miércoles, 1 de junio de 2016

Querido diario, Velarde para la radio

En casa la lección es López Velarde

Este artículo ha sido publicado en el suplemento cultural La Gualdra

Cuando pienso en Ramón López Velarde (Jerez, Zacatecas; 1888 a 1921) siempre se atraviesan dos imágenes y una lección. La primera, son algunos versos. La segunda, su propio retrato. La lección, la poesía y el trabajo literario, ejercido sobre y a pesar de todo. Por ejemplo, de los versos invariablemente llega un fragmento de «Para el zenzontle impávido»:

He vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como vena de agua que solloza, me acoge…
Es el músico célibe, es el solista dócil
y experto, es el zenzontle que mece los cansancios
seniles y la incauta ilusión con que sueñan
las damitas…

De su retrato tengo las infinitas posibilidades iconográficas. Si bien, los zacatecanos y sus lectores le reconocen a la primera, su figurilla no lo es tan así en otros orbes. ¿Cuál es el rostro del «padre soltero de la poesía mexicana», como le llamara Hugo Gutiérrez Vega (Guadalajara, Jalisco; 1934 a 2015)? Hemos leído que le gustaba vestir de impecable e invariable negro, fino negro; que en momentos de festejo parecía llevar la levita del cura de pueblo; que su rostro era alargado de impecable peinado y tenue bigotillo, como el de los chicos preparatorianos que apenas peinan pelos, y que ahora descansa en una banquilla dorada en Plaza de Armas. Más que el retrato de Velarde, estamos frente al ícono, la efigie del escritor mexicano.
         De la lección esta la impecable postura del ser y la violencia, ante la violencia. Ese que fuera con sombrero de bombín y que vemos sentado recordando un verso o las predicciones fatídicas de la gitana, nos aleccionó. Mientras cañones y balas retumbaban y pasaban rozando, el poeta continúo con su escritura; puro e incorrupto, su respuesta ante la violencia fue la enmascarada del deseo y la perpetuidad de la memoria; el juego del símbolo y del recado, aunque luego los propios revolucionarios le haya jugado traición. ¡Oh, caballero que has escrito «La derrota de la palabra», dinos una última amonestación!


La palabra, que en la niñez del mundo se plegó tan mansamente a traducir la vibración de los hijos de Adán, parece haber imitado el empleo de esas señoritas que, sumisas y blandas en el noviazgo, después de firmadas las actas se camban en epidemia o en ley marcial. No hay quien no conozca a más de algún marido golpeado. Y si la palabra es la mujer del literato, yo os aseguro que a casi todos nuestros literatos los golpean sus mujeres.

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La imagen lleva por título The table
es de Margaret Green (Inglésa; 1925 a 2003)

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