lunes, 3 de septiembre de 2012

[El martes 4 de septiembre, en el salón Macondo de la XII Feria Nacional del Libro Zacatecas 2012, junto con Nelsón Guzmán presenté Demonia de Bernardo Esquinca, el evento fue moderado por Mauricio Flores. Este es el texto que leí]


¡Hay nanita!


Edgar A. G. Encina


LDemonia[1] en una sesión interrumpida, de dos horas y media o tres. Sesión interrumpida porque inicié por ahí de las once de la mañana de un lunes y, por angas o mangas, tuve que dejarla al llegar el medio día; la continué por la tarde, cerca de las ocho de la noche y para cuando «Primer Plano», del Canal Once, comenzaba su transmisión ya perfilaba la última ojeada. Dejé «descansar la lectura». Volví a ella casi al final de aquella semana en una especie de chicotazo de conciencia. La ventana de la sala es de unos tres metros de largo por dos de alto. Se corta por el centro, similar a las que aparecen en el cine italiano donde una mujer de rasgos perfectos la abre, para afuera, dejando ver, además de unos sensuales brazos y aquel rostro tallado a la Da Vinci, unos bien y firmes torneados pechos. La ventana no estaba del todo limpia. Mostraba manchas amarrillas, rojizas y cafés por todos lados. Temeroso de que mi mujer, tan apasionada por el orden y la limpieza, lo notara fui por un trapo y con un atomizador la limpié. En cuestión de minutos no quedó huella. De pronto, ante la trasparecía, me calló el veinte. Había estado soñando con Demonia o su lectura me había hecho actuar mecánicamente. Ahora, atacaba a todo insecto volador y las huellas en la vidriera eran pruebas de ello. Por una semana había estado de cacería, inconsciente. Tenía miedo de que alguna mosca, al dormir, se metiera por mi garganta; que dentro, en la noche, se reprodujera por una infortunada e inexplicable acción malévola y al despertar, con la primera palabra pronunciada, apareciera un torrente de moscas que cubriera el techo como la más negra de las noches, para luego, en cuestión de segundos, se reagrupara y desapareciera por aquella ventana.[2]
El desgraciado de Esquinca se había metido en mis sueños. Pesadamente, anduvo en los archiveros con sus terapeutas, con sus andares por la ciudad que vive, con los incendios del campamento juvenil,[3] con una vieja tuerta –o no-, con sus fragmentos de nota roja y con un costal que asoma las cabezas de borrosos espectros tomados a la vuelta de las esquinas donde curiosea.[4] No digo que rompió la vajilla. Digo que fue a marcarle el dedo al cochambre y al hollín de la cocina, que utilizó el baño y no le bajó a la perilla, que uso mis camisas y las volvió a dejar sin mandarlas a la tintorería; creo que hasta ralloneó algunos libros pero eso no me consta, aún. Quizá  exagero. Tal vez sólo fisgoneo en el refrigerador y al no encontrar carne se fue para no volver. De lo que tengo certeza es que me mandó de cacería y creó suspicacias respecto de los diseñadores de muebles y susceptibilidades con los propietarios de libreros elaborados, no se diga si son ovalados y los libros llevan categóricas frases sin sentido.[5]
Luego, ya en otro plano de la realidad, debí pensar qué escribir para la presentación de la Demonia de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972). Vi diez posibilidades. La primera, hablar de la biografía del autor, su generación, la raza con la que parte-departe-comparte en Almadía. La segunda, conversar largo de mi iniciación en la literatura, que fue en relatos aún sin saber leer. La tercera, redactar a las maneras académicas, con un friego de referencias para sustentar el texto desde la tradición y la crítica. La cuarta, refritear la narración que más me haya gustado. La quinta, hablar del libro como objeto, desde la estética, la semántica y el paratexto. La sexta, buscar referencias y conectar con otras lecturas. La séptima, contar como el libro entero es una guía, sin Google map, por la ciudad de México. La octava, ponerle un lugar en el sitio de la literatura mexicana. La novena, agradecerle por los datos de las librerías de viejo. La décima, no hacer nada de lo anterior, salirme por la tangente con cualquier tema: que el 132, que el próximo sexenio, que las deudas en la tarjeta, que el desempleo… La decena de puntos, dicta el canon, enmarcadas con sinfónicas loas. Opté por más de un par.
Tendría unos cuatro o cinco años. Mi abuela nos daba de cenar todo el tiempo y, para que no nos dispersáramos jamás encendía la tv. En su lugar ponía la radio. Estaba oscureciendo. De pronto, muy apurado un tipo alega «¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad».[6] Abuela, repliqué, van a matar a ese señor. Calla, increpó. Lo van a matar. Cállate. Abuela. Que te calles. Fue un suplicio. Todo mundo sabe, lo presiente, que sí lo van a matar, pero se hace tan largo el camino que uno termina por «aflojarse en terracería» -dijo aquel candidato-. Es esa transmisión de sentimientos ahogados, de angustiantes espacios, de manecillas que no acaban por dar el segundo siguiente, lo que –pienso- tienen las amarillas páginas de Demonia. No lo van a matar, pero esperan a que Teresa haga algo hasta caerte de rodillas y comenzar a rezar.[7]
En el final de «El coco», cuento de Dino Buzzati, se lanza como abracadabra al estilo Harry Potter el siguiente fallo: «Galopa, huye, galopa, superviviente fantasía. Ávido por exterminarte, el mundo civilizado no ceja en su acoso, nunca jamás te dará tregua».[8] Demonia es un recordatorio de que esa misión será imposible. Siempre habrá historias; son el motor del mundo. Imaginaciones nacientes por el rabillo del ojo que descubre a la mujer chismosa haciendo señas desde la puerta de la casa.[9] La diferencia es que acá, Esquinca, encierra. Atrapa. La sentencia en «El coco» es de una libertad, aunque huyendo, siempre libertad. Acá, la narración del «Deuteronomio» encarcela: «”No puedes huir. Quemaré tus entrañas y continuaré la cosecha. Porque soy la Peste Encarnada. El contagio me alimenta”».[10] Ni para dónde hacerse.
Ya me he alargado más de la cuenta. Debo respetar el canon. Acataré el principio del que habla Ollé-Laprune, en México: visitar el sueño, cuando afirma que las presentaciones de libros en nuestro país son investidas por un rito donde en el ceremonial el autor aposentado en la silla central se ve rodeado por un séquito y venerado por los asistentes –similar a la corte del rey-. En este lugar, donde casi nadie lee, la investidura del escritor es respetada porque conoce-se-apropia de los secretos de la escritura con la que domina las tinieblas, con la que ha descubierto los métodos para descifrar los misterios que se complacen en el secreto y con la que interpreta el carácter ahogado-oculto que franquea todas las formas de relación. Se da por hecho que la escritura está reservada para los que saben apreciarla, para quienes comprenden que oculta un secreto y forman así una comunidad ligada por lo no dicho. Los otros, los excluidos, apartados del «placer del Verbo», no pueden sino experimentar una sensación de idolatría frente a la palabra escrita y una admiración teñida de celos ante las letras.[11]
Termino, aquí, temeroso de que el autor, supremo sacerdote en esta sociedad aquí reunida le dé por cercenar y clavar en estacas las cabezas de cuanto niño aparezca.




[La invitación, por «La Gualdra», al evento:

[El texto, abreviado, en «La Gualdra»,

            

           Notas:

[1]      Cfr.     Bernardo Esquinca, Demonia, México, Almadía, 2011, 161pp.
[2]     Op. Cit., «Moscas» en Demonia, pp. 9 a 19.
[3]     Op. Cit., «Demonia» en Demonia, pp. 109 a 157.
[4]     Op. Cit., «Samaná» en Demonia, pp. 21 a 34.
[5]     Op. Cit., «Samaná» en Demonia.
[6]     Cfr. Juan Rulfo, «¡Diles que no me maten!» en el Llano en Llamas, México, Editorial Planeta, 1987, pp. 175 a 182.
[7]     Op. Cit., «Demonia» en Demonia.
[8]     Cfr. Dino Buzzati, «El coco» en Narraciones Fantásticas. Antología, México, Alfaguara. 1997.
[9]     Cfr. «Los búhos no son lo que parecen» en Demonia, pp.95 a 108.
[10]    Cfr. «Deuteronomio» en Demonia, pp.83 a 91.
[11]     Cfr.     Philippe Ollé-Laprune, México: visitar el sueño, traducción de Mónica Mansour, México, FCE, colección Centzontle, 2011, 134pp.

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