Tres
imágenes para construir una figura
Edgar A. G. Encina
Este artículo fue publicado en la revista Critica. Fondo y Forma.
Las imágenes

Abstraído, en medio de las
siluetas delineadas por el clarinete similares a La gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai (Tokio, 1760-1849), me vinieron a
la memoria otros como él. Su estampa me hizo recordar al capitán Rodrigo de
Mendoza, interpretado por Robert De Niro (n.y.,
1943)
en La misión (Warner Bros, 1986), al joven de La balada del clarinete (Vivelibro, 2016) de José Luis Muro
Fernández y el revoloteo de sonidos en El
concertista d’ocells (Estrella polar,
2010)
de Josep Francesc Delgado Mercader (Barcelona,
1960).
De La misión, dirigida por Roland Joffé (Londres,
1945)
e inmortalizada con «On Earth As It Is Heaven» y «The Mission» de Ennio
Morricone (Roma, 1928),
me vino la memoria de aquel desgarbado hombre cargado de pesadumbres y convertido
por la Compañía de Jesús que, recorriendo la selva, con su instrumento musical logra
catequizar aquellos indígenas. El hechizante acto de llevar la música como
purificación y apuesta para comunicarse, en medio de las pugnas por el control
de los territorios americanos entre los reinos de España, Portugal y la
injerencia de la Iglesia católica, deja correr las posibilidades de redención y
de contacto que una melodía puede alcanzar.
De La balada del clarinete volvían los ojos abiertos como plato del
cabo músico al que sus compañeros de la armada española, viajantes en el velero
«Juan Sebastián de Elcano», olvidaron en el puerto de New York. Es la historia
de un chico de azorada mirada que, olvidado en el centro del mundo, rodeado por
la novedad de los rascacielos y sin una moneda en el bolsillo, escribe su
propia vida amorosa utilizando como palanca de vida el clarinete. Allí, en
medio de una serie de vívidos relatos, la necesidad de la música como elemento
imprescindible para resistir es la marca que se sugiere línea a línea.
De El concertista d’ocells retengo el canto de esos pájaros que juntos
igualan una orquesta en el eco de los más terribles presagios. Ordenados por un
oído privilegiado, Lin Zi había acomodado las jaulas de bambú habitadas por
toda clase de aves cantantes por tono y potencia. El cielo, por su parte, lleno
de los humores de la guerra se fue pintado en grises tonos a causa de los
bombardeos japoneses. En medio y al final de todo esto, el alivio concertino de
aquellos pájaros que soportaron pasmosamente el dolor de los hombres se regodea
en esas páginas. Aquí, una y otra vez, vuelve una tonada que recupera la fe.
La figura

Al centro del programa,
liberado de los pesos nacionalistas y las connotaciones religiosas, el
concierto para clarinete. El programa, que se había vestido con las fotografías
del clarinetista César Encina (Zacatecas, 1974)
y el director Lanfranco Marcelletti (Brasil),
vio en ese espacio reunidas a las dos personalidades que ataviaban el evento.
Allí fue donde las imágenes del clarinetista se conjugaron con las del
aventurero que se redime y conquista, con el soldado abandonado que resiste
alejado de toda batalla y con el educado oído de aquel oriental que, en medio
de la guerra, continuó el concierto. La fusión, que no debe dejar pasar la
efusiva expresión corporal del director, permite reconocer la figura legendaria
que los músicos, junto a los poetas y algunos pintores, han creado para sí
mismos.
Ese domingo estuvimos
no sólo frente al reconocimiento público de los más selectos y experimentados
músicos concertistas y de academia en Zacatecas a Encina. También, presenciamos
un relato más en la historia que narra la evolución, la labor y la calidad del
mejor clarinetista zacatecano y uno de los mejores en México. No se trató de un
momento iniciático, en todo caso fue —al tiempo— la reafirmación pública y
adjetiva de la excelencia del clarinetista y —para mí— la recreación de su
figura. Queda aún en el teatro el sopor que augura un futuro glorioso.
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