martes, 25 de abril de 2023

De autómatas, robots e inteligencias artificiales

 

JF Ptak Science Books Pots 1927


De autómatas, robots e inteligencias artificiales
notas para que el cuñao estocástico deje de parlotear

II/III

 

 Edgar A. G. Encina

Una versión de este documento fue publicada en la revista Memoria Universitaria

   

Es en el minuto 31 de The best offer que se produce la primera mención de Vaucanson. El filme, dirigido por Giuseppe Tomator en 2013, retrata la vida de Virgil Oldman, protagonizado por Geoffrey Rush, un experto crítico de arte y afamado subastador que es presa de un ardid en el que participaron media decena de individuos para robarle una invaluable colección de retratos femeninos. La historia de la cinta importa menos para las intenciones de estas líneas que la aparición del autómata, figura mecánica que funciona por engranajes y sistema de cuerdas, como lo hacen los viejos relojes. Esta figura o elemento, según se le quiera ver, se muestra a lo largo de la historia como un objeto de interés científico, artístico y económico.

Jacques Vaucanson, que vivió en la Francia del siglo xviii, construyó en 1737 El flautista, figura de un hombre en tamaño real que hacía tocar la flauta y el tambor, El tamborilero y El pato, que contenía aparato digestivo funcional. En la cinta refieren como «personaje» a su mayor creación el «androide» que le dio fama y fortuna, pues «movía la cabeza, se inclinaba y respondía» a preguntas que le hacía el público y pagaba por verle o escucharle contestar. Las escenas provocadas por esos seres mecanizados sin alma llevaron a interrogaciones y desconfianzas narradas en alucinantes crónicas por los diarios de la época. Es extraño y paradójico que no nos hayamos interesados por revisar filosófica e historiográficamente este tipo de eventos, sobre todo del siglo xix que produjo invenciones como la electricidad, el telégrafo, el automóvil, el linotipo, la cámara fotográfica…

El salto es temporal y conceptual es peligroso, será la ciencia ficción del siglo xx que ponga los puntos sobre las íes. Por ejemplo, Yo, robot de Isaac Asimov en 1950 seguido por ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick en 1968, se plantean la posibilidad de que estos seres no-humanos puedan marcar evoluciones de raciocinio con niveles de conciencia para interactuar con los sí-humanos. En México la bibliografía literaria de máquinas vivientes —si se me permite la expresión— es extensa, quizá las producciones más destacadas en tiempos recientes son: La era de los clones de Blanca Martínez (Ramón Llaca y Compañía, 1998) y Los viajeros: 25 años de ciencia ficción en México por Bernardo Fernández (GA editores, 2010).

Elektro-moto-man y su perro, Westinghouse, Exposición universal, 1939

Autómatas y robots o androides son los antecedentes de la Inteligencia Artificial de nuestro siglo. Los tres tienen su origen en el ingenio mecánico y su alimento sustancial en el germen del arte, que ha sido la otra inteligencia acompañante. Sin variación evolucionan. Los autómatas, dice el Diccionario de la rae: son «Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos» y «Máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado». Los robots, por su parte, más allá del aspecto humanoide, tienen independencia de su creador-manipulador y, como en 1920 Karel Ƈapek lo expuso en Rossumovi univerzální roboti y más adelante perfeccionó Alan Turing, alcanzan mayores posibilidades de acción gracias a la mezcla de entendimientos computacionales y algorítmicos.

Fue en 1945 que John McCarthy, Claude Shannon y Marvin Minski acuñaron el término de Inteligencia Artificial, en el proyecto Dartmouth Summer Research Project on Artificial ingelligence. A partir de entonces se darán saltos hacia delante en las teorías y aplicaciones tecnológicas hasta el punto en que nos encontramos. La lectura histórica argumenta que todo es parte de una evolución, que los diarios sensacionalizan porque es su trabajo y la fórmula fácil de ventas. La lectura filológica asoma en la atribución de rasgos y características a una forma conceptual no-humana creada por el sí-humano. Los terrores continúan siendo los mismo, con la salvedad que la ia se ha mostrado algo libre con el lenguaje como un «cuñao estocástico», dice Julio Gonzalo, que encadena palabras por estadística. Estas invenciones continúan siendo imitaciones humanas a las que hay que darles cuerda, como al reloj del abuelo.

 



miércoles, 5 de abril de 2023

Literatura y electricidad: tropos literarios y futuros imaginarios

 

Ilustración de Francesco Bongiomi




Literatura y electricidad

Tropos literarios y futuros imaginarios

I/III

 

 

Edgar A. G. Encina

Una versión de este artículo ha sido publicada en la revista Memoria Universitaria

  

Benjamín acaparó la plática al sentarnos a la mesa en la cena del último jueves de los jueves de cena y desahogo. Lo noté tenso, nervioso, desde el inicio. Llegó energizado, con las pupilas igual a cuando uno se ha tomado tres o cinco tazas de café sin pasar del mediodía. Se le sentía movible, inquieto, irradiante de calor. Volteaba constantemente arriba, a la nada, con la evidente actitud de quien desespera por decir algo, pero el tópico de la discusión no llevaba a ello. Si no mal recuerdo, a su llegada nos poníamos al día con la terrible noticia de una conocida a la que recién le había sido diagnosticado cáncer de ovarios. Fue al sentarnos a la mesa, con el primer bocado de la ensalada que se abrió por completo; contó que venía de una reunión interesantísima en la que le presentaron los pormenores y beneficios de los paneles solares. «Son una maravilla», dijo, «basta una inversión de entrada que, al corto plazo, máximo tres años, se ven los rendimientos». No puedo decir que no sorprendió, sobre todo porque a él sólo le interesa hablar de moda, televisión, Twitter y las triquiñuelas en el trabajo que ha llevado a que el director de la oficina a comprarse auto nuevo o viajar a un lugar nevado.

Benjamín nunca da nombres cuando se trata de cotilleo, suelta el hilo y lo recoge con la sutileza de guardarse los apellidos, aunque a veces queda claro de quién habla. No es un hombre envidioso, a sus 43 años ha terminado de pagar la hipoteca, tiene un trabajo que no es el ideal pero no le frustra, recién ha celebrado los primeros cinco años de matrimonio con Eliseo, Riqui, el perrhijo al que castraron en navidad, ha dejado de ser el remolino que enloquecía a todos, y está a meses de ser su propio jefe en una empresa que ya ha arrancado donde ofertan viajes para «adultos de criterio», dice la publicidad. Es parsimonioso, cauto, medido, aunque no maquiavélico; prefiere escuchar, reír, comer y beber tequila con jugo de naranja y cereza. Una ocasión al no encontrar jugo, preparó con agua mineral, Tang, manzanas y mezcal «el mexicano volador», una bebida que exorcizaba todo espíritu a la velocidad del rayo. Esta ocasión fue otro, como he dicho, uno ansioso primero y luego exitado-hablador, casi dictatorial.

Ilustración de Saul Steinberg publicada en American Federation of Arts, 1954 

«Los paneles solares…, bla, bla, bla… Los paneles solares…, ble, bli, blo». No fui atento con su charla dominante, casi a gritos. Dejé de tomar atención cuando le pregunté si cambiaría del giro de los viajes exclusivos a la venta de esas cucarachas. «¡No! Pero es importante que sepan que…», me volvió a perder. Camino de vuelta a casa, en el auto preguntó mi pareja qué pensaba de los bichos estos que habían concentrado la mesa y fui sincero: «ni idea, cariño, tenía la cabeza metida en otra cosa», y concluimos en que ella se encargaría. Compró la idea y yo seguí buscando en los archivos mentales un papel con el que no podía dar. Tenía en la cabeza Electricidad de Ray Robinson (Sexto piso, 2008), porque en mucho se asemejó a la situación: relatos de hombres puestos en femenino, el uso de onomatopeyas sin consideración, anécdotas de enfermedades, dolores, acuso de violencias y despertares. Sin embargo, buscaba algo más.

Para alivio de mis trastornos conecté con la neurona adecuada dos días después, a media clase. Me detuve, apunté en la agenda y volví a las labores. Escribí: «Baby H.P.», Confabulario (Planeta, 1999). En el cubículo recuperé la lectura para entender porqué me había obsesionado con el recuerdo. En el cuento, Juan José Arreola narra la existencia de un aparatejo que se inserta en el cuerpo de los niños para crear electricidad. Este invento se ciñe al sistema óseo, tal parece de manera natural, sin molestias ni rechazo, para almacenar con el movimiento energía que después puede ser utilizada en la licuadora, la secadora o lo que se ofrezca. Era eso. Era que la obsesión por la energía y sobre todo por el ahorro y consumo de electricidad que había leído en un relato extraviado en la memoria. Pensé, luego, si la luz es preocupación sólo de adultos y si existía relación con lo místico, religioso y paradójico; solté el tema, porque no estoy para desgastar energía en laberintos y sinsentidos.






De las Presentaciones de libros

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