jueves, 12 de septiembre de 2013
miércoles, 28 de agosto de 2013
Comentarios a El Libro de Patmos de Salvador Lira
Edgar A. G. Encina
M.O.
¶
∙
que cuando caiga el
mundo sin palabra
caiga el mundo sin
palabra[1]
Su entrada al Templo auguró, sin saberlo entonces, remolinos en un mar
falto de sal y sin oleaje. Tres pasos. Tres pruebas. Tres entreactos. Sus
viejos maestros le hicieron rivalizar con un Aleister Crowley[2] pueblerino
vestido por desgastados negros en largas gabardinas que ocultaban un desequilibrado
aliento. Sus jóvenes maestros le dieron tres liturgias y lo distrajeron en vanos
combates, engañosas pruebas, secretos apenas encontrados que quizá eran nada.
Su generación aprendió junto con él y una noche, a pregunta declarada que arrebató
la palabra vigilante, notaron que se había alzado a «Tocar el Sol»[3] como
Ícaro. Siguen en la espera de verle caer, deliciosamente. Sus aprendices le patentizaron
al llamarle «amadísimo» y todo gran maestre que escribe en rojo fenixio deja
marca de hierro con sus palabras para cimentar y/o levantar el dedo índice de la
mano derecha. A las 3½ abrieron seres sin magia las puertas del pórtico que
lleva una zeta y, ¡horror, horror, horror!, asqueado por la desteatralidad y la
encomiada tosquedad se escurrió por la ventana. Invadido. Desilusionado. Irritado.
Cayó en epifanía, como la del catorce de marzo de 1939 en Praga en que Jaromir
Hladik «Habló con Dios en la oscuridad. [y le dijo] Si de algún modo existo, si no soy
una de tus repeticiones y erratas, existo como autor…».[4]
Viajó. Tomó el sol. Hizo las aguas. Quemó el viento. Desembarcó
donde pronuncian la ese como eshe. Caminó con un grupo que le abandonaba por
las noches bajo el Árbol[5] y de día
le seguían en la búsqueda de las marcas terrenales que le llevarían al Templo.
Cuando la barba le hubo crecido hasta ocultar el cuello y sus ropas tiñeron en
inmundicia, notó que su escuálido cuerpo se debía por los agobios, sediento.
Ahí le perdimos. Sólo Dios –porque sí, e/él cree/a- y su conciencia saben qué
aconteció cuando se enfrentó al despeñadero, allá donde la pitonisa presagió su
comunión en griego, la zozobra del último sello y la revelación secreta del Libro
que nunca debe cerrarse.[6]
Volvió, tan flaco, deslucido y alargado como siempre. No
hubo diferencia. Era diferente. En su retorno -con aquellos pantalones de
descomunales bolsillos- habló como siempre y desapareció fiel al hábito. Contó
desvencijadas historias atadas por frágiles hilos. Habló de documentos dejando
flotar en el aire el plácido aliento del tiempo. Ató conjeturas que aparecían
en el Ara como un nuevo –y viejo, a la vez- modo de llevar el mandil. Envuelto
en esta breve biografía, escribió algo, ganó poco, perdió siempre y en Casa de
sueños preguntó al bibliotecario sobre un Templo que guarda el Libro en que
Dios se oculta como una de las letras de sus páginas.[7]
∙
Juro que cada parte del silencio
es distinta[8]
Es probable que el primer libro impreso en Zacatecas con fines comerciales haya
aparecido en 1824. Se trata de una exquisita edición puesta a la venta en
alguna tienda y pensada para la lectura individual llamada Método curativo.[9] Sus
valores formales apuntan una cubierta que abriga, además del título, un extenso
subtítulo, un mal gastado grabadillo en madera, el lugar de impresión, taller
responsable, año de impresión, a su vez que exhibe autoría y propiedad y
derechos sobre el objeto.[10] Digo
exquisita edición porque apenas llegó a las diez páginas y sus medidas daban en
rectángulo lo que la mano recorre de los dedos índice al pulgar. Fue ideado
para portarse cómodamente, sin evidenciar su presencia.
Traigo esto a colación porque
El Libro de Patmos de Salvador Lira, [Zacatecas, 1987] editado por Texere con aproximados 184 años de lejanía
respecto de Método curativo, se
inscribe, por principio de cuentas, en la tradición libresca de nuestra cultura
excéntrica,[11]
brindando familiaridades que van del formato de ambos libros hasta notables
sutilezas como la imagen al centro donde ambos muestran una figurilla que se ve
y no se aprecia, que leemos y descubrimos, que no distinguimos pero intuimos. Si
bien esto es un fruto compartido, el autor quedó a salvo con un menudo libro,
ideado para el lector solitario, de conveniente portabilidad, que pueda viajar,
como los secretos y las palabras sagradas, de mano en mano.
El libro de Patmos de siete sellos que son ocho trazan con un
lenguaje críptico una geometría sagrada. «Que la gran luz, viajero, irradie tu
conquista | y sea la nación del arte tu destino».[12] Por
momentos, la poesía de Lira es la del alquimista que concibe emblemas donde los
mitos que le persiguen, la palabra, la música, los libros y algunas
ensoñaciones le funcionan como un compás que circula-circunda figuras
geométricas. Fiel a sus pesadillas Renacentistas, «Traza un círculo a partir de
un hombre y una mujer, luego un cuadrado, después un triángulo, traza
finalmente un círculo y tendrás la Piedra filosofal.[13]
Todo, para recordarse en revelación íntima que su
principio será su final. Y, allá, cuando viajó, tomó, hizo y quemó se encontró.
Volvió. No era el mismo. Hombre-lobo u hombre-coyote u hombre-perro, Salvador
«[…] en la caverna el aúllo | que aúllo | a un yo que aúlla a un yo de aúllo |
un aúllo en un yo con un aúllo aullido | aunque yo aúlle con un yo que aúlla |
y aún yo aúllo |aúllo | | “au-yo”».[14]
Publicado en: http://www.ljz.mx/2013/09/17/0200-lagualdra116.html
[1] Salvador
Alejandro Lira Saucedo, «[Voz lunar]» en El
Libro de Patmos, Zacatecas, Texere editores, 2013, p. 18.
[2] Aleister
Crowley (Inglaterra, 1875-1947) es conocido como uno de los más influyentes
ocultistas, místicos y magos de finales del siglo XIX y principios del XX. Se
le atribuye la fundación de varias organizaciones esotéricas, además de formar
parte de otras. Sus pseudónimos más citados son Frater Perdurabo» y «The Great
Beast 666».
Cfr. John Addington Symonds, La gran bestia: vida de Aleister Crowley el gran mago, Madrid,
Siruela, 2008.
[3] El Libro de…, en «[Contruscción de la
caída]», p. 42.
[4] Jorge
Luis Borges, «El milagro secreto» de Artificios
(1944) en Obras completas de… 1923-1972,
Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, P. 511.
[5] Op. Cit., El Libro de…, p. 31.
[6] Cfr. Op.
Cit., El Libro de…, en «[Liturgia de la palabra]».
[7] Cfr. Op.
Cit. Obras completas de…, 508 a 513.
[9] Cfr. Método Curativo
Para la presente Epidemia…, [grabado de figurilla] Impreso en Zacatecas,
Oficina a cargo del Ciudadano Marcos de Esparza, año de 1824. Con las
siguientes advertencias: No se puede reimprimir sin permiso de la Junta
Superior de Sanidad, y Se halla de venta este Quaderno en la Tienda del
Ciudadano Mariano del Castillo.
[10] Cfr. Marco Antonio Flores Zavala, «Un
libro» [ensayo innédito], Zacatecas, 2011, 4pag.
[11] Cfr. Edgar Adolfo García Encina,
«Convenciones, orilla y centro: el círculo de Pascal» en La cultura del centro y la cultura excéntrica, México, UAZ-SPAUAZ, 2008,
pp. 7 a 11.
[13] Federico
González, «Lema 21» del «Atalanta fugiens de Michael Maier» en Las utopías renacentistas: esoterismo y
símbolo, Buenos Aires, Editorial Kier, 2004, p.243.
martes, 23 de julio de 2013
Volver al estado original, al de la palabra
En general, creo
que sólo debemos leer libros que muerdan y arañen.
Si el libro que estamos
leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo,
¿para qué molestarnos en
leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú?
Cielo santo, seríamos igual
de felices si no tuviéramos ningún libro.
Los libros que nos hacen felices
también podríamos escribirlos
nosotros mismos si no nos quedara otro remedio.
Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa,
como
la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos,
libros que
nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más lejanos,
lejos de toda
presencia humana, como un suicidio.
Un libro debe ser el hacha que quiebre el
mar helado dentro de nosotros.
Eso
es lo que creo.
[Carta enviada en
1904 por de Franz Kafka a Oskar Pollak,
en Ernst Pawel, The Nigtmare of Reason: a life of
Franz Kafka, London, Harvill, 1984]
Arropado por un tapiz azul, un diablo blanco lee un libro
de portada roja ocultando detrás de sí un escuálido árbol negro sobre el que se
posa una blanca «A» invertida, decorada por un paño colorado. Dos portadas en
una que bien puede excitar el odio de los demonios y la envidia de los ángeles
y provocar vergüenza en los ángeles y arrepentimiento en los demonios. Tal es
el tema de la impresión con que Almadía publicó, en 2011, Una Historia de la Lectura de Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948).
Hubieron de pasar más de cinco años desde que apareció A History of Reading para que fuera traducida y luego una casa
editorial mexicana se aventurara a imprimir.
Se trata de una obra que
comprende más de una veintena de ensayos que gravitan en torno a los libros,
los lectores, las bibliotecas, los misterios versos de la escritura. La
redacción del texto es seductora, como ha dicho George Steiner, y una exaltada
alegoría del señorío de los lectores, según Vila-Matas. Se trata de un libro
que no se encuentra en el tablón de las novedades pero que su sugerente
narrativa nos permite creer que nos enfrentamos a un trabajo perdurable
¿Es posible que un individuo, en
ejercicio pleno de su soledad, extienda un turbador e inexcusable poder con el
ejercicio de la lectura? Una Historia de
la lectura se abre a los entresijos caprichosos de ese lector que no cederá
a chantajes, lloriqueos o súplicas; se expone a la implacable crítica con
anécdotas que recorren los tiempos, los climas, las lenguas; describe aquellos
lectores que nos precedieron atestiguando el paso de la memoria; alude a una
suerte de gusto universal para salvarse de las llamas del olvido y acogerse, junto
con otro pequeño lote de libros que creemos supratrascendentales, a una suerte
de amparo humanista.
Manguel acentúa en cada oración
que leer con profundidad y detenimiento no sólo nos permite adquirir conciencia
del mundo, también nos devuelve a nuestro estado original, al de la palabra, al
que en esencia somos. Un estado donde la palabra, propiciado por el gozoso arte
de la lectura, rehace la memoria, reinventa los sentimientos, urde el
conocimiento, nos otorga personalidad en medio de la urbe. Una lectura que nos
da la palabra para avergonzar ángeles y arrepentir demonios, aún si el tiempo
nubla nuestro cielo.
Artículo publicado en: http://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/guadraokok1
Link del autor: http://www.alberto.manguel.com/
De la edición en México: http://www.almadia.com.mx/v2/catalogo.php?id_libro=135
Link del autor: http://www.alberto.manguel.com/
De la edición en México: http://www.almadia.com.mx/v2/catalogo.php?id_libro=135
martes, 7 de mayo de 2013
Decálogo para el viajero
París
Edgar A. G. Encina
La mercadotecnia es engañosa. Para
viajar a París, las agencias de viajes muestran afiches, revistas, abstractos y
demás publicidad, donde la ciudad se muestra soleada, las personas sonrientes y
vestidas con ropas veraniegas, siempre rodeada por elementos arquitectónicos
por todos conocidos. Mi realidad distó en algunos puntos.
Así, mi decálogo para
el viajero estación París:
1.
El clima. Sin importar el tiempo en que
se viaje debe contemplarse una ciudad cambiante. En un mismo día se puede tener
calor, lluvia y arto frío. Tómese precauciones. Contémplese ropa abrigada y
caliente; ligera y fresca, para una salida el mismo día.
2.
Louvre. La ciudad en un museo. Enorme.
Fantástica. Ambigua. Extasiante. Agotadora. Ubicado donde fueran aposentos
reales, los recorridos por los pasillos del lugar se vuelven eternos. Una
ciudad se define por sus museos; hacen de las joyas lucientes por la dama. En
el caso de sitio las galas son tremendas piedras preciosas que llevan marcas de
pecadillos. Los más, representan tiempos
idos en lugares distantes; señales de la rapiña y la apropiación de lo
ajeno; de imperios que fueron y llevaron para sí. Aún así, con lo discutible del
tema que se bifurca a la menor provocación, hay que pisarlo.
3.
Comida. Siempre será un reto la comida
tradicional francesa, aún con sus sutilezas y singularidades es un placer que
se desvanece.
4.
Precios. La ciudad más visitada del
orbe, quizá junto con New York y Barcelona. El top de los costos.
5.
Bebidas. Perrier antes que agua natural.
Vino antes que cerveza. Lo que sea antes que cualquier otra bebida. Por costos
y sabor.
6.
Gente. Simpática. Alegre. Sensual.
Atenta. Cálida. Chic.
7.
Eiffel y Sena. Descomunales.
Fantásticos. No son lo que parecen. Ninguna imagen les hace justicia. La
realidad es sólo su único margen y medida. Su entorno y sí mismos son la vida
parisina.
8.
Libros, arte y teatro. Bien y mal. Bien
por la multiplicidad de ofertas. Mal por las fechas, temporadas, costos y
abarrotamientos. Sus compradores de libros son excéntricos y hordas. Galerías por
doquier, quizá comparable a los bares-restaurantes de Madrid. Teatros, excelsos
y pulcros.
9.
Hotel. Me he molestado. Un café
americano 4 euros. Lo peor, sólo había internet en la recepción; me dejaron en
la ignominia, desconectado.
10. Tiempo:
Nunca es suficiente. Lo ideal, hacerse de un departamento para vivirlo ahí, lo
más posible.
¡Advertencia!
Léanse estas líneas siempre con las
mayores reservas.
[París, mayo de 2012]
jueves, 25 de abril de 2013
Asedios a la biblioteca
«Toda víctima exige lealtad»
Graham Green en The
Heart of the Matter
Viernes 12 de
abril. Le he enviado un inbox a Janea. Digo que quiero escribir para La Gualdra con el pretexto del día del
libro, que por cierto lo celebramos en México el 23 de este mes. Le he
propuesto dos temas. El primero, de bibliófilos y bibliómanos. El segundo, del
«síndrome del padre Fisher». La idea era simple. Escribir sobre el camino del
amor por los libros que puede llevar a la afección por ellos o del hombre que
inició la infame tradición en el país de devastar bibliotecas y colecciones
públicas y privadas para venderlas, casi siempre a cualquier postor.
Referenciar, de paso, al bibliólatra o al bibliocasta del Auto de fe de Elías Caneti o de El
nombre de la rosa de Umberto Eco. Conectar al traficante con una moda que
inició en Europa desde tiempos que la historia se confunde con el mito. Apuntar
que siempre hubo alguien que dispuesto a comprar-vender estantes o ejemplares
únicos sin considerar los pecados en que cae.
El mismo día Janea ha respondido: “Los 2 temas me laten, elige tú...”.
¿Me habrá dado por mi lado?
Miércoles 17. He vuelto a escribirle. En
cierto tono urgente digo que cambié de planes. Los atentados en Boston hicieron
que virara. Una de tres explosiones se dio en la Biblioteca y museo presidencial «John F. Kennedy»; nadie en los medios
le da mérito, hasta los que investigan dicen que «se trató de un hecho
aislado». No proporcionan más información.
Su respuesta
fue imperativa: «De acuerdo, sólo te pido que no me lo mandes por aquí. Mejor
al correo de La Gualdra. Saludos y
muchas gracias».
\\
Desde que en el 642
de n.E. el califa Omar I por orden del general Amr ibn al-As mandó incendiar la
Biblioteca de Alejandría, bajo el pretexto del libro total, el hostigamiento no
se ha interrumpido. La historia, que es una forma literaria más, tiene la
barriga hinchada de tragar asados de relatos que dicen de edificios derruidos
porque ahí se leía un libro prohibido, de persecuciones de pueblos que leen
aquello desconocido, de bombardeos certeros a edificios donde no había alma
alguna salvo libros, de religiosos fanáticos que desollaron estantes completos,
de seres impíos que entre guerras saquearon bibliotecas para venderlas luego,
muchas veces fuera de su país.
Todo libro,
toda biblioteca, todo lector, es un sobreviviente. Sobreviviente por la
simpleza en el acto de permanecer en los estantes, de continuar alzada a pesar
de las políticas, de la lectura. Dice Steiner que los «[…] que queman libros,
los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder
indeterminado de los libros es incalculable».[1] Los que
ponen bombas en las bibliotecas también saben lo que hacen, apuñalando a la más
pura de las actividades humanas.
En una cruzada
que se hace infinita los libros, las bibliotecas, los lectores, sobreviven al
asedio. El alivio de ese libro que llega a nuestros ojos se siente en su aroma,
pues «[…] cada uno de mis libros [dice Manguel] contienen el relato de su
supervivencia. Cada uno de ellos ha escapado al fuego, al agua, al paso del
tiempo, a los lectores descuidados y a la mano del censor para contarme su
historia».[2]
Las bomba
que detonó en la Biblioteca de Boston nos recuerda que hay asesinos
despiadados, que raptan, torturan, desmiembran, el espíritu humano. El mensaje
enviado es claro: nada está a salvo, nada en absoluto tiene amparo. Están
dispuestos a asestar los más brutales de los actos. Han posteado en nuestros
muros; el asedio total.
Abrigo la
irrealizable esperanza de que toda traición, toda fechoría, toda maldad
encontrará sus verdaderas consecuencias. Mientras tanto, veo un intento más por
desbastar el universo borgeano, un universo que para los cabalistas consistía
no en lo que leemos sino en la posibilidad de que lo leamos. Asediada la
Biblioteca, celebremos nuestros libros que miran estupefactos pero aliviados
los noticieros.
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