«Toda víctima exige lealtad»
Graham Green en The
Heart of the Matter
Viernes 12 de
abril. Le he enviado un inbox a Janea. Digo que quiero escribir para La Gualdra con el pretexto del día del
libro, que por cierto lo celebramos en México el 23 de este mes. Le he
propuesto dos temas. El primero, de bibliófilos y bibliómanos. El segundo, del
«síndrome del padre Fisher». La idea era simple. Escribir sobre el camino del
amor por los libros que puede llevar a la afección por ellos o del hombre que
inició la infame tradición en el país de devastar bibliotecas y colecciones
públicas y privadas para venderlas, casi siempre a cualquier postor.
Referenciar, de paso, al bibliólatra o al bibliocasta del Auto de fe de Elías Caneti o de El
nombre de la rosa de Umberto Eco. Conectar al traficante con una moda que
inició en Europa desde tiempos que la historia se confunde con el mito. Apuntar
que siempre hubo alguien que dispuesto a comprar-vender estantes o ejemplares
únicos sin considerar los pecados en que cae.
El mismo día Janea ha respondido: “Los 2 temas me laten, elige tú...”.
¿Me habrá dado por mi lado?
Miércoles 17. He vuelto a escribirle. En
cierto tono urgente digo que cambié de planes. Los atentados en Boston hicieron
que virara. Una de tres explosiones se dio en la Biblioteca y museo presidencial «John F. Kennedy»; nadie en los medios
le da mérito, hasta los que investigan dicen que «se trató de un hecho
aislado». No proporcionan más información.
Su respuesta
fue imperativa: «De acuerdo, sólo te pido que no me lo mandes por aquí. Mejor
al correo de La Gualdra. Saludos y
muchas gracias».
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Desde que en el 642
de n.E. el califa Omar I por orden del general Amr ibn al-As mandó incendiar la
Biblioteca de Alejandría, bajo el pretexto del libro total, el hostigamiento no
se ha interrumpido. La historia, que es una forma literaria más, tiene la
barriga hinchada de tragar asados de relatos que dicen de edificios derruidos
porque ahí se leía un libro prohibido, de persecuciones de pueblos que leen
aquello desconocido, de bombardeos certeros a edificios donde no había alma
alguna salvo libros, de religiosos fanáticos que desollaron estantes completos,
de seres impíos que entre guerras saquearon bibliotecas para venderlas luego,
muchas veces fuera de su país.
Todo libro,
toda biblioteca, todo lector, es un sobreviviente. Sobreviviente por la
simpleza en el acto de permanecer en los estantes, de continuar alzada a pesar
de las políticas, de la lectura. Dice Steiner que los «[…] que queman libros,
los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder
indeterminado de los libros es incalculable».[1] Los que
ponen bombas en las bibliotecas también saben lo que hacen, apuñalando a la más
pura de las actividades humanas.
En una cruzada
que se hace infinita los libros, las bibliotecas, los lectores, sobreviven al
asedio. El alivio de ese libro que llega a nuestros ojos se siente en su aroma,
pues «[…] cada uno de mis libros [dice Manguel] contienen el relato de su
supervivencia. Cada uno de ellos ha escapado al fuego, al agua, al paso del
tiempo, a los lectores descuidados y a la mano del censor para contarme su
historia».[2]
Las bomba
que detonó en la Biblioteca de Boston nos recuerda que hay asesinos
despiadados, que raptan, torturan, desmiembran, el espíritu humano. El mensaje
enviado es claro: nada está a salvo, nada en absoluto tiene amparo. Están
dispuestos a asestar los más brutales de los actos. Han posteado en nuestros
muros; el asedio total.
Abrigo la
irrealizable esperanza de que toda traición, toda fechoría, toda maldad
encontrará sus verdaderas consecuencias. Mientras tanto, veo un intento más por
desbastar el universo borgeano, un universo que para los cabalistas consistía
no en lo que leemos sino en la posibilidad de que lo leamos. Asediada la
Biblioteca, celebremos nuestros libros que miran estupefactos pero aliviados
los noticieros.