lunes, 25 de marzo de 2024

Cómo sostener una columna literaria


R. van der Mejiden, Strawberries on a plate, Gouache, 33x35cms, 1979.


Cómo sostener una columna literaria

 

Edgar A. G. Encina

Una versión de este documento fue publicada en en el número de marzo, 2024, de la revista Gaceta universitaria

   

Debo enviar la colaboración para la revista universitaria en la que escribo. El editor, en un correo de tratamiento formal con salutaciones cordiales, acaba de recordándome que el tiempo apremia. Tic, tac. Cada segundo de cada minuto cuenta porque están formando el número del mes y faltan detalles, informa y señala con un dedo invisible que percibo flamígero. Supongo que soy uno de esos detalles, lo cual me proporciona un sentimiento huidizo que cambia del sosiego de no ser el único atrasado a la intranquilidad de posicionarme en la línea de salida y llegar en último, hacerlo en malas condiciones o de plano procrastinar con el evasiva más simplona que pueda traducirse como «lo intenté, no pude, no me dio la gana».

Cuando trabajé de periodista estar con las manecillas apuntando a la sien era el pan del día. No necesitaba del correo, WhatsApp o llamada telefónica del inmediato superior para saber que estaba a contrarreloj. Día a día en el oficio se está tarde. Sólo hay dos maneras para estar a tiempo o algo adelantado con las notas: las conexiones o el poder adivinatorio adquirido con la experiencia de rondar el mundillo. Hay que considerar que uno soporta el régimen de la premura por costumbre y —en mi caso— por la juventud. Este no es el caso. En este momento no se trata de redactar una nota informática ni de repasar el evento equis ni, mucho menos, de falsear la página con dos fotografías agrandadas.



S. de Vries, Chocolate eggs bag, Oil on panel, 1968.


Entre los supuestos de sostener una columna habita la pelotera idea de que se puede escribir con el reposo y marinado del tiempo, las lecturas, el acontecer, algo de política y —obviamente— reflexión, sino sesuda al meno coherente con la línea del relato. Nada más lejos de lo habitual. Conozco quien redacta desde la internet o alguna aplicación en el móvil, que le dicta al ordenador o arma algo con cinco palabras que anotó en la servilleta que utilizó en la comida de ayer y escuchó de la mesa de lado. Están, también, los que escriben de un hilo. Sin puntos ni comas ni estabilidad van de palabra a palabra como divina creatividad alumbrándonos. En estos casos las preguntas son, al menos dos, ¿quién los lee?, y ¿en qué momento dejaron de leerlos?

Está claro que escribo de lo que leo. Sé de la existencia de otras formas, he leído de ellas. Vivo en el «destino circular del grafópata o graphopathés» que Gonzalo Lizardo describe en El Grafópata (Era, 2020) como «aquel que padece la literatura como si fuera un mal crónico o un vicio lúcido, que se adquiere para contagio». Pero es que este mes ha sido de nadar en una piscina de oficios, hojas, legajos y carpetas burocráticas. Resisto a que los tonos impersonales, la líneas frías, los párrafos cargados de títulos y administrativos, de actas que responden y solicitan, descorazonen la columna. En descuido pueden colarse palabras que nos empujen a desarrollar, realizar, requerir, solicitar, fortalecer y responsabilizar a quién sabe qué cosas que el Estado fuerza.


S. de Vries, Milk, Oil on panel, 21x15cmx, 1968.


Ricardo Piglia apunta en El último lector (Anagrama, 2005) que «la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión óptica». La lectura es luz que se expande en tonos azules o mengua en amarillo. El Josefh K de El proceso (Akal, 2022) de Karka, individuo gris, opacado y deslucido, sólo leía la oficialía del trabajo y la demanda, lo que le condujo a dejarse morir, ¿recuerdas? A K le faltó asirse a algo, a una pequeña tabla, como lo hago ahora. En esa piscina, mar u océano una palabra flotó: acoger. El presupuestante, el estado, la oficina; todos se deben acoger. Se trata de un verbo transitivo que puede significar que algo o alguien sirve de refugio o que se admite en casa o compañía de otro. En ambos casos es el ejercicio de un abrazo que cubre y resguarda y, en el «doble sentido de lenguaje» mexicano que siempre tiende a lo sexual, es que alguien te coge, te toma, te posee, te hace el amor. Tampoco vayamos allá, sólo se trata de 700 palabras que buscan no ahogarse ni decolorarse ni excusarse.





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