miércoles, 16 de noviembre de 2016

No es el «edén suvertido» lópez-velardeano

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Algunos acentos en Tenamaztle, 

la piedra de fuego de Alberto Ortiz


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Edgar A. G. Encina
  
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En la iglesia de Tororiu aún se conserva una placa que anota 1537 como el año en que murió y fue sepultada la princesa Xipaguazín Moctezuma. La plancha va firmada por los «Caballeros de la Orden de la Corona Azteca de Francia» y su hijo, tema que para los interesados en fraternidades, conspiraciones y círculos de poder, no tiene desperdicio. Xipaguazín, hija de número entre los diecinueve que procreó Moctezuma Xocoyotzin con distintas mujeres, llegó hasta la masía de Toloriu «a on les bruises hi fan el niu»[1] siendo la mujer de Juan de Grau y Ribó, con el que procreo a Juan Pedro de Grau y Moctezuma, barón de Toloriu y emperador legítimo de México; síntesis ejemplar del mestizaje. La presencia y el deceso de la princesa en ese lugar de la Cerdeña catalana que hace frontera con la cruda Francia, Casa Vima donde no viven más de veinte personas, a la fecha es imán de cazadores de tesoros conducidos por la leyenda del caudal de Moctezuma.
No es difícil imaginar la vida que llevaba la pobre princesa mexicana en aquel pueblo medieval de piedra, pegado a los Pirineos, con un clima de perros y un ambientillo que nada tenía que ver con la vida templada, colorida, sabrosa y llena de bullicio que llevaba en la corte azteca, cuando todavía era Xipaguazin y no María; no hay registro de los esfuerzos que debe de haber hecho para adaptarse a su nueva realidad de baronesa catalana, pero se sabe que su hermano, pasado el primer invierno, regresó a México y que su séquito, una docena de indios tristísimos, trashumaban los domingos por la única calle que tiene Toloriu, rumiando conceptos depresivos y soltando de cuando en cuando un espeso lagrimón.[2]

Próximos a los 400 años del deceso de Xipaguazín Moctezuma o María Moctezuma –según-, en los comienzos de la Guerra Civil española, su tumba fue destruida y saqueada, dejando apenas la placa con que inicio este relato.
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No así, Tenamaztle murió sin masía, sin séquito lloricón, sin leyenda de tesoro. Tenamaztle cayó y ya; el punto final fue puesto en Iberia y en Tierra Adentro cambió a puntos suspensivos. «No murió, [anota el Cronista de Zacatecas] como se decía, en un convento dominico de Valladolid: murió en [1556, en] una posada acompañado de unos criados. Donde fue inhumado sigue siendo un enigma».[3] Tenamaztle, la piedra de fuego es la recreación del mito, apropiado desde el idílico personal. Novela corta de no más de 162 páginas, fue redactada desde el escritorio del académico conocedor del periodo e interesado en narrar la historia con tildes literarias. A la historia de Tenamaztle, lo sabíamos o lo entreveíamos, no la pintó el oro de la exuberancia; en todo sentido, la trazó el duro carbón del lápiz, del sol que pica cuando calienta.
             Imagino a Alberto Ortiz en su estudio, acomodando el material, releyendo una u otra investigación, anotando en la libreta donde ha trazado los mapas histórico-personales de su personaje. Lo imagino, viendo el reparto total por las geografías de su escritorio y detenido. Sabe que las fechas son importantes, está al corriente de que las conjeturas son fundamentales; domina los entresijos teóricos, los laberintos filosóficos, las disputas ideológicas, las vanidades religiosas y quién sabe qué tanto más del periodo. Sin embargo, no atina; duda. Los acentos suelen ser trascendentales y ahí, «sitiado en la epidermis»,[4] apuesta fuerte. Se renueva. Se decide por el relato literario, por los aspectos profundamente humanos y privativos, por los matices que pertenecen sólo al individuo particular y que es posible conocerlos o desentrañarlos o sentirlos únicamente desde ahí. Renovado, decidido; corren los dedos sobre el teclado del ordenador y cuando se enfrenta a complicaciones como el voceo o la redacción del castellano antiguo, renueva su apuesta por la anécdota intensa o por el detalle lúdico o por la acentuación veraz; por la literatura como el lente que mejor nos acerca a los tiempos y a los espíritus.
             A la historia de Tenamaztle, del héroe del mixtón «[…]el señor de Xalisco, oriundo de Nochistlán, líder de los caxcanes y jefe de la rebelión que conmovió los cimientos del plan de conquista del nuevo mundo[…]»,[5] la que fue pintada con carboncillos, Ortiz le agrega sombras y luces. Pongo sólo un ejemplo:
Los visitantes lo observan e intercambian cuchicheos. Ante sí tienen a un príncipe de las Indias, lo saben, el rumor ha corrido […] No atinan qué decir, esperaban ver a un sujeto ataviado con narigueras, orejeras y pectorales de oro, penacho y rico manto de algodón; en lugar de eso, alcanzan a distinguir en la penumbra los huesos de un hombre desaliñado, disminuido ostensiblemente, pequeño, engarruñado, casi cadavérico. Tal vez lo único que permite adivinar su origen sea el tocado, que a duras penas conserva estilizando su cabellera, y el rostro firme, digno, en lucha contra la desgracia y la prisión, un gesto que sus visitantes no distinguen por entero; pasado un rato, lo verán a plenitud, bajo el sol tropical, pero tampoco lo comprenderán.[6]

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Casi veinte años separan el deceso de Xipaguazín con el de Tenamaztle. No, no se encontraron. Los pasos que hallaron o que descubrieron sus destinos fueron polos distantes en la Península y, quizá, ese penetrante desconsuelo que aviva opacamente su biografía, poco les invitó a errar reinos que no les fueron propios; nunca más tan lejanos. A Tenamaztle, la piedra de fuego, Ortiz le envuelve la ficción con veracidad; concentra el relato histórico con el relato literario –como ya he anotado- y encuentra su validez en la buena escritura, en la bien trazada narrativa, en la acertada motivación en que los distintos narradores concurren. Estamos frente a las páginas, ¡qué breve puede ser la anécdota de nuestras vidas!, [estamos frente a las trágicas páginas] biográficas o no -según la vista que lea-, que ponen el acento en las luchas y en las soledades.
             En Tenamaztle…, también para Xipaguazín, el terruño tiene el signo idílico. No es el «edén suvertido» lópez-velardeano al que «Mejor será no regresar», porque es ahí donde «[…] el hijo pródigo | al volver a su umbral | en un anochecer de maleficio, | a la luz de petróleo de una mecha | su esperanza [encontrará] desecha […, en ] una íntima tristeza reaccionaria».[7] Por el contrario, las alusiones no están perdidas;[8] son claras y subrayadas. Aunque la tristeza reaccionaria continuara íntima, desde el primer párrafo hasta el último, la novela que hoy nos convoca escribe en la centella desolada, con un fulgor punzante, que atiende a la profunda lección de estar fuera y nunca volver, aún siendo héroe fantasmal.
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(Leído en la presentación: del libro: jueves, octubre 6-’16 | Salón de Recepciones, Palacio de Gobierno-Centro Cultural)



[1]      Toloriu, «donde las brujas hacen el nido».
[2]     Jordi Soler, «El secreto catalán de Moctezuma» en El País, 13 de abril de 2008.
[3]     Manuel González Ramírez, «Prólogo» en Tenamaztle, la piedra de fuego, Zacatecas, Texere, 2016, p. 9.
[4]     Cfr. José Gorostiza, Muerte sin fin, México, Conaculta-Jp, 2009, p. 15.
[5]     Op. Cit., Tenamaztle, la piedra de fuego, p. 169.
[6]     Op. Cit., Tenamaztle, la piedra de fuego, p. 27.
[7]     Ramón López Velarde, «El retorno maléfico» en Zozobra, en Obras, México, Fce-Biblioteca Americana, 1979, pp. 154 a 55.
[8]     Cfr. Juan Villoro, Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde, México, El Colegio Nacional, 2014, 83pp.

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