Otra de Piratas
y lo que hay en el camino
Edgar
A. G. Encina Artículo publicado en la revista QuehacerUAZ
El miércoles 9 de
septiembre Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
incendió Twitter. «Si quieren verse generosos, regalen las nalgas, culeros, no
mis libros en pdf!» [sic],
escribió en respuesta a que cierto personaje había estado haciendo eso; obsequiar
fragmentada y/o totalmente Temporada de huracanes (Random
House, 2019) a cuanto hijo de vecino le solicitara. De
inmediato, los medios que reprodujeron la información tomaron partido en contra
de la postura de la autora, atenuándola con algo de simpatía y acusando a los
altos costos que los libros tienen en el mercado legal. Al final hemos visto —una
vez más— la cobertura suave, rudimentaria e incompleta que no pondera ni debate
ni se posiciona.
Paradójicamente,
esa semana, la que corrió del 6 al 12 de septiembre, el editor de una editorial
emergente-independiente me hizo llegar vía inbox «La vida entrepiratas», porque «va de tus temas», acertó. 40 páginas correspondientes Labalada de Rocky Rontal (unam-Antílope,
2017)
donde Daniel Alarcón (Perú, 1977)
«nos lleva a descubrir la sonoridad de un puñado de relatos que resuenan a lo
largo y ancho del continente… acerca[ndonos] a
las vidas que tratamos de esconder y que muchas veces catalogamos como
desechables, aunque no lo sean», previene la página literatura.unam.mx.
Es
«La vida entre piratas» un momento físico, real y tangible al que atendemos desde
varios relatos con el mismo deshilado: la potente empresa de piratería
editorial peruana que acomete voraz a las trasnacionales y empresas locales/regionales
que se dedican al negocio de editar, imprimir y distribuir libros. Esos piratas
dan:
trabajo a más
gente que los editores formales y vendedores de libro, y su impacto económico
combinado fue estimado en cincuenta y dos millones de dólares, el equivalente
aproximado al cien por ciento de las ganancias de la industria. Los piratas
operan a plena luz del día: los vendedores salen a las calles de la capital,
con sus pesadas pilas de libros que ofrecen a los autos detenidos en el
tráfico, o tienden un pedazo de plástico azul en la vereda, para exhibir la
mercancía de manera que todos puedan verla. Están frente a las escuelas,
institutos y edificios de gobierno, o deambulando por los pasillos de los
mercados donde la mayoría de los limeños hacen sus compras.
Entre
los temas de fondo que asoman el tweet de Fernanda Melchor y el
relato-investigación de Daniel Alarcón, destaco dos:
La
primera, la libertad expresa con que hace uso un tercero de un bien creativo
ajeno. Respecto de las leyes patrimoniales de México en ese caso no hay mucho
por hacer, basta con ampararse en la afirmación de que la reproducción es de carácter
personal y sin files de lucro, porque «Las limitaciones de los derechos
patrimoniales … lo permiten. | Fotocópiele o reproduzca en pdf, que es su derecho», invita Impronta
Casa Editorial.
La
segunda, la rodante percepción de gratuidad que desbarata todo lo que tiene que
ver con los derechos de autor, enfatizado ámbitos culturales y artísticos. La percepción
apunta a que el común se ha quedado con la idea de que la literatura, la música
o el teatro, por ejemplo, son bienes de consumo sin costo ni valederos para la remuneración
económica. Lo contrario sólo aplica cuando el producto proviene de una
plataforma multinacional como Netflix, Spotify, Amazon Prime Reading y otras. Estamos
frente a la humareda de la gratuidad azuzada desde internet.
En medio del par de asuntos se ha extendido la
justificación de la precariedad del consumidor. ¡Precariedad la del
autor-creador que exponiendo su trabajo queda expuesto! Vaya paradoja. Aunque,
por otro lado, la estadística de mercadeo aduce que la lectura de pdf’s aumenta las ventas del libro
físico. Chocante, lo menos. Quizá funciona similar a la música que luego de
escuchar a su artista en sus audífonos está dispuesto a hacer el gasto del
concierto. Sin embargo, en literatura —hasta no leer los datos que guardan
celosamente las editoriales— hay mucho qué estudiar.
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