Mapear lecturas
sobre
geografías, cartografías, tierras y lugares imaginarios
Edgar A. G. Encina
Una versión de este
artículo ha sido publicada en la revista
Cuando
niño tuve dos lugares favoritos. Uno era el taller del tío Tomás. Otro una
especie de bodeguilla en casa del abuelo Juan Pablo. Ambos se situaban en
segundos o terceros pisos y para llegar debía sortear las miradas inquisidoras
de los adultos que, quién sabe por qué, no permitían la presencia infantil en
esos lugares. El taller del tío era eso, un lugar donde él trabajaba en las
tardes con madera, vidrio, pegamento y una radio que tocaba danzones o narraba
algún deporte. La bodeguilla del abuelo servía como memorial poque allí se
reunían trajes, uniformes, afiches y libros que en poco tiempo descubrí tenían
todos historia particular. Eran lugares de triques, polvorosos, reinados por
arañas e insectos, en los que sentía un especial resguardo. A veces gozaba más
estando allí que en la rebanada del pastel cumpleañero.
Recuerdo
escurrirme con lápiz, colores y hojas, y reaparecer horas más tarde para ser
reprendido por el adulto al frente. Eran regaños indoloros que soportaba como
buen soldado. Me escondía allí para dibujar mapas que nunca encontré. En un
momento esos sitios tuvieron tráfico. Primos y hermanos llegaron motivados por The
Goonies (Warner
Bros, 1985),
pero al cerciorarse que allí no se escondía el mapa del tesoro secreto de La
Bufa pronto se fueron con su club y balón a otro lado para no volver a
perturbar el sitio. El gusto por esos lugares donde podía trazar e iluminar
mapas para llegar a territorios soñados que guardaban secretos como árboles-perros,
piedras-parlantes o tónicos-espumeantes que me evitarían volver al hospital, por
ejemplo, eran lo que recreaba. Territorios, regiones de una mítica personal que
me desvelaban o no me dejan concentrar con las tablas de multiplicar.
Aún
guardo esa necesidad. Creo fehacientemente que toda lectura debe tener su mapa
propio y único y que debe ser escrito con lápices, colores, montañas, ríos y la
cruz del tesoro. Esta necesidad no me es única. La comparto con otros seres
que, descubro entre líneas, tuvieron una infancia también alimentada por la
fantasía y la literatura. Están, por ejemplo, The dictionary of imaginary
places de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi (Harvest Bok, 1999), Historias de las
tierras y los lugares legendarios de Umberto Eco (Lumen, 2013), Cartografías
imaginarias (siglos xvi-xviii) de
Roger Chartier (Ampersand,
2022) o Geografía
narrativa de una ciudad de Karla Ceceña (cultura-fonca,
2022). Estos
títulos y una decena más que guardo en el estudio me han proveído de cierta
tranquilidad no resuelta del todo. Con ellos descansa mi paz porque hay libros
y lugares fantásticos mapeados, pero continúo sintiendo agobio por los que no.
Por ejemplo, esta semana leo Sin justificar. Apuntes de un editor de
Tomás Granados (Trama
2019) y tengo
la contrariedad hormigueante porque entre sus páginas no se desdobla el mapa
del tesoro donde el autor marcó ríos, puentes y escaldas y yo, yo pienso en «El
tuerto» Willy y un barco pirata escondido aquí.
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