En casa la lección es López Velarde
Este artículo ha sido publicado en el suplemento cultural La Gualdra
Cuando pienso en
Ramón López Velarde (Jerez, Zacatecas; 1888 a 1921) siempre se atraviesan dos imágenes y una lección. La
primera, son algunos versos. La segunda, su propio retrato. La lección, la
poesía y el trabajo literario, ejercido sobre y a pesar de todo. Por ejemplo,
de los versos invariablemente llega un fragmento de «Para el zenzontle
impávido»:
He
vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como
vena de agua que solloza, me acoge…
Es
el músico célibe, es el solista dócil
y
experto, es el zenzontle que mece los cansancios
seniles
y la incauta ilusión con que sueñan
las
damitas…
De
su retrato tengo las infinitas posibilidades iconográficas. Si bien, los
zacatecanos y sus lectores le reconocen a la primera, su figurilla no lo es tan
así en otros orbes. ¿Cuál es el rostro del «padre soltero de la
poesía mexicana», como le llamara Hugo Gutiérrez Vega (Guadalajara, Jalisco; 1934 a 2015)? Hemos leído que le
gustaba vestir de impecable e invariable negro, fino negro; que en momentos de
festejo parecía llevar la levita del cura de pueblo; que su rostro era alargado
de impecable peinado y tenue bigotillo, como el de los chicos preparatorianos
que apenas peinan pelos, y que ahora descansa en una banquilla dorada en Plaza de Armas. Más que el retrato de Velarde, estamos frente al ícono, la efigie del
escritor mexicano.
De la lección esta la impecable postura
del ser y la violencia, ante la violencia. Ese que fuera con sombrero de bombín
y que vemos sentado recordando un verso o las predicciones fatídicas de la
gitana, nos aleccionó. Mientras cañones y balas retumbaban y pasaban rozando,
el poeta continúo con su escritura; puro e incorrupto, su respuesta ante la
violencia fue la enmascarada del deseo y la perpetuidad de la memoria; el juego
del símbolo y del recado, aunque luego los propios revolucionarios le haya
jugado traición. ¡Oh, caballero que has escrito «La derrota de la palabra»,
dinos una última amonestación!
La
palabra, que en la niñez del mundo se plegó tan mansamente a traducir la
vibración de los hijos de Adán, parece haber imitado el empleo de esas
señoritas que, sumisas y blandas en el noviazgo, después de firmadas las actas
se camban en epidemia o en ley marcial. No hay quien no conozca a más de algún
marido golpeado. Y si la palabra es la mujer del literato, yo os aseguro que a
casi todos nuestros literatos los golpean sus mujeres.
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La imagen lleva por título The table,
es de Margaret Green (Inglésa; 1925 a 2003)
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