Ferias de libros y parnasos
Artículo publicado en la revista digital Quehacer
La última ocasión que estuve en Sombrerete había instalada una pequeña feria de libro frente a la Presidencia Municipal, eran libreros pegados que formaban un corredor de ida y vuelta de no más 300 metros, regenteado por varias personas de la misma familia. Era una de sus paradas habituales camino a Durango. Como íbamos a comer hice el recorrido con premura, pero a la vuelta me detuve. En general no encontré títulos de interés, porque descubrí una oferta bibliográfica «básica» que conocía desde la secundaria; parte de ella la había leído entonces. Sin embargo, decidí traerme tres títulos pensando en obsequios para amigos y familia y —también, debo reconocer— picado en solidaridad con los libreros que se veían agotados. Al pagar, pregunté al que parecía el jefe ¿cómo había estado la venta? Bien, recuerdo, «usted no sabe, joven, pero en los pueblos les gusta comprar libros. No se llevan de a tres o de a cinco o de a diez. Vienen por uno y lo leen a lo largo del año entero, pero cuando regresamos regresan por otro. Si no saben qué elegir, preguntan. Les gusta García Márquez y Juan Rulfo y a veces poesía como la de Benedetti».
El
alegato no me tomó por sorpresa, sabía que las personas en los pueblos leen sin
la premura del tiempo ni el correteo académico; que respiran las comas, encuentran
el ritmo con el canto de las aves y rasguñan cautelosamente la billetera. Aquella
experiencia la he revivido luego de leer Parnassus on Wheels publicada
originalmente por Christopher Morley (eua,
1890-1957) en 1917 y traducida al castellano como La librería ambulante en
Periférica por Juan Sebastián Cárdenas en 2012. Una cándida historia que al tocar
los hilos del anecdotario familiar para reconstruir la historia del «Parnaso
ambulante del señor Mifflin» reconoce el loable trabajo de pequeñas empresas, a
veces individuales, por divulgar los valores de la lectura, como lo dice uno de
los protagonistas:
Verá usted, creo
que la gente común y corriente, la del campo, quiero decir, nunca ha tenido la
oportunidad de comprar libros y mucho menos de que alguien les hable de lo que
significan. Está bien que los decanos de las universidades exhiban sus
estanterías de dos metros llenas de la mejor literatura y que los editores
publiciten su colección de Clásicos de Linóleo, pero lo que la gente necesita
es algo bueno, familiar, honesto. Algo que les llegue a las entrañas, que los
haga reír y temblar y marearse y pensar en la pequeñez de esta bola de
palomitas de maíz que gira en el espacio sin obtener nada a cambio. Algo que
los estimule a mantener limpio el hogar y la leña bien partida para hacer el
fuego y los platos bien lavados y secados y ordenados. Cualquiera que haga leer
a la gente del campo cosas que valgan la pena le estará prestando un gran
servicio a la nación. Y eso es lo que esta caravana de la cultura pretende
hacer.
Los promotores de lectura aparecieron
poco después que las personas tuvieron acceso a educación, mucho antes que las
ferias de libros. En Europa y parte de América han sido rastreados, a lo menos,
desde el último tercio del siglo xviii circulando
diarios, folletines y novelas por entregas. Se trata de una profunda tradición
arraigada en la promoción de las valías intelectuales y espirituales que
acarrea la lectura, un oficio centenario que, además, deja claro que los libros
siempre dan de comer a sus amantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario