martes, 8 de mayo de 2018

¿A qué suena cuando suena el clarinete?

Tres imágenes para construir una figura


Edgar A. G. Encina
Este artículo fue publicado en la revista Critica. Fondo y Forma.




Las imágenes
Sentado en una de las butacas rojas que revisten la solemnidad del Teatro Fernando Calderón, al tiempo que el concertista principal hacía círculos y algunos movimientos siguiendo el compás con su clarinete, no pude dejar de pensar en las referencias inmediatas que me traía aquel «Concierto No. 2 para clarinete y orquesta» compuesto en «mi bemol mayor Op. 74» por Carl Marie von Weber (Alemania, 1786-1826), estrenado en el lejano Múnich de 1811 por Heinrich J. Bärmann (Alemania, 1784-1847). Era un sonido impar que hilaba delgado y aceleraba subiendo de tono, que se contenía en augurio de lo impensable y vibraba eufórico, que cambiaba de voz en un segundo y llevaba a la orquesta en su propio andar.
Abstraído, en medio de las siluetas delineadas por el clarinete similares a La gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai (Tokio, 1760-1849), me vinieron a la memoria otros como él. Su estampa me hizo recordar al capitán Rodrigo de Mendoza, interpretado por Robert De Niro (n.y., 1943) en La misión (Warner Bros, 1986), al joven de La balada del clarinete (Vivelibro, 2016) de José Luis Muro Fernández y el revoloteo de sonidos en El concertista d’ocells (Estrella polar, 2010) de Josep Francesc Delgado Mercader (Barcelona, 1960).
De La misión, dirigida por Roland Joffé (Londres, 1945) e inmortalizada con «On Earth As It Is Heaven» y «The Mission» de Ennio Morricone (Roma, 1928), me vino la memoria de aquel desgarbado hombre cargado de pesadumbres y convertido por la Compañía de Jesús que, recorriendo la selva, con su instrumento musical logra catequizar aquellos indígenas. El hechizante acto de llevar la música como purificación y apuesta para comunicarse, en medio de las pugnas por el control de los territorios americanos entre los reinos de España, Portugal y la injerencia de la Iglesia católica, deja correr las posibilidades de redención y de contacto que una melodía puede alcanzar.
De La balada del clarinete volvían los ojos abiertos como plato del cabo músico al que sus compañeros de la armada española, viajantes en el velero «Juan Sebastián de Elcano», olvidaron en el puerto de New York. Es la historia de un chico de azorada mirada que, olvidado en el centro del mundo, rodeado por la novedad de los rascacielos y sin una moneda en el bolsillo, escribe su propia vida amorosa utilizando como palanca de vida el clarinete. Allí, en medio de una serie de vívidos relatos, la necesidad de la música como elemento imprescindible para resistir es la marca que se sugiere línea a línea.
De El concertista d’ocells retengo el canto de esos pájaros que juntos igualan una orquesta en el eco de los más terribles presagios. Ordenados por un oído privilegiado, Lin Zi había acomodado las jaulas de bambú habitadas por toda clase de aves cantantes por tono y potencia. El cielo, por su parte, lleno de los humores de la guerra se fue pintado en grises tonos a causa de los bombardeos japoneses. En medio y al final de todo esto, el alivio concertino de aquellos pájaros que soportaron pasmosamente el dolor de los hombres se regodea en esas páginas. Aquí, una y otra vez, vuelve una tonada que recupera la fe.

La figura
La agenda marcó el pasado domingo 22 de abril con el gran concierto de gala de la Orquesta Filarmónica de Zacatecas, que tiene por director general al maestro Antonio Manzo D’nes (Veracruz). El programa fue vestido, además del «Concierto No. 2 para clarinete y orquesta» de von Weber, con Obertura Mexicana de Rodrigo Lomán (Veracruz, 1986) y Sinfonía no. 5 en Re Mayor Op. 107 de Félix Mendelssohn (Alemania, 1809-1847). El sentido del repertorio equilibró en dos partes y liberó en el centro. Equilibro al principio, con la obra ganadora del 2º Concurso de Composición «Arturo Márquez» para Orquesta de Cámara 2015 (inba y Partonato del Centro Cultural «Roberto Cantoral») estrenada el pasado diciembre en Xalapa, Veracruz. De igual forma, al final con una de las mayores expresiones musicales del espíritu protestante europeo del siglo xix que, a la vez, garantiza por el compositor la buena recepción del concierto.
Al centro del programa, liberado de los pesos nacionalistas y las connotaciones religiosas, el concierto para clarinete. El programa, que se había vestido con las fotografías del clarinetista César Encina (Zacatecas, 1974) y el director Lanfranco Marcelletti (Brasil), vio en ese espacio reunidas a las dos personalidades que ataviaban el evento. Allí fue donde las imágenes del clarinetista se conjugaron con las del aventurero que se redime y conquista, con el soldado abandonado que resiste alejado de toda batalla y con el educado oído de aquel oriental que, en medio de la guerra, continuó el concierto. La fusión, que no debe dejar pasar la efusiva expresión corporal del director, permite reconocer la figura legendaria que los músicos, junto a los poetas y algunos pintores, han creado para sí mismos.
Ese domingo estuvimos no sólo frente al reconocimiento público de los más selectos y experimentados músicos concertistas y de academia en Zacatecas a Encina. También, presenciamos un relato más en la historia que narra la evolución, la labor y la calidad del mejor clarinetista zacatecano y uno de los mejores en México. No se trató de un momento iniciático, en todo caso fue —al tiempo— la reafirmación pública y adjetiva de la excelencia del clarinetista y —para mí— la recreación de su figura. Queda aún en el teatro el sopor que augura un futuro glorioso.

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