[El
martes 4 de septiembre, en el salón Macondo de la XII Feria Nacional del Libro
Zacatecas 2012, junto con Nelsón Guzmán presenté Demonia de Bernardo Esquinca, el evento fue moderado por Mauricio
Flores. Este es el texto que leí]
¡Hay nanita!
Edgar A. G. Encina
Leí Demonia[1]
en una sesión interrumpida, de dos horas y media o tres. Sesión interrumpida porque inicié por ahí de las once de
la mañana de un lunes y, por angas o mangas, tuve que dejarla al llegar el
medio día; la continué por la tarde, cerca de las ocho de la noche y para
cuando «Primer Plano», del Canal Once, comenzaba su transmisión ya perfilaba la
última ojeada. Dejé «descansar la lectura». Volví a ella casi al final de
aquella semana en una especie de chicotazo de conciencia. La ventana de la sala
es de unos tres metros de largo por dos de alto. Se corta por el centro,
similar a las que aparecen en el cine italiano donde una mujer de rasgos perfectos
la abre, para afuera, dejando ver, además de unos sensuales brazos y aquel rostro
tallado a la Da Vinci, unos bien y firmes torneados pechos. La ventana no
estaba del todo limpia. Mostraba manchas amarrillas, rojizas y cafés por todos
lados. Temeroso de que mi mujer, tan apasionada por el orden y la limpieza, lo
notara fui por un trapo y con un atomizador la limpié. En cuestión de minutos
no quedó huella. De pronto, ante la trasparecía, me calló el veinte. Había
estado soñando con Demonia o su
lectura me había hecho actuar mecánicamente. Ahora, atacaba a todo insecto
volador y las huellas en la vidriera eran pruebas de ello. Por una semana había
estado de cacería, inconsciente. Tenía miedo de que alguna mosca, al dormir, se
metiera por mi garganta; que dentro, en la noche, se reprodujera por una
infortunada e inexplicable acción malévola y al despertar, con la primera
palabra pronunciada, apareciera un torrente de moscas que cubriera el techo
como la más negra de las noches, para luego, en cuestión de segundos, se
reagrupara y desapareciera por aquella ventana.[2]
El desgraciado de
Esquinca se había metido en mis sueños. Pesadamente, anduvo en los archiveros
con sus terapeutas, con sus andares por la ciudad que vive, con los incendios
del campamento juvenil,[3] con una
vieja tuerta –o no-, con sus fragmentos de nota roja y con un costal que asoma
las cabezas de borrosos espectros tomados a la vuelta de las esquinas donde
curiosea.[4] No digo
que rompió la vajilla. Digo que fue a marcarle el dedo al cochambre y al hollín
de la cocina, que utilizó el baño y no le bajó a la perilla, que uso mis
camisas y las volvió a dejar sin mandarlas a la tintorería; creo que hasta
ralloneó algunos libros pero eso no me consta, aún. Quizá exagero. Tal vez sólo fisgoneo en el refrigerador
y al no encontrar carne se fue para no volver. De lo que tengo certeza es que
me mandó de cacería y creó suspicacias respecto de los diseñadores de muebles y
susceptibilidades con los propietarios de libreros elaborados, no se diga si son
ovalados y los libros llevan categóricas frases sin sentido.[5]
Luego, ya en otro
plano de la realidad, debí pensar qué escribir para la presentación de la Demonia de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972). Vi diez posibilidades. La primera, hablar de la
biografía del autor, su generación, la raza con la que parte-departe-comparte
en Almadía. La segunda, conversar largo de mi iniciación en la literatura, que
fue en relatos aún sin saber leer. La tercera, redactar a las maneras
académicas, con un friego de referencias para sustentar el texto desde la
tradición y la crítica. La cuarta, refritear
la narración que más me haya gustado. La quinta, hablar del libro como objeto,
desde la estética, la semántica y el paratexto. La sexta, buscar referencias y
conectar con otras lecturas. La
séptima, contar como el libro entero es una guía, sin Google map, por la ciudad
de México. La octava, ponerle un lugar en el sitio de la literatura mexicana. La
novena, agradecerle por los datos de las librerías de viejo. La décima, no
hacer nada de lo anterior, salirme por la tangente con cualquier tema: que el
132, que el próximo sexenio, que las deudas en la tarjeta, que el desempleo… La
decena de puntos, dicta el canon, enmarcadas con sinfónicas loas. Opté por más
de un par.
Tendría unos cuatro
o cinco años. Mi abuela nos daba de cenar todo el tiempo y, para que no nos
dispersáramos jamás encendía la tv. En su lugar ponía la radio. Estaba
oscureciendo. De pronto, muy apurado un tipo alega «¡Diles que no me maten,
Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad».[6] Abuela,
repliqué, van a matar a ese señor. Calla, increpó. Lo van a matar. Cállate.
Abuela. Que te calles. Fue un suplicio. Todo mundo sabe, lo presiente, que sí
lo van a matar, pero se hace tan largo el camino que uno termina por «aflojarse
en terracería» -dijo aquel candidato-. Es esa transmisión de sentimientos
ahogados, de angustiantes espacios, de manecillas que no acaban por dar el
segundo siguiente, lo que –pienso- tienen las amarillas páginas de Demonia. No lo van a matar, pero esperan
a que Teresa haga algo hasta caerte de rodillas y comenzar a rezar.[7]
En el final de «El
coco», cuento de Dino Buzzati, se lanza como abracadabra al estilo Harry Potter el siguiente fallo: «Galopa,
huye, galopa, superviviente fantasía. Ávido por exterminarte, el mundo
civilizado no ceja en su acoso, nunca jamás te dará tregua».[8] Demonia es un recordatorio de que esa
misión será imposible. Siempre habrá historias; son el motor del mundo. Imaginaciones
nacientes por el rabillo del ojo que descubre a la mujer chismosa haciendo
señas desde la puerta de la casa.[9] La
diferencia es que acá, Esquinca, encierra. Atrapa. La sentencia en «El coco» es
de una libertad, aunque huyendo, siempre libertad. Acá, la narración del
«Deuteronomio» encarcela: «”No puedes huir. Quemaré tus entrañas y continuaré
la cosecha. Porque soy la Peste Encarnada. El contagio me alimenta”».[10] Ni para
dónde hacerse.
Ya me he alargado
más de la cuenta. Debo respetar el canon. Acataré el principio del que habla
Ollé-Laprune, en México: visitar el sueño,
cuando afirma que las presentaciones
de libros en nuestro país son investidas por un rito donde en el ceremonial el
autor aposentado en la silla central se ve rodeado por un séquito y venerado
por los asistentes –similar a la corte del rey-. En este lugar, donde casi
nadie lee, la investidura del escritor es respetada porque conoce-se-apropia de
los secretos de la escritura con la que domina las tinieblas, con la que ha
descubierto los métodos para descifrar los misterios que se complacen en el
secreto y con la que interpreta el carácter ahogado-oculto que franquea todas
las formas de relación. Se da por hecho que la escritura está reservada para
los que saben apreciarla, para quienes comprenden que oculta un secreto y
forman así una comunidad ligada por lo no dicho. Los otros, los excluidos,
apartados del «placer del Verbo», no pueden sino experimentar una sensación de idolatría
frente a la palabra escrita y una admiración teñida de celos ante las letras.[11]
Termino, aquí, temeroso de que el autor, supremo
sacerdote en esta sociedad aquí reunida le dé por cercenar y clavar en estacas
las cabezas de cuanto niño aparezca.
[La invitación, por «La
Gualdra», al evento:
[El texto, abreviado, en «La Gualdra»,
Notas:
[1] Cfr. Bernardo
Esquinca, Demonia, México, Almadía,
2011, 161pp.
[2] Op. Cit., «Moscas» en Demonia, pp. 9 a 19.
[3] Op. Cit., «Demonia» en Demonia, pp. 109 a 157.
[4] Op. Cit., «Samaná» en Demonia, pp. 21 a 34.
[5] Op. Cit., «Samaná» en Demonia.
[6] Cfr. Juan Rulfo, «¡Diles que no me
maten!» en el Llano en Llamas,
México, Editorial Planeta, 1987, pp. 175 a 182.
[7] Op. Cit., «Demonia» en Demonia.
[8] Cfr. Dino Buzzati, «El coco» en Narraciones Fantásticas. Antología,
México, Alfaguara. 1997.
[9] Cfr. «Los búhos no son lo que parecen»
en Demonia, pp.95 a 108.
[10] Cfr. «Deuteronomio» en Demonia, pp.83 a 91.
[11] Cfr. Philippe
Ollé-Laprune, México: visitar el sueño,
traducción de Mónica Mansour, México, FCE, colección Centzontle, 2011, 134pp.
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