden.
-    ¿No será eso porque la noción de juego es más metafísica que real?
Usted sabe que en la práctica todo juego se reduce a competencia; o sea a esa forma de ser tan primaria que es la agresividad humana.
-    A mí no se me había ocurrido que la noción de juego es más metafísica que real, pero sí, quizá usted tenga razón.
-    Bueno, alguien a quien usted conoció mucho, me refiero a Roger Caillois, decía que todos los juegos son un universo marginal fuera de la realidad. Pero eso viene de muy atrás, Borges, viene de Grecia. No se olvide que los griegos suspendían toda actividad, incluida la guerra, para concentrarse en las olimpíadas.
-    Ah, sí, es verdad. Supongamos que sí, pero era una forma de seguir guerreando de otra manera y, quizás, con medios más directos. Ahora esa conducta puramente lúdica yo creo que no corresponde a los espectáculos deportivos contemporáneos, en especial al fútbol… No sabía que Caillois había dicho que los juegos son un universo marginal fuera de la realidad. Creo que tenía razón: el fútbol es un universo marginal fuera de la realidad.
-    Y como usted bien dice, el espectador jamás va a ver jugar, sino que va a ver ganar a su equipo.
-    Pero, claro. Yo nunca oí a nadie decir “¡Qué linda tarde pasé! ¡Qué hermoso fue el partido que vi! Bueno, perdió mi equipo, eso no importa, no tiene ninguna importancia, es un mero detalle, yo pasé una tarde muy linda, disfruté mucho del día”. Eso yo nunca lo oí decir a un hincha de fútbol, sino todo lo contrario; vuelven insultando, agrediendo, con un gran resentimiento, muy amargados… Cuando yo trabajaba en la biblioteca Miguel Cané, tenía un compañero que agredía a su mujer, a sus hijos, a sus amigos, si llegaba a perder su equipo; creo que era hincha de boca… Una imbecilidad humana, ¿no?
-    Sí, sin duda. ¿Ahora, no cree usted que toda actividad lúdica ha tenido como finalidad manifestarse en espectáculo?
-    Y quizá forme parte del origen de todo comportamiento. Luchar, ganar, destrozar al rival si es posible… Un disparate, una forma de incivilidad, de incultura… ¡Qué le vamos a hacer!
-    Usted me dijo alguna vez que Chesterton cuando dio el puntapié inicial de un partido de fútbol hizo un comentario memorable…
-    Ah, sí, él dijo: Caesar, morituri te salutant, “César, los que van a morir te saludan”. ¡Qué lindo no! Claro, él recordó a los gladiadores romanos que antes de la contienda decían así, y él lo aplicó a los jugadores de fútbol. De una manera un poco exagerada, quizá, pero está muy bien, ¿no?
-    Claro que está muy bien… Ahora, qué curioso que sea un deporte inventado por los ingleses…
-    Es muy raro, sí. Y también es muy raro que siendo Inglaterra un país tan odiado – tan injustamente odiado – nadie le haya echado en cara el haberle metido al mundo ese juego tan estúpido. Yo creo que el haber impuesto el fútbol en el mundo es el peor crimen, el mayor crimen cometido por Inglaterra.
-    Nació en los colegios británicos ¿no?
-    Yo no sé donde nació. Pero sí, se lo practicaba en los colegios, y aquí también. Shakespeare en el Rey Lear al hablar de fútbol, habla mal, por supuesto. “Los viles (o plebeyos) jugadores de fútbol”, dice Shakespeare.
-    Kipling también, ¿no?
-    Sí Kipling también habla desdeñosamente del fútbol. Sin embargo, parece que en la india, en Bombay, él lo practicó, fue jugador de fútbol. Pero después, claro, le pareció una miseria. Kipling era un poeta, un hombre muy fino, partidario del imperio, ¿cómo no iba a resignarse a esa miseria?
-    Y de este campeonato mundial que se va a jugar aquí, ¿qué opina?
-    Y, espero estar bien lejos cuando se juegue, va a ser como una peste, pero bueno, por suerte, pasará… Me dijeron que Sábato está polemizando con los militares ahora. ¿Usted sabe algo?
-    Sí, creo que ha asumido una actitud valiente; acaba de denunciar los gastos excesivos que se están haciendo en la preparación del mundial.
-    Eso está muy bien. Pero lo pueden meter preso los militares, o hacerlo desaparecer, una denuncia así es peligrosa en este momento. Bueno, en este caso yo coincido con Sábato. Está muy bien que él proteste contra esta calamidad. Sábato y yo quizá podamos hacerlo, ya que gozamos de cierta impunidad… Si lo llega a ver dígale que estoy de acuerdo con él.


 Fuente:
* Roberto Alifano. El humor de Borges. Alloni/Proa editores
* Diario La Razón, 24/7/1978

martes, 10 de junio de 2014

Incendio en el archivo


Uno, dos y hasta tres explosiones. Tres explosiones fueron las que se escucharon. Las personas que vivieron en las proximidades lo atestiguan. Después, el fuego. Al final, todo se vino abajo. Tres explosiones que advertían que algo ocurría. Algo malo, sin lugar para las dudas. Luego de la tercera, muchos optaron por salir de sus casas y buscar la fuente de tales detonaciones. Era el Palacio de gobierno en Plaza de Armas. El fuego se elevaba. El calor era intenso. ¡Se quema el archivo!, gritaban al dar en cuenta con el origen. El baile de las llamas que cambiaban de un fúlgido amarillo por un arrebatador rojo se elevaba intensamente. Prestos, los pobladores se organizaron. Formaron cadenas humanas que salían o entraban, según se vea, de casas cercanas hasta las proximidades del edificio. Cubetas de agua iban. Gritos alentadores volvían. Era la solución inmediata, no había otra manera de palear esa contrariedad. Mientras tanto, a poco más de 120 kilómetros, los bomberos de Aguascalientes aprestaban el viajar. Nunca se habían hecho preparativos para contingencias como esta. Nunca se pensó que algo de ese tamaño sucedería. Nunca. Aquí no pasa nada, por qué esto cambiaría.
Cuando los bomberos arribaron, luego de más de dos horas de viaje, encontraron una población entusiasta pero agotada. A pesar de llevar más del par de horas combatiendo el fuego, este no menguaba. El calor sofocaba. El brillo del fuego enceguecía. A punto de sentirse derrotados, el equipo de bomberos hizo la primera descarga con lo que pareció menguar el incendio. Cerraron sus llaves y fueron en busca de más agua, quizá hasta el Parque de la Encatada. Ahí, el canto de las llamas cambió. Crujía. Se quejaba. Crujía. Algo le dolía. Crujía. Al notarlo, las personas no quisieron acercarse más. Pasos para atrás. Temían que se estuviera preparando para brincar, para quemar las casas cercanas, para calcinar la ciudad entera. Luego, el techo cedió. Al caer las pesadas lozas sobre los documentos el fuego se apaciguó. Cuando las tareas de rescate, preservación y catalogación de los documentos iniciaron, al levantar piezas quebradas de la construcción las llamaradas volvían a las que presurosos volvían a arrojarle una tina con agua.
Al medir los daños reales y ficticios de los perjuicios que trajo el incendio, en muchos momentos ponían a secar al sol los documentos que las ventiscas cubrían de tierra o hacían volar. Parecía que una bomba había caído allí. Una escena de guerra vista sólo en los informes o en los cortes noticiosos en el cine. Más que los peritos, la vox populi dio tres causas probables. Primera, que un descuidado había dejado prendido un cigarrillo. Segunda, que un corto circuito causado por la instalación eléctrica. Tercera, que unos «gringos» vistos en la tarde anterior prendieron deliberadamente fuego al archivo para desaparecer el original del acta de nacimiento de Tomás o Thomas Alba Edison, nacido en Sombrerete pero que ellos se lo atribuían a Ohio. Lo único que es posible afirmar es que sí hubo pérdidas considerables y parte de la memoria del Zacatecas decimonónico y parte del XX se esfumó con aquellas hogueras. Para evitar otro similar evento, el Archivo reunió otros archivos y documentación, y se fue al anexo del Museo de Guadalupe y en fechas más cercanas al noroeste de la ciudad, donde es protegido por personal especializado y con tecnología ad hoc.
¿Y, a usted, sensible lector, cuál de las tres versiones del incendio le apetece?[1]




Texto impreso en: http://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_151






[1]     La memoria de la hemeroteca me ha proporcionado poca información sobre el evento, apenas unas líneas regadas, aunque El Pregonero. Órgano de difusión del Archivo Histórico de Zacatecas hizo un recuento. Para recabar y cruzar información he tomado a su vez de las conversaciones con María Auxilio Maldonado (directora del Archivo Histórico del Estado de Zacatecas), Jovita Aguilar Díaz (directora del Centro de la Gráfica de Zacatecas), Manuel González (Cronista de la Ciudad de Zacatecas) y Marco Antonio Flores Zavala (investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas), a quienes agradezco cordialmente.

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