miércoles, 5 de abril de 2023

Literatura y electricidad: tropos literarios y futuros imaginarios

 

Ilustración de Francesco Bongiomi




Literatura y electricidad

Tropos literarios y futuros imaginarios

I/III

 

 

Edgar A. G. Encina

Una versión de este artículo ha sido publicada en la revista Memoria Universitaria

  

Benjamín acaparó la plática al sentarnos a la mesa en la cena del último jueves de los jueves de cena y desahogo. Lo noté tenso, nervioso, desde el inicio. Llegó energizado, con las pupilas igual a cuando uno se ha tomado tres o cinco tazas de café sin pasar del mediodía. Se le sentía movible, inquieto, irradiante de calor. Volteaba constantemente arriba, a la nada, con la evidente actitud de quien desespera por decir algo, pero el tópico de la discusión no llevaba a ello. Si no mal recuerdo, a su llegada nos poníamos al día con la terrible noticia de una conocida a la que recién le había sido diagnosticado cáncer de ovarios. Fue al sentarnos a la mesa, con el primer bocado de la ensalada que se abrió por completo; contó que venía de una reunión interesantísima en la que le presentaron los pormenores y beneficios de los paneles solares. «Son una maravilla», dijo, «basta una inversión de entrada que, al corto plazo, máximo tres años, se ven los rendimientos». No puedo decir que no sorprendió, sobre todo porque a él sólo le interesa hablar de moda, televisión, Twitter y las triquiñuelas en el trabajo que ha llevado a que el director de la oficina a comprarse auto nuevo o viajar a un lugar nevado.

Benjamín nunca da nombres cuando se trata de cotilleo, suelta el hilo y lo recoge con la sutileza de guardarse los apellidos, aunque a veces queda claro de quién habla. No es un hombre envidioso, a sus 43 años ha terminado de pagar la hipoteca, tiene un trabajo que no es el ideal pero no le frustra, recién ha celebrado los primeros cinco años de matrimonio con Eliseo, Riqui, el perrhijo al que castraron en navidad, ha dejado de ser el remolino que enloquecía a todos, y está a meses de ser su propio jefe en una empresa que ya ha arrancado donde ofertan viajes para «adultos de criterio», dice la publicidad. Es parsimonioso, cauto, medido, aunque no maquiavélico; prefiere escuchar, reír, comer y beber tequila con jugo de naranja y cereza. Una ocasión al no encontrar jugo, preparó con agua mineral, Tang, manzanas y mezcal «el mexicano volador», una bebida que exorcizaba todo espíritu a la velocidad del rayo. Esta ocasión fue otro, como he dicho, uno ansioso primero y luego exitado-hablador, casi dictatorial.

Ilustración de Saul Steinberg publicada en American Federation of Arts, 1954 

«Los paneles solares…, bla, bla, bla… Los paneles solares…, ble, bli, blo». No fui atento con su charla dominante, casi a gritos. Dejé de tomar atención cuando le pregunté si cambiaría del giro de los viajes exclusivos a la venta de esas cucarachas. «¡No! Pero es importante que sepan que…», me volvió a perder. Camino de vuelta a casa, en el auto preguntó mi pareja qué pensaba de los bichos estos que habían concentrado la mesa y fui sincero: «ni idea, cariño, tenía la cabeza metida en otra cosa», y concluimos en que ella se encargaría. Compró la idea y yo seguí buscando en los archivos mentales un papel con el que no podía dar. Tenía en la cabeza Electricidad de Ray Robinson (Sexto piso, 2008), porque en mucho se asemejó a la situación: relatos de hombres puestos en femenino, el uso de onomatopeyas sin consideración, anécdotas de enfermedades, dolores, acuso de violencias y despertares. Sin embargo, buscaba algo más.

Para alivio de mis trastornos conecté con la neurona adecuada dos días después, a media clase. Me detuve, apunté en la agenda y volví a las labores. Escribí: «Baby H.P.», Confabulario (Planeta, 1999). En el cubículo recuperé la lectura para entender porqué me había obsesionado con el recuerdo. En el cuento, Juan José Arreola narra la existencia de un aparatejo que se inserta en el cuerpo de los niños para crear electricidad. Este invento se ciñe al sistema óseo, tal parece de manera natural, sin molestias ni rechazo, para almacenar con el movimiento energía que después puede ser utilizada en la licuadora, la secadora o lo que se ofrezca. Era eso. Era que la obsesión por la energía y sobre todo por el ahorro y consumo de electricidad que había leído en un relato extraviado en la memoria. Pensé, luego, si la luz es preocupación sólo de adultos y si existía relación con lo místico, religioso y paradójico; solté el tema, porque no estoy para desgastar energía en laberintos y sinsentidos.






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