viernes, 19 de abril de 2024

Las portadas de libros Richar Baker

 


Las Portadas de libros de Richar Baker

 

Edgar A. G. Encina

 

He descubierto el trabajo de Richard Baker (Baltimore, 1959) en una tienda de accesorios para casa, durante las vacaciones de Pascua. Premeditadamente acudimos al negocio ubicado en el que puede ser el centro comercial más grande de Ciudad de México y de la América hispana. Iraís, mi esposa, buscaba una edición en oferta de La Boule que Villeroy & Boch diseñó como juego de vajilla en siete piezas. Mientras ella veía la posibilidad de llevarse una que mezcla colores negros y blancos, yo andaba los pasillos. A cada paso que daba lo hacía con cuidado, temeroso de tropezar con algún set de Harcourt o de tentear algo de Krosno o de Saarum.

En ese mar de lámparas, juegos de vasos y copas, de banderines y sets de no sé qué infinidad de artículos decorativos, apareció sobre una mesa de centro Beverly una caja que ponía Classic Paperbacks Memory Game. Paintings by Rchard Baker (Princeton Architectural Press, 2020). A juzgar por mi temeroso recorrido, aquello era lo único allí del mundo de los libros, además de los costosos libreros de Jafer, Casa Armida o De Toro Mu. Levanté el objeto para sopesar de qué iba y cuando lo tenía a la altura del pecho Santiago, mi hijo, espetó: «¿Qué haces? ¿No sabes que aquí es ver y no tocar?». «Esto me habló, respondí, y mira, no es tan caro como todo lo demás. Me lo llevaré». No aprobó la decisión, pero quiero pensar que lo hizo más por hambre que por otra cosa.



Luego fuimos a comer y regresamos al hotel. En ese lapso busqué por la internet quién diablos es/era Richard Baker. En castellano poca cosa. Algunas referencias de autores traducidos al castellano que hablan de su labor, pero poco. Parvadas de aves que se desintegran. Apareció un homónimo, autor de una zaga titulada Corsario dedicada al público juvenil, interesado en historias de piratas o aventuras de mares embravecidos. De nuestro Baker apenas descubrí que inició pintando bodegones y en el ambiente anglosajón goza de fama por sus esculturas, óleos e instalaciones representacionales inspiradas en las portadas de los libros que le han influido; que su trabajo se oferta a través de las Galerías de Arte de Albert Merola y Tibor de Nagy. Al parecer en México es un desconocido.

La trayectoria de Baker encontró, desde la década de 1990, en esta definitoria expresión artística su sello, el cual le ha llevado a formar parte de distintas colecciones norteamericanas y europeas e impartir cursos en las más prestigiosas universidades de occidente. Esa pequeña arca, más allá de ser un afiche de colección, me es útil para releer a Gérard Genette, cita primaria y obligada para teorizar en torno a los paratextos. La obra contiene, al menos, tres elementos sustanciales de interpretación: estatus pragmático en la forma direccional de comunicación, la sustancia de orden textual y el aspecto funcional que aporta cierto grado auxiliar accesorio al libro. El elemento retratista, desde mi enfoque, no dista de las funciones complementarias que realiza cualquier portada de libro, las cuales son atracción de público y presentación de obra (título, autor, editorial). Si usted ve, por ejemplo, la pintura de Poetry a moder guide to its understandign and enjoyment de Elizabeth Drew se preguntará, al menos de primera instancia, la calidad y los alcances del libro. La diferencia aquí es que el cuadro es mucho más grande que el libro y por ende más espectacular. Luego, el poder sensible del arte aquí se multiplica.



Nota histórico-contextual.

Fue hasta mediados del siglo XV que se estandarizaron los libros con portadas. La historia del libro situó al calígrafo alemán Peter Schoeffer (1425-1503) como el primer diseñador de portadas. Schoeffer trabajó junto a Gutenberg en aquel mítico taller de usos móviles. Después se popularizó la utilización de grabados de madera para decorar los bordes e interiores de las portadas. Quizá las grandes transformaciones ocurrirán en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando las portadas comienzan a presentarse de forma austera, y con el siglo XIX, que enfocó gran parte de sus energías en la creación de tipografías. México no es la excepción, la Historia crítica de la tipografía en la Ciudad de México (Palacio de Bellas Artes, 1934-35) de Enrique Fernández Ledesma prueba la tesis. El siglo XX se caracteriza por la incursión de artistas en la conformación de portadas; una revolución visual se dio en toda la centuria. Basta ojear los distintos estudios en materia de cultura gráfica que se producen en las universidades para descubrir esa pluralidad de estrellas en el universo

 

 

lunes, 25 de marzo de 2024

Cómo sostener una columna literaria


R. van der Mejiden, Strawberries on a plate, Gouache, 33x35cms, 1979.


Cómo sostener una columna literaria

 

Edgar A. G. Encina

Una versión de este documento fue publicada en en el número de marzo, 2024, de la revista Gaceta universitaria

   

Debo enviar la colaboración para la revista universitaria en la que escribo. El editor, en un correo de tratamiento formal con salutaciones cordiales, acaba de recordándome que el tiempo apremia. Tic, tac. Cada segundo de cada minuto cuenta porque están formando el número del mes y faltan detalles, informa y señala con un dedo invisible que percibo flamígero. Supongo que soy uno de esos detalles, lo cual me proporciona un sentimiento huidizo que cambia del sosiego de no ser el único atrasado a la intranquilidad de posicionarme en la línea de salida y llegar en último, hacerlo en malas condiciones o de plano procrastinar con el evasiva más simplona que pueda traducirse como «lo intenté, no pude, no me dio la gana».

Cuando trabajé de periodista estar con las manecillas apuntando a la sien era el pan del día. No necesitaba del correo, WhatsApp o llamada telefónica del inmediato superior para saber que estaba a contrarreloj. Día a día en el oficio se está tarde. Sólo hay dos maneras para estar a tiempo o algo adelantado con las notas: las conexiones o el poder adivinatorio adquirido con la experiencia de rondar el mundillo. Hay que considerar que uno soporta el régimen de la premura por costumbre y —en mi caso— por la juventud. Este no es el caso. En este momento no se trata de redactar una nota informática ni de repasar el evento equis ni, mucho menos, de falsear la página con dos fotografías agrandadas.



S. de Vries, Chocolate eggs bag, Oil on panel, 1968.


Entre los supuestos de sostener una columna habita la pelotera idea de que se puede escribir con el reposo y marinado del tiempo, las lecturas, el acontecer, algo de política y —obviamente— reflexión, sino sesuda al meno coherente con la línea del relato. Nada más lejos de lo habitual. Conozco quien redacta desde la internet o alguna aplicación en el móvil, que le dicta al ordenador o arma algo con cinco palabras que anotó en la servilleta que utilizó en la comida de ayer y escuchó de la mesa de lado. Están, también, los que escriben de un hilo. Sin puntos ni comas ni estabilidad van de palabra a palabra como divina creatividad alumbrándonos. En estos casos las preguntas son, al menos dos, ¿quién los lee?, y ¿en qué momento dejaron de leerlos?

Está claro que escribo de lo que leo. Sé de la existencia de otras formas, he leído de ellas. Vivo en el «destino circular del grafópata o graphopathés» que Gonzalo Lizardo describe en El Grafópata (Era, 2020) como «aquel que padece la literatura como si fuera un mal crónico o un vicio lúcido, que se adquiere para contagio». Pero es que este mes ha sido de nadar en una piscina de oficios, hojas, legajos y carpetas burocráticas. Resisto a que los tonos impersonales, la líneas frías, los párrafos cargados de títulos y administrativos, de actas que responden y solicitan, descorazonen la columna. En descuido pueden colarse palabras que nos empujen a desarrollar, realizar, requerir, solicitar, fortalecer y responsabilizar a quién sabe qué cosas que el Estado fuerza.


S. de Vries, Milk, Oil on panel, 21x15cmx, 1968.


Ricardo Piglia apunta en El último lector (Anagrama, 2005) que «la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión óptica». La lectura es luz que se expande en tonos azules o mengua en amarillo. El Josefh K de El proceso (Akal, 2022) de Karka, individuo gris, opacado y deslucido, sólo leía la oficialía del trabajo y la demanda, lo que le condujo a dejarse morir, ¿recuerdas? A K le faltó asirse a algo, a una pequeña tabla, como lo hago ahora. En esa piscina, mar u océano una palabra flotó: acoger. El presupuestante, el estado, la oficina; todos se deben acoger. Se trata de un verbo transitivo que puede significar que algo o alguien sirve de refugio o que se admite en casa o compañía de otro. En ambos casos es el ejercicio de un abrazo que cubre y resguarda y, en el «doble sentido de lenguaje» mexicano que siempre tiende a lo sexual, es que alguien te coge, te toma, te posee, te hace el amor. Tampoco vayamos allá, sólo se trata de 700 palabras que buscan no ahogarse ni decolorarse ni excusarse.





lunes, 19 de febrero de 2024

Fotografías que se vuelven portadas

 

Gabriel Casas, Día del libro, Barcelona, 1932


Fotografías que se vuelven portadas
brevísima historia de un retrato

 

Edgar A. G. Encina


Una versión de este artículo fue publicada


Carlos Ruiz Zafón murió el viernes 19 de junio de 2020. A esa fecha le conocía por un par de artículos y reportajes, me parece que de La Vanguardia o Abc, pero no le había leído. Con la noticia de su deceso un grupo de amigos, mientras comentábamos la noticia, tuvimos la genial idea de comprar su tetralogía La sombra del viento. Magú, que había vivido en Barcelona por unos cinco años, fue la que tomó el mando; se aseguró de comprar el compendio que va en una caja conmemorativa y de hacernos saber la cantidad a desembolsar por cada uno de nosotros. De los cinco participantes ella era la que tenía mejores antecedentes porque aseguró haberle leído y, vale decir, una notada nostalgia por la ciudad Condal.

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Ruth Orkin Photo Archive, Comic book readers, New York, 1948


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Fred Brommet, Lecteur, París, 1949


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lunes, 22 de enero de 2024

Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Hiroshi Sato, Window, óleo de 47x36cms., 2014



La sutil cercanía
Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Edgar A. G. Encina

  

Para D. L.

Una versión de este documento ha sido publicada en Gaceta Universitaria
febrero 2024

 

El coleccionismo tuvo su explosión con la revolución industrial, a mediados del siglo XVIII, y sus ondas de expansión se desplegaron por todo el siglo XIX como una hidra que echaba raíces en todo sitio, en insospechados lugares. No es que antes no existiera tal actividad humana, pero estaba destinada a una élite que poseía los recursos económicos, tiempo de esparcimiento y educación para dirigir sus intereses. Una visita a los museos, teatros, centros y edificios culturales de ciudades antiguas nos da la oportunidad de observar que a esa élite le interesaban los muebles, el arte, las propiedades urbanas y campestres, y objetos nimios como porcelana, tapetes, joyas y libros. Sus intereses iban de lo macro a lo micro por la misma avenida. Lo querían todo y a la mano. La historia da la oportunidad de catar, sin importar la procedencia social, el interés que la humanidad ha abrigado por atesorar cosas más allá de los costos o rareza o fineza.

Con los decimonónicos atestiguamos los prolegómenos al gran banquete del que todos los glotones participamos. La posesión de esos pequeños y/o mayúsculos cuerpos se puede leer desde la obsesión por atajarlo todo como signo de la riqueza monetaria y estatus cultural. Más allá de los enfoques con que se estudie el fenómeno, aquella concentración de haciendas nos hablan de las delicatessen y singularidades de sociedades idas. Tazas para el té, jaulas para aves, cucharillas para los postres, cajones de oficios, cepillos para el cabello, gavetas de curiosidades, pedrería fina y exótica o libreros atestados, significaban para aquellas personas la posibilidad de reunir el mundo conocido en un espacio; un retrato integrador del mundo, la sociedad y el gozo que proveía al intelecto que «le deparaba un placer íntimo, sensaciones pacíficas, serenas, incluso quietistas cercanas», escribe Georges Duhamel en Carta sobre losbibliófilos (Trama 2021, 11).


George Van Hook, American, Oleo de 76.2x63.5cms., 1954


Escribo en pasado, aunque puede leerse en presente. Los coleccionistas que más atraen la mirada son lo que acumularon obras de arte. Museos, galerías, colecciones hacen gala y existen políticas estatales de protección y divulgación. No es mi intensión discutirlo sino subrayarlo, porque en mi interés están esas bibliotecas, librerías y colecciones privadas y públicas de libros que entran en el mismo radar. Pienso en mi exigua colección de bibliográfica y en cómo me he ido deshaciendo de algunos atesorando otros, menor en su cantidad. Con diferencia al afán coleccionista me he ido desprendiendo de libros y los que se van quedando deben pasar por tres pruebas. Dos de estos pulsos las comparto con Gerald Murnane expuestos en su Última carta a un lector (Gris Tormenta, 2023). El primero es que:

Tengo mi propia manera de determinar el valor de un libro; no solo lo que llaman una obra de literatura, sino cualquier clase de libro o, de hecho, cualquier pieza musical o cualquier así llamada obra de arte. En términos simples, podría decir que juzgo el valor de un libro de acuerdo con la cantidad de tiempo que el libro permanece en mi mente. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de explicar cómo la lectura de un libro o el recuerdo de un libro no son para mí lo que parecen ser para tantos otros (25).

Lo aplico por igual a todo lo que me rodea, incluso personas. Del amor a los libros he aprendido el afecto a todo lo demás. El segundo es que:

A través de mi larga vida, me he enamorado de varios cientos de personas y personajes femeninos. Nunca podría esperarse, por supuesto, que los personajes siquiera se percataran de mi existencia. Muchas de las personas eran igualmente ignorantes, y, de las que restan, muchas nunca se habían percatado de mis sentimientos hacia ellas. Del pequeño número que todavía queda, un mero puñado parecía reciprocar mis sentimientos, y de ese puñado me acerqué a tan solo dos o tres, dependiendo de la definición que uno tenga de cercanía (79).

         En ambas referencias priva la selección de la memoria y la valentía de acercamiento. Con diferencia a los libros que me acerco, con las personas soy más cauto, quizá hasta temeroso. En ambos casos busco la lealtad de la memoria y el corazón apasionado. Cuando pienso en esta relación siento que soy The Talented Mr. Ripley (Paramount Pictures, 1999) y cómo pudiendo tener la mayor biblioteca y el más preciado álbum de amores, prefiero un maletín que cargue con dos mudas de ropa, cinco libros y tu retrato.




 

Las portadas de libros Richar Baker

  Las Portadas de libros de Richar Baker   Edgar A. G. Encina   He descubierto el trabajo de Richard Baker (Baltimore, 1959) en una...