El ronroneo
de los escritores
Edgar A. G. Encina
Una versión de este documento ha sido publicado
en el número de junio de la Gaceta Universitaria
Para el número 53 de Texturas (Trama, 2024) Víctor Sarrión
disecciona «Una desventaja competitiva para los autores y editores españoles».
Entre las cosas que pone sobre la mesa destaco un par: las diferencias
minoritarias en los montos y el retraso en el pago de derechos a los autores
españoles con respecto a otros países de la comunidad europea, y el aumento de
las descargas ilegales a falta de una regulación clara y específica. Se trata
de consideraciones mayúsculas que afectan al sector en puntos nodales del
espectro editorial, desde la creación y producción hasta la oferta y demanda,
las cuales afectan a la hora de rivalizar con los vecinos y las trasnacionales,
y poner títulos atractivos en las mesas de las librerías.
Al momento que escribo estas líneas me encuentro realizando una estancia de investigación en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid, coincidiendo con la 83ª Feria del Libro de Madrid, celebrada en los altos del Parque del Retiro. La feliz coincidencia me permite anotar algunas coincidencias y acentos que veo con respecto a lo que vivo en la cotidianeidad mexicana y relacionarlo con lo de Sarrión.
Valoro la calidad de los asistentes
a este tipo de fiestas. No se entienda mal que seguro entre nosotros caminarán
ángeles, humanos y monstruos desdentados. Refiero a que las Ferias de libros a
las que asista son fundamentalmente limpias. Con diferencia a otro tipo de
eventos festivos, acá no hay tiradero de papeles ni estrambóticos retumbos o
alaridos tequileros. Es «pura realización», como narra José F. Elizondo
(Aguascalientes, 1880-1943) en «En la feria del libro» (Revista de Revistas, 1924) y que en un artículo en Biblioteca Universitaria (2019) celebraba
no se tratase más de la «feria de la bala» sino del estadío de la redención.
De la Feria de Madrid en El Retiro, a
la que he visitado esporádicamente desde 2013, lo que más me ha impresionado de
siempre es el latiente corazón de sus stands.
Cada «casita» lleva su propia agenda, su propia personalidad, su propia vida.
Por lo general, en las Ferias de Libros se deja para los organizadores el peso
de las presentaciones, de las firmas de libros, del ronroneo con los autores. Eso significa que el visitante suele
tener un cronograma de actividades que corre por una sola avenida, quizá con
algunas calles alternas con pequeñas salas de prensa o foros preconcebidos,
pero sin sobresaltos ni alternancias.
Acá es como cuando uno va dejando
libros abiertos, en la página quince o en la doscientos, en la mesilla de
noche, en el comedor, sobre el sillón de lectura, en el jardín, en el auto, en
la oficina. Lecturas detenidas porque en la mañana apetece una novela de Julia
Navarro o David Hernández de la Fuente, pero si se está en el trabajo están
indicados Armando Petrucci y Julien Lefort-Faureau, o si se va al médico a
Adriana Hidalgo o Guillermo Schavelzon. Porque así somos cuando leemos;
caprichosos y discontinuos, porque un libro no es el mismo en la cena o en el
autobús, y de la misma manera nuestra proximidad a la Fiesta.
En ese tenor las desventajas que
Víctor Sarrión descubre en el sector editorial español se ven atenuadas por el
jolgorio de la Feria que tuvo un clima veraniego con lluvias esparcidas. En ese
sentido, me pregunto cómo afectan a las mediciones y cómo, los que hacen libros
en España, miran el devenir. Seguro que el gran reto continúa enfocado en las
maneras de hacer frente a la creciente descarga digital ilegal de títulos y la
piratería, pero el número de lectores, que en otros lugares del mundo es el
nudo de la existencia, no pasa por desvelarles.
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