jueves, 17 de septiembre de 2020

Otra de piratas

 


Otra de Piratas
y lo que hay en el camino

 

Edgar A. G. Encina
 Artículo publicado en la revista QuehacerUAZ

 

El miércoles 9 de septiembre Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) incendió Twitter. «Si quieren verse generosos, regalen las nalgas, culeros, no mis libros en pdf!» [sic], escribió en respuesta a que cierto personaje había estado haciendo eso; obsequiar fragmentada y/o totalmente Temporada de huracanes (Random House, 2019) a cuanto hijo de vecino le solicitara. De inmediato, los medios que reprodujeron la información tomaron partido en contra de la postura de la autora, atenuándola con algo de simpatía y acusando a los altos costos que los libros tienen en el mercado legal. Al final hemos visto —una vez más— la cobertura suave, rudimentaria e incompleta que no pondera ni debate ni se posiciona.

Paradójicamente, esa semana, la que corrió del 6 al 12 de septiembre, el editor de una editorial emergente-independiente me hizo llegar vía inbox «La vida entrepiratas», porque «va de tus temas», acertó. 40 páginas correspondientes Labalada de Rocky Rontal (unam-Antílope, 2017) donde Daniel Alarcón (Perú, 1977) «nos lleva a descubrir la sonoridad de un puñado de relatos que resuenan a lo largo y ancho del continente… acerca[ndonos] a las vidas que tratamos de esconder y que muchas veces catalogamos como desechables, aunque no lo sean», previene la página literatura.unam.mx.

Es «La vida entre piratas» un momento físico, real y tangible al que atendemos desde varios relatos con el mismo deshilado: la potente empresa de piratería editorial peruana que acomete voraz a las trasnacionales y empresas locales/regionales que se dedican al negocio de editar, imprimir y distribuir libros. Esos piratas dan:

trabajo a más gente que los editores formales y vendedores de libro, y su impacto económico combinado fue estimado en cincuenta y dos millones de dólares, el equivalente aproximado al cien por ciento de las ganancias de la industria. Los piratas operan a plena luz del día: los vendedores salen a las calles de la capital, con sus pesadas pilas de libros que ofrecen a los autos detenidos en el tráfico, o tienden un pedazo de plástico azul en la vereda, para exhibir la mercancía de manera que todos puedan verla. Están frente a las escuelas, institutos y edificios de gobierno, o deambulando por los pasillos de los mercados donde la mayoría de los limeños hacen sus compras.

 

Entre los temas de fondo que asoman el tweet de Fernanda Melchor y el relato-investigación de Daniel Alarcón, destaco dos:

La primera, la libertad expresa con que hace uso un tercero de un bien creativo ajeno. Respecto de las leyes patrimoniales de México en ese caso no hay mucho por hacer, basta con ampararse en la afirmación de que la reproducción es de carácter personal y sin files de lucro, porque «Las limitaciones de los derechos patrimoniales … lo permiten. | Fotocópiele o reproduzca en pdf, que es su derecho», invita Impronta Casa Editorial.

La segunda, la rodante percepción de gratuidad que desbarata todo lo que tiene que ver con los derechos de autor, enfatizado ámbitos culturales y artísticos. La percepción apunta a que el común se ha quedado con la idea de que la literatura, la música o el teatro, por ejemplo, son bienes de consumo sin costo ni valederos para la remuneración económica. Lo contrario sólo aplica cuando el producto proviene de una plataforma multinacional como Netflix, Spotify, Amazon Prime Reading y otras. Estamos frente a la humareda de la gratuidad azuzada desde internet.

            En medio del par de asuntos se ha extendido la justificación de la precariedad del consumidor. ¡Precariedad la del autor-creador que exponiendo su trabajo queda expuesto! Vaya paradoja. Aunque, por otro lado, la estadística de mercadeo aduce que la lectura de pdf’s aumenta las ventas del libro físico. Chocante, lo menos. Quizá funciona similar a la música que luego de escuchar a su artista en sus audífonos está dispuesto a hacer el gasto del concierto. Sin embargo, en literatura —hasta no leer los datos que guardan celosamente las editoriales— hay mucho qué estudiar.




jueves, 10 de septiembre de 2020

De series y novelas

 

Interiores de la biblioteca del palacio de Buckingham


Grandes esperanzas
De series y novelas

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 Edgar A. G. Encina
Artículo publicado en la revista Quehacer universitario

 

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Este fin de semana pude ver la tercera temporada de The Crown, la serie escrita por Peter Morgan, musicalizada principalmente por Hans Zimmer y producida por Stephen Daldry y Peter Morgan, que recrea el ascenso y la monarquía de la reina Isabel ii de Inglaterra. Culpo a los algoritmos de mi llegada tardía, aunque también celebro el retraso que me deja fresco al estreno siguiente, el de la cuarta temporada el 15 de noviembre. Ignoro los motivos que me impidieron buscarla directamente en la plataforma, porque tenía los antecedentes de haber leído algunas críticas y comentarios que ponderaban la producción, la calidad visual y la fineza tratada en asuntos políticos y relaciones de poder. Lo que he visto no desmejora con las anteriores entregas en ningún aspecto. Por el contrario, encuentro algunos valores estéticos y actuaciones que sobresalen en el manejo narrativo de la serie que provoca no soltarle hasta el final.

De lo anterior, lo que más me ha llamado son las vistas a la sala privada de la familia y al despacho principal en el Palacio de Buckingham. Ambos escenarios comparten por igual un fantástico decorado, con estantes de libreros pegado por las cuatro paredes y atestado por guiño ejemplares de elegantes portadas. En medio de estos escenarios que en su recubrimiento que no dejan centímetro libre para otro impreso aparecen los cómodos sillones y una televisión o el distinguido escritorio victoriano cargando algunos documentos y enceres de trabajo. Sin embargo, a la reina no se le verá leer. 

Preciso, ella jamás leerá libros allí, que sí documentos oficiales y cartas. Contrario a la imagen preconcebida, en esos espacios que son para el recogimiento personal o las labores cotidianas no hay lugar para la lectura lúdica ni el ojeo fortuito, a pesar de que se sugieren los libros como joyas. ¿Sería un mero acto voluntarioso e inocente pensar en Isabel como lectora de literatura? Ignorante del tema, acudí a las fuentes y en medio de la vorágine de títulos recomendados, me he pedido la traducción que Jaime Zulaika realizó para Anagrama de The Uncommon Reader (Una lectora nada común) de Alan Bennett. Ha sido esta y no otra porque acá se sugiere que la:

reina de Inglaterra que, un buen día, descubre en su jardín el vehículo de una biblioteca móvil del ayuntamiento, aparcado junto a las puertas de las concias de Palacio. Sorprendida, se acerca, ausculta, pr

egunta y decide llevarse un libro. Empieza entonces todo el periplo de los miércoles en los que la reina cambiará un libro leído por otro nuevo. Dejará su estatura hierática que sólo se ocupaba del «deber», para acercarse al mundo de los libros, que le mostrarán vidas ajenas, sentimientos humanos y experiencias diferentes, con verdadero

 detalle. Su consejero es un joven pelirrojo que trabaja en la cocina palaciega y cuya pasión siembre fue la lectura [ha escrito Jacinta Cremades en El cultural].

 

Lo he hecho porque conozco el trabajo y humor característico de Alan Bennett en las traducciones de Anagrama con las novelas Con lo puesto, Dos historias nada decentes y La dama de la furgoneta, de la que han hecho película. A pesar de que noviembre parece aún lejano, me he querido preparar para la siguiente entrega de la serie animando poco o mucho las grandes esperanzas de que la reina al fin lea en estos lugares y, también, iniciar una línea de tiempo para imaginar qué puede estar leyendo en la recámara, antes de dormir.


Sin descripción disponible.


Las portadas de libros Richar Baker

  Las Portadas de libros de Richar Baker   Edgar A. G. Encina   He descubierto el trabajo de Richard Baker (Baltimore, 1959) en una...