martes, 16 de noviembre de 2010

De los maestros del cine mexicano (1)


Sin lectura misógina/feminista

Debí tener no más de ocho años cuando me enfrente a una de las realidades más frías y exactas de la vida. No fue por un discurso de mi padre, los abuelos o el tío sabelotodo. Tampoco mi madre tuvo que ver, ni lo hallé en alguna lectura, menos pude escucharlo de alguna plática de adultos en la calle. Fue en el cine; en una de esas funciones matutinas a las que los padres nos llevaban los domingos; pagaban el ticket, en la entrada daban algunas monedas para caramelos o palomitas de maíz y proporcionaban instrucciones para el comportamiento dentro y fuera. No recuerdo bien a bien la fecha, pero tengo claro que fue antes de cursar el sexto grado de la primaria porque para entonces ya me hacía un experto en el tema. ¶ En 1972, Rodolfo Guzmán Huerta (1917-1984), «Santo, el enmascarado de plata» se enfrentó a las mujeres lobas. Esa épica batalla la llevó al cine con la dirección de Jaime Jiménez Pons y las actuaciones de Rodolfo de Anda, Gloria Mayo, Jorge Rusek [sic], Federico Falcón, Eika Carlson, Nubia Marti y no sé cuántos más. Como en toda la filmoteca del ídolo; apareció con un auto descapotado de dos plazas en colores vivos andando por la ciudad o carreteras a velocidades considerables. No redactaré un abtract; el objetivo dista -además que es parte de la noción popular la anécdota-. Tampoco hablaré de la calidad de los diálogos, del trabajo de imagen, de los efectos visuales, de la moda del tiempo o de la intriga. ¶ Esa película, afirmo en las primeras líneas, me enfrentó a la fría realidad proporcionándome verdades innegables:

  1. que toda mujer, bonita o no, lleva un monstruo-bestia dentro, el cual es incontrolable e irracional,
  2. que para «enfrentárteles» es necesario ser de «plata»: ergo tener dinero, evidenciable en el poder adquisitivo (máscara de plata -no de barro-, autos de lujo –jamás un bocho-, casas suntuosas –nunca el depa en Gabilanes-) y otros detalles (poder pagar gimnasio para tener un cuerpo «descentre» en la batalla –nunca un flaco pelea y los gordos traen playeras que los ocultan),
  3. que «verbo mata carita», pues importa poco ser guapo («Santo» era tan feo que ocultaba su rostro) sino tener sus propias mañas. Una de ellas: demostrar seguridad en todo momento a pesar de que se vengan los chingadazos contra un montón de fieras y sea casi imposible salir librado. Otra de ellas: tener algo de excéntrico, en este caso la capa o pantalones ajustados o trajes de seda brillante. Una más: contar con el «toque impredecible», Santo «volaba» encima de ellas y tenía una voz ronca, bien perra –varonil aciertan los cánones de conducta-.

Aclaro, el film debí verlo en esas infinitas repeticiones, que fueron más de tres veces entre la matiné escolar y las tenaces duplicaciones en televisión. Aclaro, aumentando la lista, que, en 2012, de ser el primer Senador independiente en la República –electo no por sufragio sino por aclamación popular- llevaré como propuesta de ley que «Santo contra las mujeres lobas» deberá obligarse su reproducción por lo contundente de su enseñanza en las secundarias en la cátedra «Netas, amarguras y arte, a la que Samuel «el perro» Rodríguez propondrá un proyecto nacional –a su tiempo, claro está-.



jueves, 11 de noviembre de 2010

StanciaStarbuksSacatecas

imagen: letraslibres.com
.el.mayor.espectáculo.del.siglo.XXI.
Opté por sentarme un uno de esos escritorios compartidos. Se encontraban dos personas; sobre la cabecera, una joven mujer con su iPod, celular y notebook, en un costado, un obeso y blanquísimo hombre pegado a su Mac. Ambos, era notorio, llevaban tiempo ahí; por la cantidad de vasos y platos podría adivinarse, al menos, media hora entre desayuno y conexión web. Ambos, también evidente, no se conocían; habían llegado a ese lugar al igual que yo, por su lado, con su tiempo, a fines prácticos individuales. No buscaban flirtear, amistades o sabores-olores estimulantes. ¶ Era el único con un libro -no sólo en la mesa, podría apostar en el lugar-. Sólo «café del día», grande, que me deje leer sesenta-noventa minutos. Ya con libro y café, ya ocupando una silla, ya llenando el espacio necesario para que los tres seres en la mesa no sintiéramos ahogo. En sesenta minutos no pasó nada. Se escuchaban risas, platicas, entonaciones; muestras de comunicación de las mesas y sillones circundantes. De pronto, el tipo obeso-blanco cerró la lap, desconectándola y guardándole en un pequeño maletín. Se levantó haciendo el ritual de salida. Dirigiéndose, antes de salir, dijo a la señorita: «que termine pronto» y siguió su camino. Absorto en mi lectura me detuve: «no me dijo nada, de mí no se despidió» ¶ El golpe fue simbólico y directo: ¿qué hace un hombre en un café con un libro? En México no se lee y –acotación- menos en los cafés. A diferencia que en Europa, escribe Steiner, el café es sustancial para entenderla, acá parece que es para otras cosas, menos para la identidad cultural-intelectual. El café sirve para hallar los amigos, para citar los negocios, para comentar la política, para tramar el mundo, para comer, para beber cien tipos distintos de líquidos pero no, ¡ho, pecado capital!, para estar solo, leer, buscar ese otro mínimo cuerpo que recuerde los principios de la sociabilidad. No, acá el café no es para leer; es para conectarte a la red gratuita, para sorber bebidas dulces, para charlar palabras que se disuelven en el aire de los caminantes, para hacerte ver, para el oasis de las clases sociales. ¶ Leer es hacer nada: inmovilidad total, desapego a los cánones económicos, pérdida de tiempo, efecto de improductividad, el desperdicio total de una vida que de paso respira el aire de los que sí hacen algo. Leer en público es el cinismo máximo; la desvergüenza del grosero que grita leperadas para saludar, el albañil que no deja pasar falda alguna, el político corrupto que sirve a propósitos deshonestos, el novio que miente para obtener sexo de su pareja, el maestro de primaria que en el salón de clase está preocupado por sus goces sindicales. Leer, está bien; todos tenemos una vida privada e íntima, eso es un tema; halla en la soledad donde nadie debe-puede saberlo. Leer en público es destapar coladeras delante de todos, frente al mundo darte un balazo, inmolarte por el color azul… ¶ Aún, sabedor de la transgresión pública de la que soy partícipe he decidido, para los miércoles, asistir a mi propio show público: enrejado, con la mesita delante, en un cómo sillón, invito al público a buscarme, a verme, a asistir a la jaula del lector, como lo hacen los niños frente a la jaula de los tigres. Fuera, pondrán letreros magnificentes: «¡Único espectáculo! Sólo los miércoles de medio día. Un hombre que lee un libro»…

De las Presentaciones de libros

  Jan Saudek, Marriage presentaciones de libros Notas para un ensayo   Edgar A. G. Encina       No recuerdo donde leí a Mario ...