lunes, 22 de enero de 2024

Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Hiroshi Sato, Window, óleo de 47x36cms., 2014



La sutil cercanía
Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Edgar A. G. Encina

  

Para D. L.

Una versión de este documento ha sido publicada en Gaceta Universitaria
febrero 2024

 

El coleccionismo tuvo su explosión con la revolución industrial, a mediados del siglo XVIII, y sus ondas de expansión se desplegaron por todo el siglo XIX como una hidra que echaba raíces en todo sitio, en insospechados lugares. No es que antes no existiera tal actividad humana, pero estaba destinada a una élite que poseía los recursos económicos, tiempo de esparcimiento y educación para dirigir sus intereses. Una visita a los museos, teatros, centros y edificios culturales de ciudades antiguas nos da la oportunidad de observar que a esa élite le interesaban los muebles, el arte, las propiedades urbanas y campestres, y objetos nimios como porcelana, tapetes, joyas y libros. Sus intereses iban de lo macro a lo micro por la misma avenida. Lo querían todo y a la mano. La historia da la oportunidad de catar, sin importar la procedencia social, el interés que la humanidad ha abrigado por atesorar cosas más allá de los costos o rareza o fineza.

Con los decimonónicos atestiguamos los prolegómenos al gran banquete del que todos los glotones participamos. La posesión de esos pequeños y/o mayúsculos cuerpos se puede leer desde la obsesión por atajarlo todo como signo de la riqueza monetaria y estatus cultural. Más allá de los enfoques con que se estudie el fenómeno, aquella concentración de haciendas nos hablan de las delicatessen y singularidades de sociedades idas. Tazas para el té, jaulas para aves, cucharillas para los postres, cajones de oficios, cepillos para el cabello, gavetas de curiosidades, pedrería fina y exótica o libreros atestados, significaban para aquellas personas la posibilidad de reunir el mundo conocido en un espacio; un retrato integrador del mundo, la sociedad y el gozo que proveía al intelecto que «le deparaba un placer íntimo, sensaciones pacíficas, serenas, incluso quietistas cercanas», escribe Georges Duhamel en Carta sobre losbibliófilos (Trama 2021, 11).


George Van Hook, American, Oleo de 76.2x63.5cms., 1954


Escribo en pasado, aunque puede leerse en presente. Los coleccionistas que más atraen la mirada son lo que acumularon obras de arte. Museos, galerías, colecciones hacen gala y existen políticas estatales de protección y divulgación. No es mi intensión discutirlo sino subrayarlo, porque en mi interés están esas bibliotecas, librerías y colecciones privadas y públicas de libros que entran en el mismo radar. Pienso en mi exigua colección de bibliográfica y en cómo me he ido deshaciendo de algunos atesorando otros, menor en su cantidad. Con diferencia al afán coleccionista me he ido desprendiendo de libros y los que se van quedando deben pasar por tres pruebas. Dos de estos pulsos las comparto con Gerald Murnane expuestos en su Última carta a un lector (Gris Tormenta, 2023). El primero es que:

Tengo mi propia manera de determinar el valor de un libro; no solo lo que llaman una obra de literatura, sino cualquier clase de libro o, de hecho, cualquier pieza musical o cualquier así llamada obra de arte. En términos simples, podría decir que juzgo el valor de un libro de acuerdo con la cantidad de tiempo que el libro permanece en mi mente. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de explicar cómo la lectura de un libro o el recuerdo de un libro no son para mí lo que parecen ser para tantos otros (25).

Lo aplico por igual a todo lo que me rodea, incluso personas. Del amor a los libros he aprendido el afecto a todo lo demás. El segundo es que:

A través de mi larga vida, me he enamorado de varios cientos de personas y personajes femeninos. Nunca podría esperarse, por supuesto, que los personajes siquiera se percataran de mi existencia. Muchas de las personas eran igualmente ignorantes, y, de las que restan, muchas nunca se habían percatado de mis sentimientos hacia ellas. Del pequeño número que todavía queda, un mero puñado parecía reciprocar mis sentimientos, y de ese puñado me acerqué a tan solo dos o tres, dependiendo de la definición que uno tenga de cercanía (79).

         En ambas referencias priva la selección de la memoria y la valentía de acercamiento. Con diferencia a los libros que me acerco, con las personas soy más cauto, quizá hasta temeroso. En ambos casos busco la lealtad de la memoria y el corazón apasionado. Cuando pienso en esta relación siento que soy The Talented Mr. Ripley (Paramount Pictures, 1999) y cómo pudiendo tener la mayor biblioteca y el más preciado álbum de amores, prefiero un maletín que cargue con dos mudas de ropa, cinco libros y tu retrato.




 

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