conjeturas inacabadas sobre las
ferias de Libros
Edgar A. G. Encina
Profesor-investigador de la Unidad Académica de Letras, Uaz,
Conductor de la columna universitaria para radio y multimedios «Certezas y
Paradojas»
Artículo publicado en la revista Crítica. Fondo y forma.
Cuando un concierto va de malas los que
anuncian la noticia dicen que fueron apenas mil o tres mil personas. Poca cosa
para las multitudes que van a corear las canción que se les han pegado. Todavía
con que fueran cien, para los que tenemos gustos no tan masivos, el número es
un escándalo si lo llevamos a un concierto de «música clásica», a la
inauguración en alguna galería de arte o al aforo en una presentación de libro.
Si fuera un concierto sinfónico, la presentación colectiva de algunos artistas
consagrados o la lectura de los poemas del reciente premio nacional y allí
estuvieran más de cien individuos, hablaríamos de borbollones, un acto masivo,
el evento de la década. Aún, a nadie le molesta que allí acudan 25 seres,
porque sabemos que las cuentas salen sobrando, porque la cultura se mide
cualitativamente. O, al menos, eso deseamos creer.
Apliquemos la tesis a
cualquiera de las 153 Ferias del Libro que según el Sistema de Información de
México [sic.cultura.gob.mx] se
celebran al año. Sólo habrá que dejar de lado los escasos éxitos de Guadalajara
[www.fil.com.mx], Minería
[filmineria.unam.mx] y
Monterrey
[www.feriadellibromonterrey.mx] que —por cierto— son
organizadas por las Universidades más prestigiosas del país. Las demás, en
Oaxaca o Mérida, en Puebla o Mazatlán, en Guanajuato o Xalapa, en Tijuana o
Colima, los éxitos son medianos. Entiende —lector— por éxito la cantidad de
libros ofertados y vendidos, porque las presentaciones, talleres, conciertos y
demás actividades son la cobija de un cuerpo que anda semidesnudo. Son ferias
de éxito mediano porque —invariablemente— terminan superponiendo en las
explicaciones el valor del ambiente, la inmediación cultural, las relaciones
entre autores locales y nacionales, sobre el importe de los números. Es verdad,
la ciudad se viste de festival, pero el festival acaba.
Ahora, pensemos en la
Feria del Libro y la Lectura Zacatecas 2018 dedicada a Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928),
autora de los Arboles petrificados (Joaquín Mortiz, 1977) y Salmos bajo la luna (El Troquel, 1950), y conjeturemos.
El ambiente del mundo del libro es catastrofista desde finales de la década de
1980 porque las cifras, estadísticas y análisis, profetizan su crisis. Por un
lado, se dice que el libro físico desaparecerá pronto, frente a la supremacía
del digital que gobierna nuestros móviles, tabletas y ordenadores. Por el otro,
la desaparición de editoriales independientes y librerías de barrio alertan al
mercado, prediciendo con alta voz que nadie quiere libreros, que es tema
muerto, que a otra cosa y menos lamentos.
Algo es cierto, en
Argentina el libro digital ha ido del 20 al 30% de las ventas dice Andrés Krom,
en
«Crisis y reconversión editorial…» (La
Nación, 2 de mayo de 2018), y en México nada nos lleva a
pensar que las cifras difieran mucho. El impulso que recibe el digital ha
llevado a edificar en los países más civilizados bibliotecas sin libros, un
sinsentido aunque se explique. Así que, para ¿qué ir a una feria de libro?, si es
posible adquirir cualquier título desde la comodidad del sillón, en un clic,
sin necesidad de trasladarme y soportar los soporíficos vientos de mayo.
Aún, con esos y otros
factores no citados, los necios continúan organizando ferias de libro,
conciertos en teatros, exposiciones en galerías. Es un tema de consumo; los
libros, la música y el arte, son productos que tienen valor de mercado. Aún, al
tiempo, éstas celebraciones permiten pensar y re-significar los espacios
físicos, como la ciudad, los elementos humanos, como los autores locales, y las
disposiciones, como los libreros foráneos. Pienso que en esas actividades están
la respuestas —en parte—a quién o qué «¿Salvará a las ciudades», según
cuestionó Joan Subirats (La Vanguardia,
13 de mayo de 2018). Seguro los libros, junto a creadores, libreros
y lectores, contribuyen al salvamento del lugar porque allí, casi en susurros,
se dialoga sobre las definiciones del país que es y vendrá, porque su latir
refleja el contexto artístico-cultural de un sitio vivo o desahuciado y, sobre
todo, porque —junto a las Universidades— son los espacios para contemplar,
meditar, entender, gozar y vivir la igualdad, diversidad y autonomía ciudadana.