lunes, 29 de junio de 2015

Santiago como último lector




Notas a propósito de El último lector de Ricardo Piglia


Edgar A. G. Encina

 Edición impresa en La Gualdra, 204 

¡Pum! Tira un puñetazo. ¡Saz! Avienta una patada. ¡Choz! Da un salto, cae y se arroja en marometa. Ese fue Santiago por varios años. Iba, venía, corría, saltaba, se recostaba en el suelo, subía por todo lo trepable y siempre, siempre, hacía sonidos de explosiones, golpes, zumbidos. El cambio fue paulatino, luego de los siete u ocho años comenzó a bajar la densidad de sus movimientos. Ahora tiene 12, continua haciéndolo pero por menos tiempo. Pasó de ser un héroe de cómic, de caricatura televisiva o de personaje del cine a ser-ente-individuo de los que se encuentra en los mangas y sus novelas gráficas. Cambió. La forma de ver el mundo, de enfrentarse a la naturaleza y de concebir su realidad se transformó paulatinamente. Su metamorfosis fue un peregrinar en el que de llevar el mundo de la ficción a la realidad tangible pasó al intento por continuar haciéndolo y terminar por caer en cuenta en los fallos que le llevaron a cuestionarse. Ahora ha estado dando vueltas. Le cuesta un trabajo enorme hacer lo que antes le iba con la mayor de las naturalezas, se le nota cuando arguye sus cuestiones. Ahora ha estado dando vueltas. Expone argumentos. Cuestiona su entorno. Intenta responderse por qué la realidad ficticia que lee es tan improbable, tan distante, de la realidad en que habita. Lee y se queda sentado en el sillón, en la escalera, en el balcón. Detrás de la ventanilla ha dejado de ver aquel mundo idealizado por otro en el que idealiza un mundo posible. ¡Ho, Santiago, oj-Alá en algún momento descubras que la respuesta está ahí mismo, en la literatura!
         Santiago es El último lector (2005) del que Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires; 1941) habla. Corrijo: Santiago pertenece a la estirpe del último lector. Reparo: Santiago es ejemplo, vida de ese lector último. Solitario. Extraviado. Atiborrado. Aturdido por la multiplicación de signos y los ecos de la lectura, busca las maneras de atar a ésta con la realidad. En su soledad, aunque rodeado por los bullicios de la ciudad, busca su particular manera de ligar universos, de hacerse de un modo particular de leer lo que sus ojos encuentran. Cuando lo veo deambular por el departamento lo veo igual a Kafka, que aún desconoce, que primero concentró «[…] la historia en un punto, luego invierte la motivación y establece nuevas correlaciones; inmediatamente narra su versión de la historia (narra lo que no ha visto el narrador original)»,[1] narra lo que no hemos leído y algunas veces concluye que lo más terrible de las sirenas no es su canso, sino su silencio.
Y, es que, el acto de leer es, además de abstracción intelectual, un arte. Como el que pinta, trama una escena o descifra un pentagrama; la vista es nodal igual en la literatura, porque se pone en práctica la interpretación de las dimensiones físicas, ópticas o de la luz, y echa mano de la microscopía, de la perspectiva o del espacio. Ésta es una de las dos tesis que motivan a El último lector de Piglia. La otra es rastrear, en labores detectivescas, la figura de ese lector que sólo puede entenderse a través de individuos específicos, sus historias particulares y cristalizaciones. Esto último requiere tomar un camino que bifurca. Un sendero tantea el alejamiento. Observar al lector con pasos de rezago para acotarlo sólo en escenas fijas, pero sin restarle fluidez a la historia. Otro sendero traza atender las migas que deja la práctica en sí. Este terreno es algo inasible porque lo que propone es escudriñar los efectos y los registros imaginarios, la historia invisible y las condiciones materiales del acto de la lectura. La propuesta es, entonces, recrear la historia imaginaria de la lectura. La pregunta es quién lee. La motivación es averiguar las representaciones imaginarias que produce leer ficción. Las respuestas están en la historia individual en el acto que le nombra. Leer, pero leer ficción, es un acto de libertad y de fe y, a su vez, creación artística única que adquiere identidad en el acto, vivo, muchas veces imaginario.[2]
Seguir la métrica de Piglia lleva a encontrar lectores aislados que contemplan, a lectores adictos que no pueden dejar de leer o a lectores o insomnes que han perdido la capacidad de dormir; a malos lectores que perciben confusamente o no tienen buena vista o son críticos, criminales, malvados o rencorosos que utilizan con perfidia la letra, y a lectores transnacionales que son la comprobación del desplazamiento interpretativo. Seguir la teoría de Piglia conduce a descubrir lectores poderosos y dispuestos que designan una forma del acto, como Emma Bovary o Pierre Menard o Bartleby o Dupin; a distinguir su posición-categoría femenina como las que acompañan a los escritores o son fatales, dóciles e inspiradores; a lectores que se niegan a leer o los que sólo desean leer o se liberan por la lectura; a lectores asexuados pero llenos de deseo; a lectores detectives, lúcidos, marginados, extravagantes, célibes o al relacionado con el dinero y el poder; al lector último, práctico, en estado puro o al lector libre en acción, persistente y ataviado con sus modismos lingüísticos.
Llevar la línea de Piglia nos hace encontrar al lector separado de la vida, sedentario, inmóvil, encerrado, que lee fuera del circuito de la literatura y vive los libros y la vida; a lectores interrumpidos, controlados o prohibidos, que utiliza la lectura como herramienta o se ve perdido, aislado o es paranoico; al lector loco, terrorista, caníbal, náufrago, animalizado o al que pone en tela de juicio los dos grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros. Con Piglia encontramos la paciencia para descubrir lectores que no dan su nombre, son dramáticos o se identifican con el escritor que compuso el libro; a lectores que rastrean, recorren o consideran alternativas; a lectores sin terminar, en work in progess, que desarman los libros o le ponen precio; a releer Si una noche de invierno un viajero o 1984 o Fahrenheit 451 o Un mundo feliz o Robinson Crusoe, para preservar una tradición y salvarnos a nosotros mismos.
Con El último lector es posible encontrar y recordar el laboratorio de Finnegans Wake; a encontrar al lector para definirlo, contar su historia e individualizarlo; a apuntar que la certeza de que la ficción depende de quien la construye y de quien la lee y, a su vez, que la vida está en hipálage, detenida y a resituarnos cuando «Hamlet entra leyendo un libro» que no sabemos cuál es o a atar a Felice Bauer con la escritura; al lector que busca el sentido de la experiencia perdida y a puntualizar con cierta esperanza -según Between History and Literature- que la lectura literaria ha sustituido la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal; a oponernos al mundo hostil y hacer de la lectura una práctica iniciática que en paradoja critica y distingue los excesos y los peligros o te marca y hace sentir que la vida no tiene sentido cuando se le compara con los héroes novelescos y quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción. Con lectores célibes, solteros, perfectos o adúlteros que insisten en que «La historia de la lectura es también la lectura de la iluminación»,[3] constructora de un mundo paralelo que irrumpe como lo real produciendo un efecto de sorpresa y de vacilación; a hallar al lector que lee todo como si estuviera dirigido a él o narra otra realidad e invierte esa realidad en la ficción y viceversa, y -sobre todo- a ver a Santiago como ese el último lector, múltiple y metafórico en el que sus «[…] rastros se pierden en la memoria».[4]





[1]      Ricardo Piglia, El último lector, Debolsillo, España, 204, pp. 49 a 50.
[2]     Cfr. El último lector, Op. Cit., pp.18 a 22.
[3]     Cfr. El último lector, Op. Cit., p.31.
[4]     Cfr. El último lector, Op. Cit., p.172.

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