jueves, 2 de junio de 2016

Querido diario, se va Alí; se va pelando

Está por irse de este mundo
Muhammad Ali (Kentucky, Usa; 1942), antes Cassius Marcellus Clay, Jr. Los noticieros deportivos advierten que fue hospitalizado por complicaciones respiratorias y que ahora se encuentra estable bajo sedación. El rey del box esquiva con esa elegancia que sólo me ha sido posible ver en videos y documentales, los ganchos, los golpes bajos y los jab’s, que la muerte pretende asestarle. «The greatest of all time» se escurre una y otra vez, mientras la vida, con desesperación bajo el ring, deshace la garganta con gritos de aliento, de manejo de pelea, recordándole que todo está en su mágico manejo de pies. Sé de cuatro películas que recuentan episodios o totalmente su vida: «Thesuper fight» (1970), «The greatest» (1977), «Freedom Road» (1979) y «Alí» (2001).
… En casa teníamos dos pares de guantes, eran rojos y pesaban. Mi padre, cuando la Banda le daba tiempo, nos enseñaba algunos trucos de defensa, de movimiento y de ataque; luego nos ponía uno contra otro, o uno a esquivar lo que el otro enviaba. Obvio, lo deben intuir, de mis hermanos siempre fui el menos ágil y diestro para esas cosas de la vida e invariablemente terminaba en el piso sin saber cómo había llegado ahí, mientras uno de ellos brincaba con los brazos en alto y mi padre y otro hermano reían, reían a carcajadas. Al día de hoy no sé cómo, pero siempre caía, siempre, aun cuando fuera el más grande y ellos pequeños y flacuchos. A veces, por las tardes, cuando la buena suerte del viejo le guiñaba el ojo, encontrábamos alguna de las películas antes citadas o íbamos al videoclub a rentar una u otra. Aunque ya hubiésemos visto la cinta dos o tres veces, el viejo quería que las memorizáramos «para que aprendiéramos». Lo que se me quedó, fue la agilidad de pies. Es más, hará un par de años atrás, todavía, mientras un viejo conocido se liaba a golpes fuera de una conocida cantina, yo, antes de tirar el segundo guantazo –diría mi abuela- ya estaba en la esquina de abajo pidiendo taxi a casa.
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Ya se va. Dos cosas. Una, entra a la página de Alí, está con madres. Dos, qué mejor imagen que ver a dos dioses frente a frente, es como ver a Cervantes y Shakespeare. Toda comparación vale.

miércoles, 1 de junio de 2016

Querido diario, Velarde para la radio

En casa la lección es López Velarde

Este artículo ha sido publicado en el suplemento cultural La Gualdra

Cuando pienso en Ramón López Velarde (Jerez, Zacatecas; 1888 a 1921) siempre se atraviesan dos imágenes y una lección. La primera, son algunos versos. La segunda, su propio retrato. La lección, la poesía y el trabajo literario, ejercido sobre y a pesar de todo. Por ejemplo, de los versos invariablemente llega un fragmento de «Para el zenzontle impávido»:

He vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como vena de agua que solloza, me acoge…
Es el músico célibe, es el solista dócil
y experto, es el zenzontle que mece los cansancios
seniles y la incauta ilusión con que sueñan
las damitas…

De su retrato tengo las infinitas posibilidades iconográficas. Si bien, los zacatecanos y sus lectores le reconocen a la primera, su figurilla no lo es tan así en otros orbes. ¿Cuál es el rostro del «padre soltero de la poesía mexicana», como le llamara Hugo Gutiérrez Vega (Guadalajara, Jalisco; 1934 a 2015)? Hemos leído que le gustaba vestir de impecable e invariable negro, fino negro; que en momentos de festejo parecía llevar la levita del cura de pueblo; que su rostro era alargado de impecable peinado y tenue bigotillo, como el de los chicos preparatorianos que apenas peinan pelos, y que ahora descansa en una banquilla dorada en Plaza de Armas. Más que el retrato de Velarde, estamos frente al ícono, la efigie del escritor mexicano.
         De la lección esta la impecable postura del ser y la violencia, ante la violencia. Ese que fuera con sombrero de bombín y que vemos sentado recordando un verso o las predicciones fatídicas de la gitana, nos aleccionó. Mientras cañones y balas retumbaban y pasaban rozando, el poeta continúo con su escritura; puro e incorrupto, su respuesta ante la violencia fue la enmascarada del deseo y la perpetuidad de la memoria; el juego del símbolo y del recado, aunque luego los propios revolucionarios le haya jugado traición. ¡Oh, caballero que has escrito «La derrota de la palabra», dinos una última amonestación!


La palabra, que en la niñez del mundo se plegó tan mansamente a traducir la vibración de los hijos de Adán, parece haber imitado el empleo de esas señoritas que, sumisas y blandas en el noviazgo, después de firmadas las actas se camban en epidemia o en ley marcial. No hay quien no conozca a más de algún marido golpeado. Y si la palabra es la mujer del literato, yo os aseguro que a casi todos nuestros literatos los golpean sus mujeres.

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La imagen lleva por título The table
es de Margaret Green (Inglésa; 1925 a 2003)

De las Presentaciones de libros

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