Remise
Luego del armagedón la última generación de seres humanos vivos luchó por preservar-perseverar lo que les era. Todo había sido destruido por las explosiones nucleares, además que se encontraban rodeados por abundantes mares venidos del descongelamiento de los polos. Con pocas herramientas y sin mucha imaginación para «hacércela», pensaron en volver a la tradición primigenia: re-hacer el fuego, anecdotar sobre las paredes de las cavernas, cobijar los sueños de los niños con cuentos, alegrar la existencia en cánticos. Nada más sólido –recrearon- que fundar la nueva civilización con los pretéritos instrumentos y reglas. Sin embargo, sucedió lo no contemplado; los niños que nacían ya no poseían las cualidades físicas e inteligibles necesarias: töricht. Calvos por entero, con la espalda curva, los brazos alargados, las piernas encogidas; prácticamente cuadrúpedos, deambulaban torpes entre pastizales olfateándose los rincones del cuerpo. Sin retener aprendizaje alguno, emitiendo sonidos chillantes desarticulados, se recostaban temerosos de la oscuridad nocturna igual que cualquier otra criatura; estultos hasta la ofensa, habían perdido toda cualidad pensante.
. Julio Verne, con el toque profético que caracterizó su prosa, recreo en una singular historia la idea del fin de la humanidad en un juego de/con el tiempo: el futuro vuelto al pasado. Un sarcasmo literario donde el último hombre era hermano siamés del primer hombre; donde el proceso evolutivo del lenguaje, del conocimiento, de las artes, de la cultura, de las sociedades, quedaba en el olvido y ese primer-último encarna la repulsa del homo omnimödus. En esencia, es el trazo que dejan las huellas al caminar sobre la arena del mar que terminan por encontrarse, al final del día, en el mismo punto donde esa caminata debió iniciar, al amanecer. Predispuesto en la ficción, el être humain deberá errar sobre el eterno círculo de sus propios trancos, la infancia recurrente sin tiempo por recordad, sin memoria que vigilar.
. Es imposible recordar quién declaró la guerra a quién, quién oprimió primero el botón rojo, quién olvidó el poder autodestructivo y, sucumbiendo a su ambición de/por el dominio, parió la destrucción total. Los pocos seres humanos que sobrevivieron a la masiva catástrofe optaron por reunirse formando pequeñas comunas, sociedades sin contacto ni comunicación de ningún tipo con otras por ahí regadas. El mundo se transformó en una estela de campos grisáceos, cielos negruzcos, aíres difíciles de respirar; con breves comunas de hombres y mujeres decrépitos dañados en lo físico y mental a causa de lo vivido, de lo visto. En su sano juicio optaron concisar los asuntos en no más de tres: tener un techo, llevar alimento a la boca, cubrirse del frío. Trataron la tierra con respeto asignándole propiedades mágicas; se vieron a sí mismos como reflejos en espejos hallando en los cielos pocas respuestas, muchas preguntas; concibieron en los cantos, en las breves historias, la más elemental de las formas de sentirse humanos, formas exotéricas, especiales, míticas.
. Y, a pesar de esa lucha, cada uno de los recién nacidos no contaba con herramienta inteligible alguna. La nueva raza había sido de-generada; la negación de su antecesora. Todo lo pasado no era lo mejor; una venganza sutil e irónica de la naturaleza. Fue la vuelta al inicio, el cierre del círculo trazado por la humanidad que llegaba a su final-principio. En ese lugar dieron cuenta de la fatalidad. Nada pasado fue posible. Sin papel no subsistía ni existiría manera de permanecer. Sin escritura no hubo forma de perpetuarse para los pasos evolutivos… El tiempo se reinicia, entonces.
. Julio Verne, con el toque profético que caracterizó su prosa, recreo en una singular historia la idea del fin de la humanidad en un juego de/con el tiempo: el futuro vuelto al pasado. Un sarcasmo literario donde el último hombre era hermano siamés del primer hombre; donde el proceso evolutivo del lenguaje, del conocimiento, de las artes, de la cultura, de las sociedades, quedaba en el olvido y ese primer-último encarna la repulsa del homo omnimödus. En esencia, es el trazo que dejan las huellas al caminar sobre la arena del mar que terminan por encontrarse, al final del día, en el mismo punto donde esa caminata debió iniciar, al amanecer. Predispuesto en la ficción, el être humain deberá errar sobre el eterno círculo de sus propios trancos, la infancia recurrente sin tiempo por recordad, sin memoria que vigilar.
. Es imposible recordar quién declaró la guerra a quién, quién oprimió primero el botón rojo, quién olvidó el poder autodestructivo y, sucumbiendo a su ambición de/por el dominio, parió la destrucción total. Los pocos seres humanos que sobrevivieron a la masiva catástrofe optaron por reunirse formando pequeñas comunas, sociedades sin contacto ni comunicación de ningún tipo con otras por ahí regadas. El mundo se transformó en una estela de campos grisáceos, cielos negruzcos, aíres difíciles de respirar; con breves comunas de hombres y mujeres decrépitos dañados en lo físico y mental a causa de lo vivido, de lo visto. En su sano juicio optaron concisar los asuntos en no más de tres: tener un techo, llevar alimento a la boca, cubrirse del frío. Trataron la tierra con respeto asignándole propiedades mágicas; se vieron a sí mismos como reflejos en espejos hallando en los cielos pocas respuestas, muchas preguntas; concibieron en los cantos, en las breves historias, la más elemental de las formas de sentirse humanos, formas exotéricas, especiales, míticas.
. Y, a pesar de esa lucha, cada uno de los recién nacidos no contaba con herramienta inteligible alguna. La nueva raza había sido de-generada; la negación de su antecesora. Todo lo pasado no era lo mejor; una venganza sutil e irónica de la naturaleza. Fue la vuelta al inicio, el cierre del círculo trazado por la humanidad que llegaba a su final-principio. En ese lugar dieron cuenta de la fatalidad. Nada pasado fue posible. Sin papel no subsistía ni existiría manera de permanecer. Sin escritura no hubo forma de perpetuarse para los pasos evolutivos… El tiempo se reinicia, entonces.
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