James Nares, I don’t know karate, 2005.
La firma
Problemas de escritura
Edgar
A. G. Encina
Una versión de este artículo fue publicado en la revista QuehacerUAZ
Conocí
la obra de James Nares (Inglaterra,
1953)
a finales de 2022 durante una caminata decembrina. Habían pasado un par de
meses de su exitosa instalación All I Know celebrada en la sede inglesa
de la galería Kasmin. Su nombre se había revitalizado. Conocía por fotografías algunos
de sus trabajos resguardados en colecciones públicas en museos y casas de arte,
y verle en la realidad superó infinitamente las sensaciones. Reconoce la crítica
el trabajo del inglés por el nivel de textura logrado, pues al elaborar él
mismo sus pinceles alcanza mayor control de/en los trazos para dar con el
relato deseado. Esto puede verse en cualquier imagen que encontramos en la web,
pero como en toda manifestación artística la comunicación queda fraccionada. Es
la traición del mensajero.
Olas
espumosas, hierros retorcidos, retazos de tela que arrejuntan; no es posible
saber estiran o aprisionan. Los dobleces, las ondulantes formas que hacen que
la línea no se rompa, son al mismo tiempo sutiles y briosos; un secreto dilatado
y desentraño, como una paradoja. Acordeón. He leído que la técnica de Nares se
inspira en la caligrafía japonesa y que cada obra es creada en un solo momento,
de golpe, justo como ahora hacemos al respirar, y pienso en lo tremendamente
complicado que es llevarlo a la escritura. José Juan Tablada (CdMx, 1871-1945), el nombrado
padre del haiku hispanoamericano, al respecto se miraba en un reflejo quebrado.
Uno de sus poemas que más me ha atraído, «Hombre, árbol», esta escrito con la
misma técnica:
Hombre, árbol
superior,
tus brazos, las
ramas
tus pies, las
raíces
tu rostro, la flor.
Imaginemos
a Tablada convertido en pintor, con el lápiz ha ido brincando sin despegar la
punta de la hoja. Son pasos lentos, pesados, ancianos. En cada escalada, cuando
debe pasar a la otra palabra o bajar a la siguiente línea adelgaza sin soltar. El
fogoso rio se convierte en invisible hilo. Recuerdo que durante mi infancia
sentía especial atracción por ver a los adultos firmar. Padres, abuelos,
profesoras; sin importar andaba el mundo con una hojilla, la servilleta o retazo
de periódico, pidiéndoles el autógrafo como un fan exaltado. En realidad, me
importaban menos las palabras que los trazos. Aquellos que ponían su nombre con
letra de molde, hilada, la que inspiró la cursiva de nuestros ordenadores, eran
los que me conquistaban. Fijaba la vista en la mano, en los dedos, en la pluma,
en la tinta corriendo sobre el papel. Encantamiento. La onda que llevaba de una
letra a la otra me traía la sensación de corredura, como si viera olas
levantarse o aves cayendo, nubes encimadas o aullidos que forman avenidas con
los otros aullidos.
Paul
Cladel, al disertar sobre «La filosofía del libro», ubica el tema de la siguiente
manera: «Toda escritura comienza por el trazo de una línea que, unida en su
continuidad, es el signo puro del individuo. O bien la línea es horizontal, como
toda cosa que en el solo paralelismo a su principio encuentra una razón de ser
suficiente: o bien vertical, como el árbol y el hombre, e indica el acto y enuncia
la afirmación; o bien oblicua, y marca el movimiento y el sentido». Pienso
de vuelta en lo que me produjeron los trazos y el camino de la brocha de James
Nares, que es como el acercamiento personalísimo a la firma, a la desusada
escritura a mano que se sigue en paralelo, vertical u ondulada y si mi rúbrica tiene
eso de acuoso, hilado como tejedora, y potente de lo que me fluye.