O de cómo aún la tecnología le adeuda al arte
1.
Es la primera vez que escucho el nombre de Rafael Coronel (Zacatecas, 1931). Me han dicho que es pintor mexicano, que es oriundo de una provincia cuyo nombre remite al sonido del zacate y los aztecas, que debería conocerlo; quizá me agrade. No querido guardarme la duda; curioseo en la web. Descubro su página electrónica; han posteado algo así de 84 imágenes entre «obra reciente», «obra gráfica», «colecciones» y «dibujos», además de anexar el «currículum» y «críticas» [http://rafaelcoronel.com/index.html]. Sigo navegando. Hallo que un museo lleva su nombre y la calificación profesional lo ubica como el «representante del nuevo expresionismo mexicano», porque antes estuvieron los de la etapa primera con David Alfaro Siqueiros (Ciudad de México; 1896-1949), José Clemente Orozco (Jalisco; 1883-1994) y Diego Rivera (Guanajuato1886-1957). Continúo leyendo; siento que un paso en falso me destrozará en la caída. Dicen que su trabajo es «personal» e «intuitivo»; una «deformación de la realidad» en «colores violentos» de «reflejo amargo»; sus cuadros irradian de «forma subjetiva» la «temática de soledad y miseria». Para ser honesto, me parece una burla tramposa. Que es «personal» e «intuitivo», «deformación» de «reflejo», «subjetivo», no es cliché ni pretencioso; es derroche grosero del lenguaje, abuso estulto; prefiero los puntos suspensivos del decir acallado.
. Determino abrir dos pestañas. En la primera, navego imagen por imagen, cliqueándolas por separado. En la segunda, me detengo en los escritos que ha provocado. La idea es contrastar lo uno con lo otro y lo uno; descubrir lo que ya de por sí en/para el arte es hasta grosero.
. Primero, al azar abro «Le arranqué la flor», de 2008; es un acrílico de 80x100cms., de fondo grisáceo. Es el retrato de un hombre viejo con barba pronunciada, curvada, canosa; viste en túnica oscura portando ese enorme sombrero de 180 grados. Tiene en la mano derecha, pegado al costillar, lo que parece el rostro de una mujer de mirada y rostro hierático. El cabello de esa cara femenina es coronado por flores rojas, quizá claveles. La mano derecha, elevada a la altura de la nariz, ha tomado una de ellas para encontrarse con la vista pulcra del anciano.
. Segundo, leo que Sergio Pitol (Puebla, 1933) ve cómo «[…]Coronel preparaba su obra, pude contemplar el proceso de la creación y el júbilo con que se entregaba a ella. En tales momentos el Universo se concentraba allí, entre aquellas cuatro paredes, y poco a poco los papeles se iban poblando de seres». No me dice nada; acaso del proceso creativo, es posible que sea el relato literario de un personaje omnipresente que, desde lejos, mira a otro actor preconcebido haciendo. Insatisfecho, me hago de la vista gorda. Otro escritor, Salvador Elizondo (Ciudad de México; 1932-2006) afirma que «[n]o todos tenemos el privilegio de una leyenda, Rafael Coronel inventó la suya y se inscribió en ella. Ha creado personajes cuya leyenda sólo él conoce y de la que solo comparte con sus admiradores su forma vista sobre un fondo abismal de la vida, bajo una luz que emana no solo del sol, sino de la paleta y de la mano del autor que los ha creado. A veces las figuras parecen emerger del fondo como si fueran parte de él, otras se destacan del fondo como estatuas policromadas discretamente. Una síntesis misteriosa entre la apariencia y la realidad».
. Más conforme, el teléfono ha sonado. Una llamada me recuerda que debo atender un compromiso. Cierro el navegador y apago la computadora; otro día seguiré. Apenas entiendo que el tal Coronel pinta, que sus cuadros son expresionistas e impresionistas, que es osado, disciplinado, pasional en su trabajo y mítico, hermético, secretista en su labor discursiva.
2.
. Primero, al azar abro «Le arranqué la flor», de 2008; es un acrílico de 80x100cms., de fondo grisáceo. Es el retrato de un hombre viejo con barba pronunciada, curvada, canosa; viste en túnica oscura portando ese enorme sombrero de 180 grados. Tiene en la mano derecha, pegado al costillar, lo que parece el rostro de una mujer de mirada y rostro hierático. El cabello de esa cara femenina es coronado por flores rojas, quizá claveles. La mano derecha, elevada a la altura de la nariz, ha tomado una de ellas para encontrarse con la vista pulcra del anciano.
. Segundo, leo que Sergio Pitol (Puebla, 1933) ve cómo «[…]Coronel preparaba su obra, pude contemplar el proceso de la creación y el júbilo con que se entregaba a ella. En tales momentos el Universo se concentraba allí, entre aquellas cuatro paredes, y poco a poco los papeles se iban poblando de seres». No me dice nada; acaso del proceso creativo, es posible que sea el relato literario de un personaje omnipresente que, desde lejos, mira a otro actor preconcebido haciendo. Insatisfecho, me hago de la vista gorda. Otro escritor, Salvador Elizondo (Ciudad de México; 1932-2006) afirma que «[n]o todos tenemos el privilegio de una leyenda, Rafael Coronel inventó la suya y se inscribió en ella. Ha creado personajes cuya leyenda sólo él conoce y de la que solo comparte con sus admiradores su forma vista sobre un fondo abismal de la vida, bajo una luz que emana no solo del sol, sino de la paleta y de la mano del autor que los ha creado. A veces las figuras parecen emerger del fondo como si fueran parte de él, otras se destacan del fondo como estatuas policromadas discretamente. Una síntesis misteriosa entre la apariencia y la realidad».
. Más conforme, el teléfono ha sonado. Una llamada me recuerda que debo atender un compromiso. Cierro el navegador y apago la computadora; otro día seguiré. Apenas entiendo que el tal Coronel pinta, que sus cuadros son expresionistas e impresionistas, que es osado, disciplinado, pasional en su trabajo y mítico, hermético, secretista en su labor discursiva.
2.
Aún quedan a deber tecnologías como la internet o la fotografía, en lo tocante a la fidelidad y el respeto al arte. A años luz, la primera, y a una distancia considerable, la segunda, de siquiera acariciar el aroma de expresiones como la pintura, son infieles amantes que hablan mal y le crean una reputación dudosa. Para el navegante común, coleccionar imágenes y/o postearlas en sus perfiles, blog’s, tumblr’s o canales de identificación puede ser un juego sin riesgos en las que alcanzan viables definiciones, gustos y/o anexiones. Sin embargo, es un aspecto frío, distante; pues el ícono se traduce como el sello impuesto frente a un espejo que no alcanza a dimensionar la fuerza del tema, el manejo de las técnicas o la vida de las superficies, por nombrar algo de estos vacíos. Quizá alcancemos en vida a descubrir cómo del monitor se resaltan las texturas de los grabados; es probable que nuestro celular destelle un haz de luz sobre la nada con aquella escultura; es deseable que al leer un libro en la tableta también nos impregnemos del olor del papel. Pero, por el momento, son buenos deseos para soñarse.
. Y, es que es traidora la internet. Por ejemplo: cómo es posible hacer que un despreocupado ente que surfea por las olas de la web sienta el corte incisivo de plantarse frente a una obra de Coronel; cómo estimular el movimiento en detalles mínimos, en el caso del relato en la flor que se enfrenta a la mirada cavilante; cómo explicar que ante la tercera etapa expresionista actual, la del artista sigue vigente, sin trasmutación ofensiva del tiempo ni vacilaciones objetuales. Si bien, las plumas que enfrentan al arte son delicadas, solemnes y constructivas; si bien pueden paralizarse ante filosofismos wittgensteinianos de las posibilidades del cuerpo; si bien puede acariciarse simplemente los gustos, es una plataforma humanizadora-humanizante sin explotar. Qué será de nosotros si nos limitásemos a teclear, postear, subir y bajar lo que fuera en la red. Qué será cuando seamos tantos que la magia de trazos como los de Coronel sólo se limite el mundo viajante a ver, ver, pasar y dejar pasar…
. He querido exponer un ejercicio básico. Es verdad que los océanos electrónicos llevan y traen enormes cantidades de todo en sus mareas. Sin embargo, al menos al tiempo por la experiencia, parece funcionarles mejor a las bases de datos, porque en terrenos de la cultura y el arte es perceptible que estamos en edades paleolíticas. El caso de Coronel es representativo de otro innumerable cifrado de nombres, porque las expresiones artísticas siguen proponiendo y alimentándonos, mientras que la internet observa, con enormes ojos, casi asustada, preguntándose cómo reproducir con fidelidad aquella expresión. Por ello, aún azuzando lo que la literatura puede decir de la imagen pictórica, falta tanto que un original parece una ballena, bufando, cerca de nuestra balsa, lo trágico es que mis acompañantes no saben nadar y le temen al agua.
. Y, es que es traidora la internet. Por ejemplo: cómo es posible hacer que un despreocupado ente que surfea por las olas de la web sienta el corte incisivo de plantarse frente a una obra de Coronel; cómo estimular el movimiento en detalles mínimos, en el caso del relato en la flor que se enfrenta a la mirada cavilante; cómo explicar que ante la tercera etapa expresionista actual, la del artista sigue vigente, sin trasmutación ofensiva del tiempo ni vacilaciones objetuales. Si bien, las plumas que enfrentan al arte son delicadas, solemnes y constructivas; si bien pueden paralizarse ante filosofismos wittgensteinianos de las posibilidades del cuerpo; si bien puede acariciarse simplemente los gustos, es una plataforma humanizadora-humanizante sin explotar. Qué será de nosotros si nos limitásemos a teclear, postear, subir y bajar lo que fuera en la red. Qué será cuando seamos tantos que la magia de trazos como los de Coronel sólo se limite el mundo viajante a ver, ver, pasar y dejar pasar…
. He querido exponer un ejercicio básico. Es verdad que los océanos electrónicos llevan y traen enormes cantidades de todo en sus mareas. Sin embargo, al menos al tiempo por la experiencia, parece funcionarles mejor a las bases de datos, porque en terrenos de la cultura y el arte es perceptible que estamos en edades paleolíticas. El caso de Coronel es representativo de otro innumerable cifrado de nombres, porque las expresiones artísticas siguen proponiendo y alimentándonos, mientras que la internet observa, con enormes ojos, casi asustada, preguntándose cómo reproducir con fidelidad aquella expresión. Por ello, aún azuzando lo que la literatura puede decir de la imagen pictórica, falta tanto que un original parece una ballena, bufando, cerca de nuestra balsa, lo trágico es que mis acompañantes no saben nadar y le temen al agua.