De libros brujos
Susan en el quehacer de su
lectura lleva un estricto ritual; por la mañana durante el desayuno y en la
noche antes de dormir. Prefiere las novelas pesadas a las escuálidas que
abundan en el mercado; la temática le funciona siempre que antes haya leído un
par de reseñas. Nunca va a tientas ni a ciegas. Siempre, pero siempre, debe
saber a dónde y por dónde. De entre sus manías resalta la predilección por
subrayar con marcador amarillo las palabras que llevan «x» y con rosa o azul
los espacios que se hacen entre las palabras. Días atrás, Susan me llevó Al
límite (TusQuest, 2014) de Thomas Pynchon para que atienda las páginas 230 y 231. «Son
magníficas —pronunció— un suave contoneo de hamaca que va y viene y al centro
te da un breve váguido, como si el corazón quisiera detenerse…», a lo que,
seguido, me arrebató el libro, lo cerró y esperó mi reacción. No es la primera
ni la duodécima vez que acomete su trasegado protocolo, aunque todo el tiempo
obtiene la misma respuesta: tonto de mí, pongo ojos de plato, brazos cruzados y
palabras titubeantes que nada articulan. La salvedad es que esa semana le
esperaba; había articulado un plan simple, pero profundamente malévolo.
Las
secciones detonantes que atraen la mirada de Susan en las lecturas son páginas
de alargados párrafos donde los espacios entre palabras se conectan,
produciendo con sus marcadores rosa o azul figuras. Alguna vez creí distinguir
un rostro, en otro una patita de perro u otra señal; esa última ocasión fueron
líneas escurridas y puntos manchados, gotas de agua pegadas al parabrisas que
se paran y engordan o que corren abriendo brecha por su lizo recorrido. Es de
suponerse que a la fecha jamás he leído aquellas magnificencias que amenazan
con provocarme un paro cardiaco, pero sí que he visto una mujer, el andar de un
cuadrúpedo y una tarde lluviosa. Me pregunto si ¿será que Susan invita a
iniciarme a un rito secreto y debo desvelar sus acertijos?, ¿o es su forma de
revelarse como consumada lectora de imágenes encubiertas?, ¿o que me quiere
llevar a su lugar de locura para tenerme de vecino? Esa ocasión, tuvo la más
malvada y terrible de las respuestas; una contestación infernal que devoraría
su alma, haciendo de su espíritu chicharrón en salsa verde.
«Susan
—increpé— ¿has leído esto?», al tiempo que acercaba Luz (desecha) (Policromía, 2019) de Miguel
Ángel Cid. En lo profundo de su intimidad se debatió por no abofetearme y endilgándome
maldiciones. Puse cara de póquer. Apostaba un giro dramático propiciado por su
falta de deferencia a libros de cuerpo delgado. Arremetí. En la página 25
escucharás el aullido de un coyote, en la 30 el timbaleo de unas maracas y en
la 51 una cuesta que amenaza con venir abajo; la vida, pues, un recorrido
extraviado, un mapa de trajín del que debes estar atenta porque, como advierte
Gombich, son imágenes conjuradas que no debes fiar porque apelan a la parte más
baja del alma y de la imaginación (Arte e
Ilusión; Debate, 1998). Una lectura corruptora. Echado el lazo, quedó apretar fuerte el
cuello: Ve a tientas —advertí— porque aquí está el espíritu de objetos que
exploran las debilidades, es la advertencia transformada en papel de lo que
Platón vio como algo próximo a la brujería o la prestidigitación (La República, Akal, 2009), matizada por un guion amistoso de Yolanda Alonso y la
advertencia del autor que anota la palabra pasión casi con negrillas. Cuida
cada página pues, como haz escrito, «el libro no es un arreglo enteramente
satisfactorio para poner en circulación general conjuntos de fotografías. La
sucesión en que han de mirarse las fotografías la propone el orden de las
páginas, pero nada obliga a los lectores a seguir el orden recomendado ni
indica cuánto tiempo han de dedicar a cada una» (Sobre
la fotografía, De bolsillo, 2008).
Han pasado
un par de semanas. La ausencia más larga desde que inició sus aturdidas
visitas. Antes de terminar la lectura levanto por tercera vez la mirada, le
busco en el público y no, no ha venido. Quizá fue excesivo. Quizá si es un
libro brujo que amilana endebles corazones y su autor es portador del espíritu
de un viejo chamán que sacraliza con la mirada y un clic.
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