R. van der Mejiden, Strawberries on a plate, Gouache, 33x35cms,
1979.
Cómo sostener una columna literaria
Edgar
A. G. Encina
Una versión de este documento fue publicada en en el número de marzo, 2024, de la revista Gaceta universitaria
Debo
enviar la colaboración para la revista universitaria en la que escribo. El
editor, en un correo de tratamiento formal con salutaciones cordiales, acaba de
recordándome que el tiempo apremia. Tic, tac. Cada segundo de cada minuto
cuenta porque están formando el número del mes y faltan detalles, informa y
señala con un dedo invisible que percibo flamígero. Supongo que soy uno de esos
detalles, lo cual me proporciona un sentimiento huidizo que cambia del sosiego de
no ser el único atrasado a la intranquilidad de posicionarme en la línea de
salida y llegar en último, hacerlo en malas condiciones o —de plano—
procrastinar con el evasiva más simplona que pueda traducirse como «lo intenté,
no pude, no me dio la gana».
Cuando trabajé de periodista estar con las manecillas apuntando a la sien era el pan del día. No necesitaba del correo, WhatsApp o llamada telefónica del inmediato superior para saber que estaba a contrarreloj. Día a día en el oficio se está tarde. Sólo hay dos maneras para estar a tiempo o algo adelantado con las notas: las conexiones o el poder adivinatorio adquirido con la experiencia de rondar el mundillo. Hay que considerar que uno soporta el régimen de la premura por costumbre y —en mi caso— por la juventud. Este no es el caso. En este momento no se trata de redactar una nota informática ni de repasar el evento equis ni, mucho menos, de falsear la página con dos fotografías agrandadas.
S. de Vries, Chocolate eggs bag, Oil on panel, 1968.
Entre
los supuestos de sostener una columna habita la pelotera idea de que se puede escribir
con el reposo y marinado del tiempo, las lecturas, el acontecer, algo de
política y —obviamente— reflexión, sino sesuda al meno coherente con la línea
del relato. Nada más lejos de lo habitual. Conozco quien redacta desde la
internet o alguna aplicación en el móvil, que le dicta al ordenador o arma algo
con cinco palabras que anotó en la servilleta que utilizó en la comida de ayer
y escuchó de la mesa de lado. Están, también, los que escriben de un hilo. Sin
puntos ni comas ni estabilidad van de palabra a palabra como divina creatividad
alumbrándonos. En estos casos las preguntas son, al menos dos, ¿quién los lee?,
y ¿en qué momento dejaron de leerlos?
Está
claro que escribo de lo que leo. Sé de la existencia de otras formas, he leído
de ellas. Vivo en el «destino circular del grafópata o graphopathés» que
Gonzalo Lizardo describe en El Grafópata (Era, 2020) como «aquel que
padece la literatura como si fuera un mal crónico o un vicio lúcido, que se
adquiere para contagio». Pero es que este mes ha sido de nadar en una piscina
de oficios, hojas, legajos y carpetas burocráticas. Resisto a que los tonos impersonales,
la líneas frías, los párrafos cargados de títulos y administrativos, de actas
que responden y solicitan, descorazonen la columna. En descuido pueden colarse
palabras que nos empujen a desarrollar, realizar, requerir, solicitar, fortalecer
y responsabilizar a quién sabe qué cosas que el Estado fuerza.
Ricardo
Piglia apunta en El último lector (Anagrama, 2005) que «la lectura es un
asunto de óptica, de luz, una dimensión óptica». La lectura es luz que se expande
en tonos azules o mengua en amarillo. El Josefh K de El proceso (Akal, 2022) de Karka, individuo gris, opacado y deslucido, sólo leía la oficialía del trabajo y la
demanda, lo que le condujo a dejarse morir, ¿recuerdas? A K le faltó asirse a
algo, a una pequeña tabla, como lo hago ahora. En esa piscina, mar u océano una
palabra flotó: acoger. El presupuestante, el estado, la oficina; todos se deben
acoger. Se trata de un verbo transitivo que puede significar que algo o alguien
sirve de refugio o que se admite en casa o compañía de otro. En ambos casos es
el ejercicio de un abrazo que cubre y resguarda y, en el «doble sentido de lenguaje»
mexicano que siempre tiende a lo sexual, es que alguien te coge, te toma, te
posee, te hace el amor. Tampoco vayamos allá, sólo se trata de 700 palabras que
buscan no ahogarse ni decolorarse ni excusarse.
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