o la bella estancia de la ensoñación.
El sueño fue perturbador; la estancia de una vigilia donde conseguía prevenirse de la realidad y habitar los sensibles océanos que Morfeo vigila. Fuera, escuchaba los perros ladrar, las sirenas de las ambulancias, los rugidos de los motores de los autos; podía sentir el cuerpo tibio de al lado, la vaga temperatura del viento en el rostro, la profunda respiración del descanso que infla desde el estómago hasta el corazón. Dentro, veía un rojo holístico, a veces tan abrasado, umbroso, que aterraba tocarlo, que por momentos lo sucedía un teatral trastrocamiento que iba al amarillo, al azul o simplemente desaparecía toda tonalidad por mero capricho. Al frente, siempre miradas, caras atentas; ella sobre un toro o como un malabarista o frente al mar viendo un nostálgico barco gris o yo con la sorpresa de descubrirme enclaustro de corazones, rosas o peces, espinas, pétalos volátiles. Levitando, se halla entre una guerra de los mundos que se disputan y los enormes placeres del espíritu en la morada ensoñada, agorera. Inquieto, amenazador, sumiso en un mismo instante, el sueño reflejaba espejos perpetuos. Su cuerpo, ante las sensaciones yuxtapuestas, vivió con la turbulencia de la separación cuerpo-espíritu y la armonía del pescador que «[…] en un esquife, [escribe Nietzsche en El origen de la tragedia] tranquilo y lleno de confianza en su frágil embarcación, en medio de un mar desencadenado, que, sin límites y sin obstáculos, [se] eleva y [se] abate, mugiendo, montañas de olas espumosas, el hombre individual, en medio de un mundo de dolores, permanece impasible y sereno […]»(1). Su soledad acrecienta la aflicción. Extenuada en la pesadilla «[…] la lengua [dice Safo] se me hiela, y un sutil / fuego no tarda en recorrer mi piel, / mis ojos no ven nada, y el oído / me zumba, y un sudor // frío me cubre, y un temblor me agita / todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba, / pálida, y siento que me falta poco / para quedarme muerta» (2). Atrás quedó el brillo solar del medio día. Con el abandono total de la inviolada luz ha renunciado, a su vez, a las posibilidades del cuerpo antes [pre]sentidas en el exterior. La frágil, deleznable, barca que Caronte manda ahora es conducida por alguien tan parecido a ella que teme un infierno de espejos, de fulgores embusteros. El aire se vuelve irrespirable, su espesor aumenta con el descubrimiento de líneas sutiles, de trazos elegantes, de colores radiantes, de estancadas aguas liosas. Sobre ella[s], una mujer que es dos, bajan otras apariencias, entes bermellones perdidos en limbo, purgando estigmas nunca mostrados, o hadas-musas lechosas al resguardo de la quimera que toma forma y se vuelve placentera: inspirada, pero aterradora: vidente. Ahí lo perturbador, la fantasía es/era el centro de todo; el umbral que abre, el limen que cierra. Más allá de la posibilidad de la vida-muerte es el tiempo que merece la calma total, por eso el conforte de la mano sobre la rodilla. El ojo da cuenta a la ocasión de la división entre lo terrenal-divino es delimitado con una línea de contrastes, de sombras, de matices que el artista luego habrá de leer poéticamente. Los mundos que Carmen Alarcón crea son umbrales. Ya de temas fantásticos, ya de realidades míticas, ya de soledades impronunciables, ya de sueños angustiosos; las puertas quedan entreabiertas para confundir la mirada intrincada de quien anima irrumpir. ¿La estancia es fuera? ¿La estancia es dentro? Los ojos se descubren en absorto embeleso afín. La voluntad del color que se anima en rojo o en amarillo o en cualquiera que sea su capricho puede ser pavoroso, puede ser confuso, puede ser hipnótico. Sus trazos, ligeros y elegantes, soportan una constante mágica, una fascinación esotérica de si al tocar el lienzo el entinte se apodere de cada poro de la piel terminando por ser no el que ve sino el que es visto; dentro, aprisionado, inconsciente, embrujado. Es un realismo que confunde, que como Apolo y Dionisios en el templo de Delfos, está en la asignatura apropiada, de un justo límite, para todos los seres.(3) Los que se es para uno, lo que se es para el otro; lo que se comparte, lo que es único: el creador frente a la traducción filosófica. Antitético, trágico e iniciático son otros rasgos de/en el universo Alarconeano. Antitético. Temperaturas, colores, líneas, intenciones, fondos; cada esquina, todo centro, cualquier lugar es un choque, un diálogo, una discrepancia y la otra parte del discurso en la obra. Sí los fondos con las superficies, sí el abordaje-coloquio de potencias-atribuciones pero, en todo caso, es más una especie de cuadro greimasiano porque al significarse la materialidad de las imágenes, con la construcción de espacios, la plástica rechaza la necesidad de la inmediatez, de la lexicalización, para ir al origen del reconocimiento, de la definición de los sistemas internos.(4) Iniciático. En los cuadros preexiste todo «[…] de cuanto hay de valioso para las almas [y] no queda resplandor alguno en las imitaciones […] Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, [escribe Platón en Fedro] cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa unión […] como iniciados que éramos en esos misterios […]». Son gustos elegantes y especiales; los rostros se asemejan como retratos gemelos, aún así aparecen pequeños signos que los disparan unos de otros, como el cabello, los ojos, las manos, la vestimenta, las poses, para hacerlas una película que se cuenta en ciclos como historia interminable. Trágico, porque –como escribiera César a Lucio Mamilio Turrino- frente a la obra de Carmén Alarcón «No sólo me inclino ante lo inevitable; también me fortalezco en su contemplación […] ¡Oh! Muchas leyes obran en el universo, cuyo alcance apenas podemos calcular». (5)
1. Friedrich Wilhelm Nietzsche, El origen de la tragedia, i, 1872. 2. Juan Ferraté, traductor, Líricos griegos arcaicos. Barcelona, Seix Barral, 1967. 3. Cfr. Umberto Eco, «Apolíneo y Dionisíaco» en Historia de la Belleza¸ traducción de María Pons Irazazábal, Barcelona, DeBolsillo, 2004. 4. Cfr. A.J.Greimas / J.Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, versión española de Enrique Balón Aguirre, Madrid, Gredos, 1991. Platón, Fedro, xxx. 5. XLIX. «Del diario epistolar de César para Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri. (En la noche del 27 al 28 de octubre)» en Thorton Wilder, Los idus de marzo, México, Alainza Emeceé, 1989.