jueves, 25 de abril de 2013

Asedios a la biblioteca








«Toda víctima exige lealtad»
Graham Green en The Heart of the Matter


Viernes 12 de abril. Le he enviado un inbox a Janea. Digo que quiero escribir para La Gualdra con el pretexto del día del libro, que por cierto lo celebramos en México el 23 de este mes. Le he propuesto dos temas. El primero, de bibliófilos y bibliómanos. El segundo, del «síndrome del padre Fisher». La idea era simple. Escribir sobre el camino del amor por los libros que puede llevar a la afección por ellos o del hombre que inició la infame tradición en el país de devastar bibliotecas y colecciones públicas y privadas para venderlas, casi siempre a cualquier postor. Referenciar, de paso, al bibliólatra o al bibliocasta del Auto de fe de Elías Caneti o de El nombre de la rosa de Umberto Eco. Conectar al traficante con una moda que inició en Europa desde tiempos que la historia se confunde con el mito. Apuntar que siempre hubo alguien que dispuesto a comprar-vender estantes o ejemplares únicos sin considerar los pecados en que cae.
     El mismo día Janea ha respondido: “Los 2 temas me laten, elige tú...”.
     ¿Me habrá dado por mi lado?
     Miércoles 17. He vuelto a escribirle. En cierto tono urgente digo que cambié de planes. Los atentados en Boston hicieron que virara. Una de tres explosiones se dio en la Biblioteca y museo presidencial «John F. Kennedy»; nadie en los medios le da mérito, hasta los que investigan dicen que «se trató de un hecho aislado». No proporcionan más información.
     Su respuesta fue imperativa: «De acuerdo, sólo te pido que no me lo mandes por aquí. Mejor al correo de La Gualdra. Saludos y muchas gracias».

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Desde que en el 642 de n.E. el califa Omar I por orden del general Amr ibn al-As mandó incendiar la Biblioteca de Alejandría, bajo el pretexto del libro total, el hostigamiento no se ha interrumpido. La historia, que es una forma literaria más, tiene la barriga hinchada de tragar asados de relatos que dicen de edificios derruidos porque ahí se leía un libro prohibido, de persecuciones de pueblos que leen aquello desconocido, de bombardeos certeros a edificios donde no había alma alguna salvo libros, de religiosos fanáticos que desollaron estantes completos, de seres impíos que entre guerras saquearon bibliotecas para venderlas luego, muchas veces fuera de su país.
     Todo libro, toda biblioteca, todo lector, es un sobreviviente. Sobreviviente por la simpleza en el acto de permanecer en los estantes, de continuar alzada a pesar de las políticas, de la lectura. Dice Steiner que los «[…] que queman libros, los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los libros es incalculable».[1] Los que ponen bombas en las bibliotecas también saben lo que hacen, apuñalando a la más pura de las actividades humanas.
     En una cruzada que se hace infinita los libros, las bibliotecas, los lectores, sobreviven al asedio. El alivio de ese libro que llega a nuestros ojos se siente en su aroma, pues «[…] cada uno de mis libros [dice Manguel] contienen el relato de su supervivencia. Cada uno de ellos ha escapado al fuego, al agua, al paso del tiempo, a los lectores descuidados y a la mano del censor para contarme su historia».[2]
     Las bomba que detonó en la Biblioteca de Boston nos recuerda que hay asesinos despiadados, que raptan, torturan, desmiembran, el espíritu humano. El mensaje enviado es claro: nada está a salvo, nada en absoluto tiene amparo. Están dispuestos a asestar los más brutales de los actos. Han posteado en nuestros muros; el asedio total.
     Abrigo la irrealizable esperanza de que toda traición, toda fechoría, toda maldad encontrará sus verdaderas consecuencias. Mientras tanto, veo un intento más por desbastar el universo borgeano, un universo que para los cabalistas consistía no en lo que leemos sino en la posibilidad de que lo leamos. Asediada la Biblioteca, celebremos nuestros libros que miran estupefactos pero aliviados los noticieros.


[1]      George Steiner, «Los que queman los libros…» en Los logócratas, traducción de María Condor, México-Madrod, FCE y Siruela, 2007, p.59.
[2]     Alberto Manguel, «XI La biblioteca como supervivencia» en La biblioteca de noche, traducción de Carmen Criado, Madrid, Alianza Literaria, 2007, p.311.

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