viernes, 15 de mayo de 2020

Nubarrones

Nubarrones

Breves comentarios al sector del libro en el contexto del covid-19

 

Edgar A. G. Encina

 

Artículo publicado en ElGuardatextos y Testigo ocular




 A pesar de que la discusión tenía por lo menos tres años en el escenario europeo, el confinamiento provocado por la pandemia del Covid-19 reavivó con furor el debate. Alemania se convirtió el epicentro cuando en marzo algunos determinados legisladores promovieron en la legislación continental al patrimonio y creación artístico-cultural-humanista como bien de primera necesidad. No hubo eco. Empero, al tiempo que Bruselas se ocupaba de las finanzas, la caída del consumo, el aumento del desempleo y cuidaba la estabilidad del euro, los alemanes sí dieron paso adelante al incluir a la cultura en los bienes de primera necesidad. Dispuesta la idea, el orbe entero se orientó a argumentar los pros —por lo menos en redes sociales—. Basta decir sin sorpresa que los más y los menos se sumaron, pero en México se dijo poco y se escribió aún menos. Justo cuando el debate empezaba a encenderse, la administración federal promovió cambios financieros-administrativos-organizacionales al fonca. Alarmados los creadores o por lo menos un sector con presencia pública, olvidó aquel tema y se dio a la tarea de controvertir —bien que mal— sobre los devenires en proceso. Variaciones al modus vendi. Así, todavía aparecen en las secciones de cultura, en los suplementos culturales, en revistas y publicaciones del tono la pregunta de si ¿la cultura es un bien de primera necesidad?

El debate y ponderación para integrar la cultura a la canasta básica en México ha gastado poca tinta —lo acuso a las características económicas e idiosincráticas—, aunque algunos creadores, editores e intelectuales han fijado su postura a favor de la promoción de este lema a punto de ley. Estamos frente a un tema superior que toca a todos. Afectados por la baja en el consumo de bienes, los empresarios han aflorado con solicitudes de ayudas al Estado, mientras que establecen al interior nuevas formas de laborar. Aunque la industria de servicios ha sido la más visible en punto del colapso, las todopoderosas armadoras de automóviles, las líneas aéreas y los espectáculos deportivos se han visto de frente al precipicio; se mantiene con préstamos, de rentabilidad maquillada, en cuadernos negros y quién sabe cuántas cosas más.  Conclusión: todo el mundo vive al día. Allí, justo allí, en el ombligo del tornado que se ha vuelto huracán, el sector cultural la vio venir.

Llegado el mes de marzo con la convocatoria para quedarnos en casa, el común de las opiniones estuvo agradecida con la producción de contenidos y sus creadores. Música, cine, danza, teatro, literatura… El gran pastel apareció en la sala. Si bien la rebanada parecía grande, dulce y apetitosa, pronto se cayó en la realidad; era esponjoso —sí—, pero inflado por una levadura que rompió corazones. Impedidos para acudir a conciertos, cines, teatros o presentaciones, la actividad cultural se volcó a la web. Empero, una realidad circula allí; que todo debe ser gratuito y los usuarios hondean la bandera sin importar los procesos para llevarlos a su pantalla. Si se opta por canales de pago se pondera privilegiado. Rey y vasallo. El pastel se convirtió en tremenda dona. ¿Quiere ver un concierto, una película, un documental o leer un libro? Sencillo; si ese canal no se lo da, vaya a otro y a otro; en algún caso accederá libremente, porque en la internet siempre hay manera. La engañosa levadura, el vacío en el pastel se tradujo en raquíticas percepciones; trabajar casi gratis, vivir de aplausos virtuales.

En ese panorama, el canal de la literatura ha sido de los más trastocados. El mercado no sólo se debilita, también se constriñe. Crisis. Además de lo ya anotado, los escritores al no encontrar un espacio digno se vuelcan a las redes sociales buscando solidaridad sin saber todavía bien a bien cómo monetizar sus tweets, posts o video-charlas. Las editoriales lo avistaron desde el inicio del confinamiento; serán menos las novedades para este año —casi seguro también para el próximo— lo que les llevará a apostar más por best sellers que a por un autor novel o con apenas dos o tres libros bajo el brazo. Las librerías, ¡oh, las pobres librerías!, han tenido que esperar la autorización estatal para abrir de nuevo. Las de barrio, las pequeñas, en países como España y Francia, luego de más de 45 días confinadas, apenas en estas fechas han vuelto, pero entre el 40 y 60% sólo lo hará para cerrar. Quiebra. En México el sector se ha resentido a mares porque (1) sus parroquianos están en casa, impedidos, (2) no han concebido las estrategias adecuadas para hacer las ventas en línea-entrega por paquetería y (3) cuando han podido mostrarse a la vanguardia han debido enfrentarse a las grandes cadenas y distribuidoras que las devoran. Gandhi y El Sótano advierten saturación de pedidos y retrasos en los envíos. Pero a las librerías independientes, de viejo y de reuso o doble vida; las de lance y de barrio, su empuje y determinismo las erige; son aquella hormiga que intenta ahorcar al elefante. Los números auguran el medioevo, el sector del comercio bibliográfico en el país adelgazará entre el entre un 60 y 70%, y así Hispanoamérica.

En artículo reciente Tomás Granados Salinas d-escribió a «Los libros [como las]: otras víctimas de la pandemia» (El País, 8/05/20) acusando de los malestares a la obscura idea de que «para el gobierno actual la política pública respecto de la producción y el comercio de libros es no tener una política pública». Súmese que el libro no está incluido en la canasta básica porque no es considerado bien de primera necesidad y el desestimo al llamado por la clase política. La fotografía aplica por igual —más o menos— a las demás expresiones. Cuando el confinamiento desaparezca paulatinamente, el sector del libro asomará con su cuerpucho de mediana edad, encorvado, huesudo como condenado; le han tirado migas sin rescatarle, trabaja a destajo y de vez en cuando le sonríen con pañoletas. Como aliento, la escena me recuerda al sr. Mifflin de La librería ambulante (Periférica, 2012) que predicaba que «A mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre». Seguro. Reactivará con vitalidad, hará más con menos, pero vaya que hay nubarrones.





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