Remington en casa
Santiago me ha
regalado la «Remington Noiseless Portable» junto con un hermoso tablero de
ajedrez. Lo ha hecho para celebrarme y porque su abuelo materno le ha motivado
a desprenderse cuando el cariño se le sale del corazón. Fuerte. Recio. Contundente.
«Toma tú la máquina –dijo- que yo llevo a tu coche el ajedrez». Autómata, le
seguí por la sala, el pasillo, el corredor de la calle y al auto. Noqueado, me
quedé sin palabra. El chico no pasa los doce años y ya ha superado una altura
sensible que adultos nunca alcanzarán. Su detalle. Las frases. Quizá pasó,
porque le conozco, días enteros pensando el escenario, lo que diría, lo que
haría; estoy seguro que planeo el cruce de las miradas y las respuestas a cada
una de mis acciones. De sobra sé que no se sorprendió por mi falta. De sobra sé
que tenía prescrito que iría a la lona o que alguna lagrima detuviera su asomo
o que diera un discurso de cada objeto o su acto. De sobra sé que él sabe. Quizá
pasen otros doce años para que vuelva a detallarme con ese sentido o quizá
cincuenta años o quizá a mi muerte o en mi memoria. No importa, aunque sí. Es
ya un gigante montado sobre un blanco espíritu del que los hombres nos bajamos
a fuerza del día a día, de la economía, de las labores, de arrojar las
ensoñaciones por un carácter que se quiebra de vez en cuando.
Santiago me ha regalado la «Remington Noiseless Portable» junto con un
hermoso tablero de ajedrez. Es la silenciosa máquina de escribir, que pesa poco
más de siete kilogramos, famosa en las décadas de los 30’s y 40’s del siglo
pasado por su portabilidad. Una página de internet que pone a la venta objetos
«typerwriter», la subasta, cuando su valor original fue de 92,50, en 595
dólares, poco más de siete mil pesos,* costo similar al del iPad o iPod o minilap, según se
prefiera. No pocos visitantes al departamento, sorprendidos, me han sugerido
rematarla por algo más moderno, más útil, menos pesado, ostentoso, viejo. Sonrío
socarronamente. Para qué explicarle a ese sordo el tono de aquella nota que
zumba y chilla, si su deseo es ver, ver su perfil en facebook. La vieja máquina
de escribir que a poco cumplirá cien años debió su fama, además de lo dicho, a
su silencioso artificio que permitía trabajar en espacios públicos. Por todos lados
he buscado la memoria gráfica de su utilización en Bibliotecas o estudios o
Librerías, pero no he dado con fotografía alguna. No así en la literatura, con
los guiños de T. S. Eliot (Misuri; 1888-1965), Archibald MacLeish (Glencoe; 1892-1982) o Edmund Wilson (Red Bank; 1895-1972).
Santiago me ha regalado la «Remington Noiseless Portable» junto con un
hermoso tablero de ajedrez. Y, a diferencia de Homero y Borges que la vista se
mes fue, me ha devuelta la mirada a un pasado, a un fragmento del pasado, del
que sólo yo puedo ver. Si lector. Si escribiente. Me ha vuelta al poder de
determinar, de valorar, de someter lo que está en frente. Me ha vuelto el
poder, como el poder le vuelve al lector cuando deshace al autor y se torna a su
vez en autor. Me ha vuelto el poder e inventada la lectura retomo la cima del
desmemoriado para encontrar mis propios precursores. La Remington me ha vuelto
a la inminencia de una revelación que no se produce y, aunque quizá no escriba
en ella ya lo hago.
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