De enfermedades, marcapáginas y melancolías
vida librera
Edgar A. G.
Encina
La
bibliofilia como enfermedad diagnosticada desde el siglo XIX atrae múltiples
achaques una vez adquirida. No es sólo la acumulación de libros. Ojalá fuera
tan simple. Generalmente se le acompaña de un par de manías más, acentuadas por
tonos diagnósticos imposibles de arraigar, pues habría que extirpar piel,
carne, músculos, venas, hueso. Por ejemplo, más allá de la tipología bibliófila
que puede ser coleccionar literatura negra, novela policiaca y poesía amatoria
escrita sólo en el siglo XVIII, al enfermo también le viene atesorar ejemplares
con ciertas formas de encuadernación o venerar los títulos provenientes de una
zona del mundo, un país, un taller o un tipógrafo. Otro ejemplo es que aquellos
que van por literatura erótica también escarban en los teóricos del tema y
luego, lo he visto, migran en conjunto a los afiches y posesiones de equis
autor, las películas de tal propósito o a la lectura de ciertos libros sólo en
determinado mes del año cuando la luna parece acrecentarse o tomar colores rojizos.
Insisto, que lo de la bibliofilia es más complejo y casi siempre cosa seria con
poco de danzón.
Para
dar certidumbre a la hipótesis pondré un ejemplo más o menos novedoso y a la
vez me desahogaré un poco.
La
semana terminé de leer la Breve historia del Marcapáginas de Massimo
Gatta, traducida por Amelia Pérez de Villar para Fórcola en 2020 y comencé a
elaborar una lista de donación. Motivado por dos eventos, acelero el proceso de
desprendimiento que imaginé más duro. El primero de esos incidentes es un
cambio de aires; deberé dejar el cubículo en Letras y aunque la nueva oficina
en Historia parece conciliar en medidas, me ha rondado la idea de dejar parte
de la bibliografía acumulada los últimos años. Lo hago por salud y en simbólica
retribución. El segundo, las afecciones; fue por allí de octubre del 2019 que
me leí un cuento decimonónico donde la historia traza similitudes en los libros
y las cucarachas. El texto demandaba, casi como regaño papal, que los libros
debían mantenerse a raya o se corría el peligro de infestación. Eran tiempos en
que asomábamos y escondíamos la nariz por las restricciones por la pandemia del
Sars-Cov-2 de la Covid-19 y los
libros acumulados amenazaban con salirse de los libreros, del estudio, a brotar
como borbotones por toda la casa. En pleno papel de cirujano fui a por el tumor;
en este momento me encuentro en cirugía, viendo por dónde y hasta dónde hacer
el corte. Sin dolor, va.
Confieso que no soy el cirujano más confiable, pues he cedido a Alina las disecciones finas. Es cuidadosa, milimétrica, detallista. Va libro a libro, fichando y anotando particularidades. Por ejemplo, escribe si el libro tiene exlibris, marcas de lectura, maltrato o humedad; si están forrados en plástico o papel o no; si fueron adquiridos nuevos, en librería de uso, mercadillo, sábana callejera o de mano en mano; si fui yo el primer lector o existen rastros de otros anteriores y va poniendo en carpetas plásticas cuanto papelillo salta y marcapáginas brota, no sin antes anotar la página. Confieso que eso jamás lo hubiera podido hacer. El sólo hecho de pensar en destilar los separadores que utilicé estos últimos 10 o 15 años e ir catalogando me pone ansioso y melancólico; no sé si salir corriendo o rascarme las palmas de las manos o chillar desconsoladamente por esos amigos a los que ahora abandono a mejor suerte. Si hay dolor, pero va.
La
Breve historia del marcapáginas en cuestión es un delicado impreso que
llegó vía conexión aérea. Tardó quince días en cruzar el Atlántico y llegar a
Tierra Adentro. Como una carta de amoríos, hice el pedido y quedé en espera de
respuesta y de llegada. El libro tiene rasgos excepcionales porque del tema
poco o nada hemos escrito en castellano y de este lado del mundo, y el autor,
Massimo Gatta (Nápoles,
1959),
es un desconocido que, en Italia, ha construido trayectoria impecable. Fórcola
tiene otra traducción de él: El desorden de los libros, editado apenas
el año pasado y que me lo he pedido para leer en enero. La vida me ha puesto la
Breve historia mientras veía como Alina sacaba de Noticias del
imperio un marcapáginas que mi madre me obsequió hace años. Se trata de un
ratoncito gris, tejido a mano en hilo de ceda, de larga cola. Su expresión de
azoro me ha perseguido las últimas noches, porque se ha quedado sin el ejemplar
que protegió desde la página 146; está medio desvalido. No le he querido informar
que ahora estará en un álbum fotográfico, porque sé que le va a encantar la
vista; desde allí dominará la escena casi total de la casa y nos saludaremos todas
las mañanas.