Hiroshi Sato,
Window, óleo de 47x36cms., 2014
La sutil cercanía
Sobre el amor a los libros y a las personas
Edgar
A. G. Encina
Para
D. L.
Una versión de este documento ha sido publicada en Gaceta Universitariafebrero 2024
El
coleccionismo tuvo su explosión con la revolución industrial, a mediados del
siglo XVIII, y sus ondas de expansión se desplegaron por todo el siglo XIX como
una hidra que echaba raíces en todo sitio, en insospechados lugares. No es que
antes no existiera tal actividad humana, pero estaba destinada a una élite que
poseía los recursos económicos, tiempo de esparcimiento y educación para
dirigir sus intereses. Una visita a los museos, teatros, centros y edificios culturales
de ciudades antiguas nos da la oportunidad de observar que a esa élite le
interesaban los muebles, el arte, las propiedades urbanas y campestres, y
objetos nimios como porcelana, tapetes, joyas y libros. Sus intereses iban de
lo macro a lo micro por la misma avenida. Lo querían todo y a la mano. La
historia da la oportunidad de catar, sin importar la procedencia social, el
interés que la humanidad ha abrigado por atesorar cosas más allá de los costos
o rareza o fineza.
Con
los decimonónicos atestiguamos los prolegómenos al gran banquete del que todos
los glotones participamos. La posesión de esos pequeños y/o mayúsculos cuerpos
se puede leer desde la obsesión por atajarlo todo como signo de la riqueza
monetaria y estatus cultural. Más allá de los enfoques con que se estudie el
fenómeno, aquella concentración de haciendas nos hablan de las delicatessen
y singularidades de sociedades idas. Tazas para el té, jaulas para aves,
cucharillas para los postres, cajones de oficios, cepillos para el cabello,
gavetas de curiosidades, pedrería fina y exótica o libreros atestados,
significaban para aquellas personas la posibilidad de reunir el mundo conocido
en un espacio; un retrato integrador del mundo, la sociedad y el gozo que proveía
al intelecto que «le deparaba un placer íntimo, sensaciones pacíficas, serenas,
incluso quietistas cercanas», escribe Georges Duhamel en Carta sobre losbibliófilos (Trama 2021, 11).
George Van Hook, American, Oleo de
76.2x63.5cms., 1954
Escribo
en pasado, aunque puede leerse en presente. Los coleccionistas que más atraen
la mirada son lo que acumularon obras de arte. Museos, galerías, colecciones
hacen gala y existen políticas estatales de protección y divulgación. No es mi
intensión discutirlo sino subrayarlo, porque en mi interés están esas
bibliotecas, librerías y colecciones privadas y públicas de libros que entran
en el mismo radar. Pienso en mi exigua colección de bibliográfica y en cómo me
he ido deshaciendo de algunos atesorando otros, menor en su cantidad. Con
diferencia al afán coleccionista me he ido desprendiendo de libros y los que se
van quedando deben pasar por tres pruebas. Dos de estos pulsos las comparto con
Gerald Murnane expuestos en su Última carta a un lector (Gris Tormenta, 2023).
El primero es que:
Tengo mi
propia manera de determinar el valor de un libro; no solo lo que llaman una
obra de literatura, sino cualquier clase de libro o, de hecho, cualquier pieza
musical o cualquier así llamada obra de arte. En términos simples, podría decir
que juzgo el valor de un libro de acuerdo con la cantidad de tiempo que el
libro permanece en mi mente. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de
explicar cómo la lectura de un libro o el recuerdo de un libro no son para mí
lo que parecen ser para tantos otros (25).
Lo
aplico por igual a todo lo que me rodea, incluso personas. Del amor a los
libros he aprendido el afecto a todo lo demás. El segundo es que:
A través de
mi larga vida, me he enamorado de varios cientos de personas y personajes
femeninos. Nunca podría esperarse, por supuesto, que los personajes siquiera se
percataran de mi existencia. Muchas de las personas eran igualmente ignorantes,
y, de las que restan, muchas nunca se habían percatado de mis sentimientos
hacia ellas. Del pequeño número que todavía queda, un mero puñado parecía
reciprocar mis sentimientos, y de ese puñado me acerqué a tan solo dos o tres,
dependiendo de la definición que uno tenga de cercanía (79).
En ambas referencias priva la selección
de la memoria y la valentía de acercamiento. Con diferencia a los libros que me
acerco, con las personas soy más cauto, quizá hasta temeroso. En ambos casos
busco la lealtad de la memoria y el corazón apasionado. Cuando pienso en esta
relación siento que soy The Talented Mr. Ripley (Paramount Pictures,
1999) y cómo pudiendo tener la mayor biblioteca y el más preciado álbum de
amores, prefiero un maletín que cargue con dos mudas de ropa, cinco libros y tu
retrato.
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