Nubarrones
Breves
comentarios al sector del libro en el contexto del covid-19
Edgar A. G. Encina
Artículo publicado en ElGuardatextos y Testigo ocular
El debate y ponderación para integrar la cultura a la canasta básica
en México ha gastado poca tinta —lo acuso a las características económicas e
idiosincráticas—, aunque algunos creadores, editores e intelectuales han fijado
su postura a favor de la promoción de este lema a punto de ley. Estamos frente
a un tema superior que toca a todos. Afectados por la baja en el consumo de
bienes, los empresarios han aflorado con solicitudes de ayudas al Estado,
mientras que establecen al interior nuevas formas de laborar. Aunque la
industria de servicios ha sido la más visible en punto del colapso, las
todopoderosas armadoras de automóviles, las líneas aéreas y los espectáculos
deportivos se han visto de frente al precipicio; se mantiene con préstamos, de
rentabilidad maquillada, en cuadernos negros y quién sabe cuántas cosas más. Conclusión: todo el mundo vive al día. Allí,
justo allí, en el ombligo del tornado que se ha vuelto huracán, el sector
cultural la vio venir.
Llegado el mes de marzo con la convocatoria para quedarnos en casa, el
común de las opiniones estuvo agradecida con la producción de contenidos y sus
creadores. Música, cine, danza, teatro, literatura… El gran pastel apareció en
la sala. Si bien la rebanada parecía grande, dulce y apetitosa, pronto se cayó
en la realidad; era esponjoso —sí—, pero inflado por una levadura que rompió
corazones. Impedidos para acudir a conciertos, cines, teatros o presentaciones,
la actividad cultural se volcó a la web. Empero, una realidad circula allí; que
todo debe ser gratuito y los usuarios hondean la bandera sin importar los
procesos para llevarlos a su pantalla. Si se opta por canales de pago se pondera
privilegiado. Rey y vasallo. El pastel se convirtió en tremenda dona. ¿Quiere
ver un concierto, una película, un documental o leer un libro? Sencillo; si ese
canal no se lo da, vaya a otro y a otro; en algún caso accederá libremente,
porque en la internet siempre hay manera. La engañosa levadura, el vacío en el
pastel se tradujo en raquíticas percepciones; trabajar casi gratis, vivir de
aplausos virtuales.
En ese panorama, el canal de la literatura ha sido de los más
trastocados. El mercado no sólo se debilita, también se constriñe. Crisis.
Además de lo ya anotado, los escritores al no encontrar un espacio digno se
vuelcan a las redes sociales buscando solidaridad sin saber todavía bien a bien
cómo monetizar sus tweets, posts o video-charlas. Las editoriales
lo avistaron desde el inicio del confinamiento; serán menos las novedades para
este año —casi seguro también para el próximo— lo que les llevará a apostar más
por best sellers que a por un autor novel o con apenas dos o tres libros
bajo el brazo. Las librerías, ¡oh, las pobres librerías!, han tenido que esperar
la autorización estatal para abrir de nuevo. Las de barrio, las pequeñas, en países
como España y Francia, luego de más de 45 días confinadas, apenas en estas
fechas han vuelto, pero entre el 40 y 60% sólo lo hará para cerrar. Quiebra. En
México el sector se ha resentido a mares porque (1) sus parroquianos están en
casa, impedidos, (2) no han concebido las estrategias adecuadas para hacer las
ventas en línea-entrega por paquetería y (3) cuando han podido mostrarse a la
vanguardia han debido enfrentarse a las grandes cadenas y distribuidoras que
las devoran. Gandhi y El Sótano advierten saturación de pedidos y retrasos en los
envíos. Pero a las librerías independientes, de viejo y de reuso o doble vida; las
de lance y de barrio, su empuje y determinismo las erige; son aquella hormiga
que intenta ahorcar al elefante. Los números auguran el medioevo, el sector del
comercio bibliográfico en el país adelgazará entre el entre un 60 y 70%, y así
Hispanoamérica.
En artículo reciente Tomás Granados Salinas d-escribió a «Los libros
[como las]: otras víctimas de la pandemia» (El País, 8/05/20) acusando de
los malestares a la obscura idea de que «para el gobierno actual la política
pública respecto de la producción y el comercio de libros es no tener una
política pública». Súmese que el libro no está incluido en la canasta básica
porque no es considerado bien de primera necesidad y el desestimo al llamado
por la clase política. La fotografía aplica por igual —más o menos— a las demás
expresiones. Cuando el confinamiento desaparezca paulatinamente, el sector del
libro asomará con su cuerpucho de mediana edad, encorvado, huesudo como
condenado; le han tirado migas sin rescatarle, trabaja a destajo y de vez en
cuando le sonríen con pañoletas. Como aliento, la escena me recuerda al sr.
Mifflin de La librería ambulante (Periférica, 2012) que predicaba que «A
mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre».
Seguro. Reactivará con vitalidad, hará más con menos, pero vaya que hay
nubarrones.
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