Griseta
Edgar A. G. Encina
y Claudia Liliana González N.
Frente al mercado Roberto del Real se halla una puerta
negra atrapada por una pared amarillenta. Sobre esa puerta se encuentra una
manta blanca anunciando el «Taller de costura» de doña Chayito, que dentro se
esmera por terminar alguna bastilla o corregir el ajustado de un vestido. Ella,
forma parte del viejo oficio de las costureras, naciente en las postrimeras de
la humanidad cuando necesito abrigo y que se mantiene vigente en usanzas y
tradiciones. Su ocupación de zurcidora toca a una variedad «…que podíamos
llamar doméstica, privada o ambulante.
Esta no cose en taller… Es tímida, encogida, semi-devota, encerrada en su casa,
como la tortuga en su concha, regañona, aduladora… buena individua en la
extensión de la palabra. Virtuosa…»,[1] escribió
en el siglo XIX Hilarión Frías y Soto (Querétaro; 1831-1905) y
litografío Hesiquio Irirarte (Ciudad de México; 1820-1897, aprox).
A pesar de que la
labor de las costureras, como otras, puede rastrearse antes de la llegada
española a tierras americanas, poco se sabe del quehacer sino por referencias o
anécdotas de segunda y tercera mano. Uno de los testimonios y/o narraciones más
explícitos se encuentra en Los mexicanos
pintados por sí mismos, publicado en el México de 1854-1855, en la Imprenta
de M. Murgía y Comp., que estaba en el Portal del Águila de Oro.
Los mexicanos pintados por sí mismos es un trabajo espléndido, del que según Pérez Salas
afirma en Costumbrismo y litografía en
México es respuesta o copia de las ediciones francesa y española.[2] El
original, además de ser una joya de la cultura escrita y pictográfica nacional,
es una rareza de alto valor coleccionable. El libro, cuenta además con los
escritos de Niceto de Zamacois (Bilbao;
1820-1885), Juan de Dios
Arias (Puebla; 1828-1886), José María Rivera (Querétaro; 1822-1887), Pantaleón Tovar (Ciudad de México; 1828-1876) e
Ignacio Ramírez (Guanajuato;
1818-1879) y las imágenes
grabadas de Andrés Campillo. En su mayoría son hombres liberales que además de
dedicar su vida a la literatura y las artes fueron médicos, abogados,
historiadores, periodistas, militares y políticos.
La acepción
utilizada por la aristocracia decimonónica mexicana para nombrar a la costurera
fue el de griseta. El origen denomina
que es «…económica, trabajadora, bulliciosa, original y algo alegre de
corazón…».[3] El
diccionario de la RAE la designa como «cierto género de tela de seda con flores
y otro dibujo de labor menuda»,[4] de ahí
que los españoles la adaptaran y luego en la Nueva España se imitara la
conducta, heredándola a la nación independiente.
«La costurera», de
nueve páginas, es la séptima de 33 historias. De la imagen hay que apuntar la
delicada y fina maestría en los detalles. Una mujer mestiza posa sentada sobre
una silla de respaldo modesto con un vestido amplio encubierto con el mandil de
trabajo al tiempo que remienda una prenda. En el entorno aparecen demacrados
árboles, arcos y una mesa que desenmascara algunos utensilios del oficio. Si
las mujeres costureras se empleaban en fábricas de textiles o bien trabajaban
por su cuenta, en nuestra imagen al respecto no es nítida. La escenografía es
rudimentaria. Podría ser el espacio privado del hogar donde se entrega al gusto
del hilo, las agujas o bien el escenario
se transforma en el sitio del trabajo y del sostén.
La imagen recupera
un rostro reconocido por la tradición que cuenta que a toda mujer se le
enseñaba a coser y a bordar. Algunas hacían esta actividad por ocio, por las
buenas costumbres o en calidad de trabajadoras, por necesidad y pobreza. Pérez
Toledo, en Trabajo Femenino en la ciudad
de México a mediados del siglo XIX[5] al plantear
los oficios principales de las mujeres durante esta época a la costura como el
ejercicio más empleado. El trabajo de coser fue una de las pocas labores
permitidas para las mujeres, sin que alterara los escrúpulos de una sociedad
que no la concebía fuera de los quehaceres domésticos. En su mayoría las
costureras eran o bien solteras muy jóvenes o viudas, preferentemente de clase
baja o media.
Concurren en la
estampa rasgos propios de la mujer mexicana del siglo XIX, pero que despliega
caracteres de cierta generalidad. Es una imagen en movimiento. El artista
muestra a la costurera en acto. Sus ojos están depositados en el cuidado del arte,
sus manos trabajan sin que pueda voltear hacia otro lado. El horizonte es la
costura, con cierta resignación o la otra óptica donde se proyecta feliz de
ejercer la encomienda. En toda la obra se percibe el predominio de la
exaltación de la belleza no sólo de la mujer sino del oficio de la costura. El
vestido y el peinado frente a la austeridad del espacio. Una pieza simple que
se agranda por estos elementos de contraste entre el realismo y el
romanticismo.
La anécdota, en
cuatro tiempos: introducción, pasado, presente y pretérito, teje la vida
sentimental de «Margarita, [como] se llama nuestra heroína: Lucero [que así] la
nombraron sus compañeras cuando la vieron tan linda y tan humilde…»[6] y las
virtudes del trabajo de enhebrar. De la vida sentimental bosqueja una muchacha
alegre que construye su vida anhelando un amor eterno. De la vida de la
costurera se asegura que aprendió «…a leer de corrido, sabe de cuerito a
cuerito el catecismo de Ripalda…».[7] De vez
en cuando, para retomar el hilo se cuestiona: «…corta géneros y corta a los transeúntes, cose y murmura,
habla y ríe. En tan dulce ocupación…».[8]
[1] Hilarión
Frías y Soto, «La costurera» en Los
mexicanos pintados por sí mismos. Tipos
y costumbres nacionales, Reproducción facsimilar de la edición de 1855,
México, Librería de Manuel Porrúa, 1974, p.54.
[2] Cfr. María Esther Pérez Salas, Costumbrismo y litografía en México, México,
UNAM-IIE, 2005, 371pp.
[3] Los mexicanos…, p.49.
[4] Cfr. Diccionario
de la Lengua Española, de la Real Academia Española, Vigésima segunda
edición, 2001.
[5] Cfr.
Sonia Pérez Toledo, Trabajo
femenino en la ciudad de México a mediados del siglo IXI, México,
UAM-Iztapala, 2003.
[7] Los mexicanos…, p.51.