Notas
a propósito de El último lector de
Ricardo Piglia
Edgar A. G. Encina
¡Pum! Tira un puñetazo.
¡Saz! Avienta una patada. ¡Choz! Da un salto, cae y se arroja en marometa. Ese
fue Santiago por varios años. Iba, venía, corría, saltaba, se recostaba en el
suelo, subía por todo lo trepable y siempre, siempre, hacía sonidos de
explosiones, golpes, zumbidos. El cambio fue paulatino, luego de los siete u
ocho años comenzó a bajar la densidad de sus movimientos. Ahora tiene 12,
continua haciéndolo pero por menos tiempo. Pasó de ser un héroe de cómic, de
caricatura televisiva o de personaje del cine a ser-ente-individuo de los que
se encuentra en los mangas y sus novelas gráficas. Cambió. La forma de ver el
mundo, de enfrentarse a la naturaleza y de concebir su realidad se transformó
paulatinamente. Su metamorfosis fue un
peregrinar en el que de llevar el mundo de la ficción a la realidad tangible pasó
al intento por continuar haciéndolo y terminar por caer en cuenta en los fallos
que le llevaron a cuestionarse. Ahora ha estado dando vueltas. Le cuesta un
trabajo enorme hacer lo que antes le iba con la mayor de las naturalezas, se le
nota cuando arguye sus cuestiones. Ahora ha estado dando vueltas. Expone
argumentos. Cuestiona su entorno. Intenta responderse por qué la realidad
ficticia que lee es tan improbable, tan distante, de la realidad en que habita.
Lee y se queda sentado en el sillón, en la escalera, en el balcón. Detrás de la
ventanilla ha dejado de ver aquel mundo idealizado por otro en el que idealiza
un mundo posible. ¡Ho, Santiago, oj-Alá en algún momento descubras que la
respuesta está ahí mismo, en la literatura!
Santiago es El último
lector (2005)
del que Ricardo Piglia (Adrogué,
provincia de Buenos Aires; 1941) habla. Corrijo:
Santiago pertenece a la estirpe del último lector. Reparo: Santiago es ejemplo,
vida de ese lector último. Solitario. Extraviado. Atiborrado. Aturdido por la
multiplicación de signos y los ecos de la lectura, busca las maneras de atar a
ésta con la realidad. En su soledad, aunque rodeado por los bullicios de la
ciudad, busca su particular manera de ligar universos, de hacerse de un modo
particular de leer lo que sus ojos encuentran. Cuando lo veo deambular por el
departamento lo veo igual a Kafka, que aún desconoce, que primero concentró «[…] la historia en un punto, luego invierte la
motivación y establece nuevas correlaciones; inmediatamente narra su versión de
la historia (narra lo que no ha visto el narrador original)»,[1]
narra lo que no hemos leído y algunas veces concluye que lo más terrible de las
sirenas no es su canso, sino su silencio.
Y,
es que, el acto de leer es, además de abstracción intelectual, un arte. Como el
que pinta, trama una escena o descifra un pentagrama; la vista es nodal igual
en la literatura, porque se pone en práctica la interpretación de las
dimensiones físicas, ópticas o de la luz, y echa mano de la microscopía, de la
perspectiva o del espacio. Ésta es una de las dos tesis que motivan a El último lector de Piglia. La otra es
rastrear, en labores detectivescas, la figura de ese lector que sólo puede
entenderse a través de individuos específicos, sus historias particulares y cristalizaciones.
Esto último requiere tomar un camino que bifurca. Un sendero tantea el alejamiento.
Observar al lector con pasos de rezago para acotarlo sólo en escenas fijas, pero
sin restarle fluidez a la historia. Otro sendero traza atender las migas que
deja la práctica en sí. Este terreno es algo inasible porque lo que propone es escudriñar
los efectos y los registros imaginarios, la historia invisible y las
condiciones materiales del acto de la lectura. La propuesta es, entonces,
recrear la historia imaginaria de la lectura. La pregunta es quién lee.
La motivación es averiguar las representaciones imaginarias que produce leer
ficción. Las respuestas están en la historia individual en el acto que le
nombra. Leer, pero leer ficción, es un acto de libertad y de fe y, a su vez,
creación artística única que adquiere identidad en el acto, vivo, muchas veces
imaginario.[2]
Seguir
la métrica de Piglia lleva a encontrar lectores aislados que contemplan, a
lectores adictos que no pueden dejar de leer o a lectores o insomnes que han
perdido la capacidad de dormir; a malos lectores que perciben confusamente o no
tienen buena vista o son críticos, criminales, malvados o rencorosos que
utilizan con perfidia la letra, y a lectores transnacionales que son la
comprobación del desplazamiento interpretativo. Seguir la teoría de Piglia
conduce a descubrir lectores poderosos y dispuestos que designan una forma del
acto, como Emma Bovary o Pierre Menard o Bartleby o Dupin; a distinguir su
posición-categoría femenina como las que acompañan a los escritores o son
fatales, dóciles e inspiradores; a lectores que se niegan a leer o los que sólo
desean leer o se liberan por la lectura; a lectores asexuados pero llenos de
deseo; a lectores detectives, lúcidos, marginados, extravagantes, célibes o al relacionado
con el dinero y el poder; al lector
último, práctico, en estado puro o al lector libre en acción, persistente y
ataviado con sus modismos lingüísticos.
Llevar
la línea de Piglia nos hace encontrar al lector separado de la vida, sedentario,
inmóvil, encerrado, que lee fuera del circuito de la literatura y vive los
libros y la vida; a lectores interrumpidos, controlados o prohibidos, que
utiliza la lectura como herramienta o se ve perdido, aislado o es paranoico; al
lector loco, terrorista, caníbal, náufrago, animalizado o al que pone en tela
de juicio los dos grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en
la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros. Con
Piglia encontramos la paciencia para descubrir
lectores que no dan su nombre,
son dramáticos o se identifican con el
escritor que compuso el libro; a lectores que rastrean, recorren o
consideran alternativas; a lectores sin terminar, en work in progess, que desarman los libros o le ponen precio; a
releer Si una noche de invierno un
viajero o 1984 o Fahrenheit 451 o Un mundo feliz o Robinson
Crusoe, para preservar una tradición
y salvarnos a nosotros mismos.
Con
El último lector es posible encontrar
y recordar el laboratorio de Finnegans
Wake; a encontrar al lector para definirlo, contar su historia e individualizarlo;
a apuntar que la certeza de que la ficción depende de quien la construye y de
quien la lee y, a su vez, que la vida está en hipálage, detenida y a
resituarnos cuando «Hamlet entra
leyendo un libro» que no sabemos cuál es o a atar a Felice Bauer con la
escritura; al lector que busca el sentido de la experiencia perdida y a
puntualizar con cierta esperanza -según Between
History and Literature- que la
lectura literaria ha sustituido la enseñanza religiosa en la construcción de
una ética personal; a oponernos al mundo hostil y hacer de la lectura una práctica
iniciática que en paradoja critica y distingue los excesos y los peligros o te marca
y hace sentir que la vida no tiene sentido cuando se le compara con los héroes
novelescos y quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción. Con
lectores célibes, solteros, perfectos o adúlteros que insisten en que «La historia de la lectura es también la
lectura de la iluminación»,[3] constructora de un mundo paralelo que irrumpe como lo real produciendo
un efecto de sorpresa y de vacilación; a hallar al lector que lee todo como si
estuviera dirigido a él o narra otra realidad e invierte esa realidad en la ficción
y viceversa, y -sobre todo- a ver a Santiago como ese el último lector, múltiple
y metafórico en el que sus «[…] rastros se pierden en la memoria».[4]
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