miércoles, 28 de agosto de 2013




pro/e/vocación
Comentarios a El Libro de Patmos de Salvador Lira

Edgar A. G. Encina


M.O.




que cuando caiga el mundo sin palabra
caiga el mundo sin palabra[1]

Su entrada al Templo auguró, sin saberlo entonces, remolinos en un mar falto de sal y sin oleaje. Tres pasos. Tres pruebas. Tres entreactos. Sus viejos maestros le hicieron rivalizar con un Aleister Crowley[2] pueblerino vestido por desgastados negros en largas gabardinas que ocultaban un desequilibrado aliento. Sus jóvenes maestros le dieron tres liturgias y lo distrajeron en vanos combates, engañosas pruebas, secretos apenas encontrados que quizá eran nada. Su generación aprendió junto con él y una noche, a pregunta declarada que arrebató la palabra vigilante, notaron que se había alzado a «Tocar el Sol»[3] como Ícaro. Siguen en la espera de verle caer, deliciosamente. Sus aprendices le patentizaron al llamarle «amadísimo» y todo gran maestre que escribe en rojo fenixio deja marca de hierro con sus palabras para cimentar y/o levantar el dedo índice de la mano derecha. A las 3½ abrieron seres sin magia las puertas del pórtico que lleva una zeta y, ¡horror, horror, horror!, asqueado por la desteatralidad y la encomiada tosquedad se escurrió por la ventana. Invadido. Desilusionado. Irritado. Cayó en epifanía, como la del catorce de marzo de 1939 en Praga en que Jaromir Hladik «Habló con Dios en la oscuridad. [y le dijo] Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor…».[4]
Viajó. Tomó el sol. Hizo las aguas. Quemó el viento. Desembarcó donde pronuncian la ese como eshe. Caminó con un grupo que le abandonaba por las noches bajo el Árbol[5] y de día le seguían en la búsqueda de las marcas terrenales que le llevarían al Templo. Cuando la barba le hubo crecido hasta ocultar el cuello y sus ropas tiñeron en inmundicia, notó que su escuálido cuerpo se debía por los agobios, sediento. Ahí le perdimos. Sólo Dios –porque sí, e/él cree/a- y su conciencia saben qué aconteció cuando se enfrentó al despeñadero, allá donde la pitonisa presagió su comunión en griego, la zozobra del último sello y la revelación secreta del Libro que nunca debe cerrarse.[6]
Volvió, tan flaco, deslucido y alargado como siempre. No hubo diferencia. Era diferente. En su retorno -con aquellos pantalones de descomunales bolsillos- habló como siempre y desapareció fiel al hábito. Contó desvencijadas historias atadas por frágiles hilos. Habló de documentos dejando flotar en el aire el plácido aliento del tiempo. Ató conjeturas que aparecían en el Ara como un nuevo –y viejo, a la vez- modo de llevar el mandil. Envuelto en esta breve biografía, escribió algo, ganó poco, perdió siempre y en Casa de sueños preguntó al bibliotecario sobre un Templo que guarda el Libro en que Dios se oculta como una de las letras de sus páginas.[7]



Juro que cada parte del silencio
es distinta[8]

Es probable que el primer libro impreso en Zacatecas con fines comerciales haya aparecido en 1824. Se trata de una exquisita edición puesta a la venta en alguna tienda y pensada para la lectura individual llamada Método curativo.[9] Sus valores formales apuntan una cubierta que abriga, además del título, un extenso subtítulo, un mal gastado grabadillo en madera, el lugar de impresión, taller responsable, año de impresión, a su vez que exhibe autoría y propiedad y derechos sobre el objeto.[10] Digo exquisita edición porque apenas llegó a las diez páginas y sus medidas daban en rectángulo lo que la mano recorre de los dedos índice al pulgar. Fue ideado para portarse cómodamente, sin evidenciar su presencia.
         Traigo esto a colación porque El Libro de Patmos de Salvador Lira, [Zacatecas, 1987] editado por Texere con aproximados 184 años de lejanía respecto de Método curativo, se inscribe, por principio de cuentas, en la tradición libresca de nuestra cultura excéntrica,[11] brindando familiaridades que van del formato de ambos libros hasta notables sutilezas como la imagen al centro donde ambos muestran una figurilla que se ve y no se aprecia, que leemos y descubrimos, que no distinguimos pero intuimos. Si bien esto es un fruto compartido, el autor quedó a salvo con un menudo libro, ideado para el lector solitario, de conveniente portabilidad, que pueda viajar, como los secretos y las palabras sagradas, de mano en mano.
         El libro de Patmos de siete sellos que son ocho trazan con un lenguaje críptico una geometría sagrada. «Que la gran luz, viajero, irradie tu conquista | y sea la nación del arte tu destino».[12] Por momentos, la poesía de Lira es la del alquimista que concibe emblemas donde los mitos que le persiguen, la palabra, la música, los libros y algunas ensoñaciones le funcionan como un compás que circula-circunda figuras geométricas. Fiel a sus pesadillas Renacentistas, «Traza un círculo a partir de un hombre y una mujer, luego un cuadrado, después un triángulo, traza finalmente un círculo y tendrás la Piedra filosofal.[13]
Todo, para recordarse en revelación íntima que su principio será su final. Y, allá, cuando viajó, tomó, hizo y quemó se encontró. Volvió. No era el mismo. Hombre-lobo u hombre-coyote u hombre-perro, Salvador «[…] en la caverna el aúllo | que aúllo | a un yo que aúlla a un yo de aúllo | un aúllo en un yo con un aúllo aullido | aunque yo aúlle con un yo que aúlla | y aún yo aúllo |aúllo | | “au-yo”».[14]






[1]      Salvador Alejandro Lira Saucedo, «[Voz lunar]» en El Libro de Patmos, Zacatecas, Texere editores, 2013, p. 18.
[2]     Aleister Crowley (Inglaterra, 1875-1947) es conocido como uno de los más influyentes ocultistas, místicos y magos de finales del siglo XIX y principios del XX. Se le atribuye la fundación de varias organizaciones esotéricas, además de formar parte de otras. Sus pseudónimos más citados son Frater Perdurabo» y «The Great Beast 666».
Cfr. John Addington Symonds, La gran bestia: vida de Aleister Crowley el gran mago, Madrid, Siruela, 2008.
[3]     El Libro de…, en «[Contruscción de la caída]», p. 42.
[4]     Jorge Luis Borges, «El milagro secreto» de Artificios (1944) en Obras completas de… 1923-1972, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, P. 511.
[5]     Op. Cit., El Libro de…, p. 31.
[6]     Cfr. Op. Cit., El Libro de…, en «[Liturgia de la palabra]».
[7]     Cfr. Op. Cit. Obras completas de…, 508 a 513.
[8]     Op. Cit., El Libro de…, p. 51.
[9]     Cfr. Método Curativo Para la presente Epidemia…, [grabado de figurilla] Impreso en Zacatecas, Oficina a cargo del Ciudadano Marcos de Esparza, año de 1824. Con las siguientes advertencias: No se puede reimprimir sin permiso de la Junta Superior de Sanidad, y Se halla de venta este Quaderno en la Tienda del Ciudadano Mariano del Castillo.
[10]    Cfr. Marco Antonio Flores Zavala, «Un libro» [ensayo innédito], Zacatecas, 2011, 4pag.
[11]     Cfr. Edgar Adolfo García Encina, «Convenciones, orilla y centro: el círculo de Pascal» en La cultura del centro y la cultura excéntrica, México, UAZ-SPAUAZ, 2008, pp. 7 a 11.
[12]     Op. Cit., El Libro de…, p. 22.
[13]     Federico González, «Lema 21» del «Atalanta fugiens de Michael Maier» en Las utopías renacentistas: esoterismo y símbolo, Buenos Aires, Editorial Kier, 2004, p.243.
[14]    Op. Cit., El Libro de…, en «[Descenso a la caverna]», pp. 13 a 14.

martes, 23 de julio de 2013

Volver al estado original, al de la palabra

 En general, creo que sólo debemos leer libros que muerdan y arañen.
Si el libro que estamos leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo,
¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú?
Cielo santo, seríamos igual de felices si no tuviéramos ningún libro.
Los libros que nos hacen felices también podríamos escribirlos 
nosotros mismos si no nos quedara otro remedio.
Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa,
como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos,
libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más lejanos,
lejos de toda presencia humana, como un suicidio.
Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros.
Eso es lo que creo.
[Carta enviada en 1904 por de Franz Kafka a Oskar Pollak,
en Ernst Pawel, The Nigtmare of Reason: a life of Franz Kafka, London, Harvill, 1984]



Arropado por un tapiz azul, un diablo blanco lee un libro de portada roja ocultando detrás de sí un escuálido árbol negro sobre el que se posa una blanca «A» invertida, decorada por un paño colorado. Dos portadas en una que bien puede excitar el odio de los demonios y la envidia de los ángeles y provocar vergüenza en los ángeles y arrepentimiento en los demonios. Tal es el tema de la impresión con que Almadía publicó, en 2011, Una Historia de la Lectura de Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948). Hubieron de pasar más de cinco años desde que apareció A History of Reading para que fuera traducida y luego una casa editorial mexicana se aventurara a imprimir.
Se trata de una obra que comprende más de una veintena de ensayos que gravitan en torno a los libros, los lectores, las bibliotecas, los misterios versos de la escritura. La redacción del texto es seductora, como ha dicho George Steiner, y una exaltada alegoría del señorío de los lectores, según Vila-Matas. Se trata de un libro que no se encuentra en el tablón de las novedades pero que su sugerente narrativa nos permite creer que nos enfrentamos a un trabajo perdurable
¿Es posible que un individuo, en ejercicio pleno de su soledad, extienda un turbador e inexcusable poder con el ejercicio de la lectura? Una Historia de la lectura se abre a los entresijos caprichosos de ese lector que no cederá a chantajes, lloriqueos o súplicas; se expone a la implacable crítica con anécdotas que recorren los tiempos, los climas, las lenguas; describe aquellos lectores que nos precedieron atestiguando el paso de la memoria; alude a una suerte de gusto universal para salvarse de las llamas del olvido y acogerse, junto con otro pequeño lote de libros que creemos supratrascendentales, a una suerte de amparo humanista.
Manguel acentúa en cada oración que leer con profundidad y detenimiento no sólo nos permite adquirir conciencia del mundo, también nos devuelve a nuestro estado original, al de la palabra, al que en esencia somos. Un estado donde la palabra, propiciado por el gozoso arte de la lectura, rehace la memoria, reinventa los sentimientos, urde el conocimiento, nos otorga personalidad en medio de la urbe. Una lectura que nos da la palabra para avergonzar ángeles y arrepentir demonios, aún si el tiempo nubla nuestro cielo.




martes, 7 de mayo de 2013



Decálogo para el viajero

París


Edgar A. G. Encina


La mercadotecnia es engañosa. Para viajar a París, las agencias de viajes muestran afiches, revistas, abstractos y demás publicidad, donde la ciudad se muestra soleada, las personas sonrientes y vestidas con ropas veraniegas, siempre rodeada por elementos arquitectónicos por todos conocidos. Mi realidad distó en algunos puntos.
Así, mi decálogo para el viajero estación París:
1.       El clima. Sin importar el tiempo en que se viaje debe contemplarse una ciudad cambiante. En un mismo día se puede tener calor, lluvia y arto frío. Tómese precauciones. Contémplese ropa abrigada y caliente; ligera y fresca, para una salida el mismo día.
2.      Louvre. La ciudad en un museo. Enorme. Fantástica. Ambigua. Extasiante. Agotadora. Ubicado donde fueran aposentos reales, los recorridos por los pasillos del lugar se vuelven eternos. Una ciudad se define por sus museos; hacen de las joyas lucientes por la dama. En el caso de sitio las galas son tremendas piedras preciosas que llevan marcas de pecadillos. Los más, representan tiempos idos en lugares distantes; señales de la rapiña y la apropiación de lo ajeno; de imperios que fueron y llevaron para sí. Aún así, con lo discutible del tema que se bifurca a la menor provocación, hay que pisarlo.
3.      Comida. Siempre será un reto la comida tradicional francesa, aún con sus sutilezas y singularidades es un placer que se desvanece.
4.     Precios. La ciudad más visitada del orbe, quizá junto con New York y Barcelona. El top de los costos.
5.      Bebidas. Perrier antes que agua natural. Vino antes que cerveza. Lo que sea antes que cualquier otra bebida. Por costos y sabor.
6.     Gente. Simpática. Alegre. Sensual. Atenta. Cálida. Chic.
7.     Eiffel y Sena. Descomunales. Fantásticos. No son lo que parecen. Ninguna imagen les hace justicia. La realidad es sólo su único margen y medida. Su entorno y sí mismos son la vida parisina.
8.     Libros, arte y teatro. Bien y mal. Bien por la multiplicidad de ofertas. Mal por las fechas, temporadas, costos y abarrotamientos. Sus compradores de libros son excéntricos y hordas. Galerías por doquier, quizá comparable a los bares-restaurantes de Madrid. Teatros, excelsos y pulcros.
9.     Hotel. Me he molestado. Un café americano 4 euros. Lo peor, sólo había internet en la recepción; me dejaron en la ignominia, desconectado.
10.  Tiempo: Nunca es suficiente. Lo ideal, hacerse de un departamento para vivirlo ahí, lo más posible.

¡Advertencia!
Léanse estas líneas siempre con las mayores reservas.
[París, mayo de 2012]

jueves, 25 de abril de 2013

Asedios a la biblioteca








«Toda víctima exige lealtad»
Graham Green en The Heart of the Matter


Viernes 12 de abril. Le he enviado un inbox a Janea. Digo que quiero escribir para La Gualdra con el pretexto del día del libro, que por cierto lo celebramos en México el 23 de este mes. Le he propuesto dos temas. El primero, de bibliófilos y bibliómanos. El segundo, del «síndrome del padre Fisher». La idea era simple. Escribir sobre el camino del amor por los libros que puede llevar a la afección por ellos o del hombre que inició la infame tradición en el país de devastar bibliotecas y colecciones públicas y privadas para venderlas, casi siempre a cualquier postor. Referenciar, de paso, al bibliólatra o al bibliocasta del Auto de fe de Elías Caneti o de El nombre de la rosa de Umberto Eco. Conectar al traficante con una moda que inició en Europa desde tiempos que la historia se confunde con el mito. Apuntar que siempre hubo alguien que dispuesto a comprar-vender estantes o ejemplares únicos sin considerar los pecados en que cae.
     El mismo día Janea ha respondido: “Los 2 temas me laten, elige tú...”.
     ¿Me habrá dado por mi lado?
     Miércoles 17. He vuelto a escribirle. En cierto tono urgente digo que cambié de planes. Los atentados en Boston hicieron que virara. Una de tres explosiones se dio en la Biblioteca y museo presidencial «John F. Kennedy»; nadie en los medios le da mérito, hasta los que investigan dicen que «se trató de un hecho aislado». No proporcionan más información.
     Su respuesta fue imperativa: «De acuerdo, sólo te pido que no me lo mandes por aquí. Mejor al correo de La Gualdra. Saludos y muchas gracias».

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Desde que en el 642 de n.E. el califa Omar I por orden del general Amr ibn al-As mandó incendiar la Biblioteca de Alejandría, bajo el pretexto del libro total, el hostigamiento no se ha interrumpido. La historia, que es una forma literaria más, tiene la barriga hinchada de tragar asados de relatos que dicen de edificios derruidos porque ahí se leía un libro prohibido, de persecuciones de pueblos que leen aquello desconocido, de bombardeos certeros a edificios donde no había alma alguna salvo libros, de religiosos fanáticos que desollaron estantes completos, de seres impíos que entre guerras saquearon bibliotecas para venderlas luego, muchas veces fuera de su país.
     Todo libro, toda biblioteca, todo lector, es un sobreviviente. Sobreviviente por la simpleza en el acto de permanecer en los estantes, de continuar alzada a pesar de las políticas, de la lectura. Dice Steiner que los «[…] que queman libros, los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los libros es incalculable».[1] Los que ponen bombas en las bibliotecas también saben lo que hacen, apuñalando a la más pura de las actividades humanas.
     En una cruzada que se hace infinita los libros, las bibliotecas, los lectores, sobreviven al asedio. El alivio de ese libro que llega a nuestros ojos se siente en su aroma, pues «[…] cada uno de mis libros [dice Manguel] contienen el relato de su supervivencia. Cada uno de ellos ha escapado al fuego, al agua, al paso del tiempo, a los lectores descuidados y a la mano del censor para contarme su historia».[2]
     Las bomba que detonó en la Biblioteca de Boston nos recuerda que hay asesinos despiadados, que raptan, torturan, desmiembran, el espíritu humano. El mensaje enviado es claro: nada está a salvo, nada en absoluto tiene amparo. Están dispuestos a asestar los más brutales de los actos. Han posteado en nuestros muros; el asedio total.
     Abrigo la irrealizable esperanza de que toda traición, toda fechoría, toda maldad encontrará sus verdaderas consecuencias. Mientras tanto, veo un intento más por desbastar el universo borgeano, un universo que para los cabalistas consistía no en lo que leemos sino en la posibilidad de que lo leamos. Asediada la Biblioteca, celebremos nuestros libros que miran estupefactos pero aliviados los noticieros.


[1]      George Steiner, «Los que queman los libros…» en Los logócratas, traducción de María Condor, México-Madrod, FCE y Siruela, 2007, p.59.
[2]     Alberto Manguel, «XI La biblioteca como supervivencia» en La biblioteca de noche, traducción de Carmen Criado, Madrid, Alianza Literaria, 2007, p.311.

De las Presentaciones de libros

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