lunes, 7 de febrero de 2011

Con un mal prólogo...


Los Apuntes de los mundos y las ondas que andan, libro-plaquetta en edición de arte y corta reproducción, escrito por Óscar Édgar López y editado en colaboración con el taller de gráfica profesional "El topo" aparecerá este año. parecerá este año. Aquí la primera parte del prólogo:

Escribir-Leer un prólogo es trazar, apenas, 90 o a lo más 180 grados de un círculo que, eventualmente, nunca será. Su redacción-lectura suele estancarse en la indeterminación, como palabras salvadas o eufemismos evadiendo las potencias reales de la intención. O, por el contrario, son consejos necesarísimos de un mapa que guían por senderos, ríos y montañas, llevando a la búsqueda de tesoros reconocibles en cada indicio prescrito. Paradigmático. Bicéfalo. Yuxtapuesto. Escindido. Su estudio o pasada-de-largo se basa, en lo fundamental, en las pretensiones lectorales; los tiempos, las formas, los individuos, el contexto, las necesidades. Escribir-hojear un prólogo exige complicidad; es participar en la inmolación de un «buen hombre de dios» formando una hermética triada. Uno, el que prologa: ata la dinamita al cuerpo de otro al momento que dispone los efectos detonantes. Dos, el que escribe la obra: sacrifica su cuerpo -que no su alma-, expiándose. Tres, el que lee: verifica que uno y dos ejecuten su labor para luego, en voz de quién sabe qué dios, ande predicando la palabra y los porvenires a impíos. Sin embargo, el círculo o la tríada quizá no consigan trazarse por completo porque en el tercero se impone el capricho de/en cerrar la rueda o verificar la oblación. Ahí uno de los misterios de los libros, prologados o no.
Quien lee un prólogo espera las recetas, los comentarios médicos, las ilustradas admoniciones, que llevarán por una lectura suave, con los menores riesgos, sin raspaduras, salvándole de los mayores daños, de las graves caídas. Quien redacta un prólogo codicia llenar tales expectativas y, al tiempo, pasear las manos, igual que un mago, para tapizar los resquicios aguardando al infortunado caer en las trampas de las que no puede/debe ser prevenido. Quien escribe la obra sólo desea la presa con avidez. Sigiloso. Ansia ver caer a sus lectores, hincharles los ojos con imágenes, ahogarlos en situaciones inesperadas, desahuciarlos en momentos transitorios, sacudirlos con fórmulas retóricas hasta arrancarles la cabeza, exprimirles como naranja el espíritu y luego soltarlos, para, en su divertimento, verles caminar, sin rumbo, trastabillando por la paliza de sus palabras. Nadie gana. Nadie pierde. Todos esperan. La simbiosis es contranatura, de lo contrario al nacer lo haríamos con un libro, no una torta, bajo el brazo –primer principio-.
Otra de las impiedades de redactar un prólogo es escribir el prólogo de una obra literaria. Ya en las catástrofes mundanas está que leer-escribir es formar parte de un gueto, peor aún es hacerlo de/para la literatura. En la historia de la lectura, en las publicaciones censuradas la literatura es la reina, una creación demoniaca vista a los ojos de todos los sistemas. Ergo, redactar un prólogo de un arte censurado, formado por Shaitán mismo, conlleva una gris tragedia de la que nadie se atreve hablar. Son líneas que habitan una especie de limbo entre-el-bien-y-el-mal, sin ser Caronte. Es tinta, que en la búsqueda por redimirse, alienta a no leer la obra maldita a punto de leerse o envía las almas, sin remedio, al sufrible infierno donde todo es indescriptible -como la pasión, los orgasmos y el vino- pues ahí están las vidas que nunca nos fueron, pero deliciosas les cobijaron nuestras miradas. Así, el prologuista literario vive un purgatorio per se, servidumbre en el limbo que gustoso decora con ideas entintadas.
Maldito autor. Maldita, doblemente, la obra. Maldito el prólogo. Maldito su lector. Excomulgadas sus palabras. Condenadas sus ideas. Castigados sus personajes. Rechazadas cada una de sus líneas. Miserables sus mundos ficticios. Son la vista frente a un espejo que sólo refleja la pared a nuestra espalda, estigmatizando su proterva invitación. Inculpados todos. Y, en la lista de los castigos el mayor será para el prólogo y/o prologuista. Hay de él si no está a la altura de la obra y/o del autor. Menesteroso su espíritu de no poseer la eficiencia de/en los trucos del creador que presenta o desdichada su alma cuando su anunciamiento no rellene la grandilocuente esfera del arte. Seducir. Desnudar. El merolico que a la entrada del burdel augura el mejor sexo, las pieles más suaves, los labios más prístinos-carnosos, las manos más delicadas… Choro mareador, que deje sin habla sin aliento, sin oportunidad a cerrar las páginas.

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