[Painter with blue roof (1949) de Cuno Amiet (Sueco; 1868 a 1961)]
De absurdos, sentidos y transformaciones del arte
Edgar
A. G. Encina
Artículo publicado en la revista cultural Crítica. Fondo y forma.
El aclamado Titus Burckhardt (Florencia;
1908-1984), ese que es recordado por Ernst Gombrich (Viena; 1909-2001) por su
«Die Kunst nach Aufgaben, das ist mein Vermächtnis»,[1]
escribió
en su afamado ensayo «Le Retour d’Ulysse», con un tono hierático, sobre la
necesidad, los riesgos y las posibilidades de abandonar el yo. Sus palabras, dirigidas a los artistas que pretendan trazar su
propio camino a la realización espiritual, recuerdan la aventura que debe
soportar ese abandono del yo por una
conversión verdadera al «uno mismo». Esa aventura, que es al tiempo conversión,
soporta, como martirio o penitencia, la mutación y el abandono de las ínfulas
vanas, de las riquezas adquiridas, lidiando perpetuamente contra las pasiones
que conforman a ese viejo yo, siempre en el permanente sacrificio de la
humillación.[2]
Iván de la Torre
Cordero (Ciudad de México; 1974) trabaja en la Preparatoria de la Universidad
Autónoma de Zacatecas, es artista gráfico y lleva una vida más o menos
soliviantada y reposada. Desde el pasado 25 de febrero expone en el
café-restaurant La Bodeguilla sus «Dípticos con memoria. Ausencia de pincel a 5tintas». Su trabajo, tanto el profesional como el artístico y el de padre de
familia, lo lleva con discreción, a pesar de que en alguno que otro momento se
le escapen los acentos. Esta ocasión, de la Torre Cordero, aceptó escribir, no
sin algunas prisas, y como un rallo estruendoso sus primeras líneas sugieren la
visión que tiene del quehacer creativo, luego se va con ideas que lo justifican
y que son lanzadas para que el lector navegue en libertad. Estamos frente a un
artista que más le gusta la buena vida y que, sin remedio, no teme aventarse
espontáneo al ruedo. Iván es, en mucho y por quien le conoce, el más humano de
los humanos y sus palabras son la invitación a leer, la invitación a ver, la invitación
a conjeturar.
¿Es absurdo hablar de arte a los mortales?
«Arte es aquello que llamamos
arte», Armando Haro (1974-2014)
Nuestra sociedad tiene la mayor cantidad
de artista que toda la historia, pero hay un déficit en la creación de público
de arte y una casi nula experiencia estética.
La primera vez que tomé
conciencia a lo que llaman experiencia estética fue apreciando un claro oscuro
nombrado «Retrato de una mujer joven» (1634) pintura al óleo de Rembrandt
(Leiden; 1606-1669). El museo tenía la política de acceso gratuito, por lo que
contemplé más de una ocasión la obra. La mujer en cuestión no era agraciada,
pero la técnica en que se plasmó transmitía la sensación de perfección en los
trazos y en las perspectivas; había un lenguaje y se descubría el sentido de comunicación
entre los colores y el subconsciente. El brillo de sus ojos me indujo a divagar
sobre lo que es el ser humano en un aspecto atemporal, en cierto sentido fue en
desafío al Dasein de Heidegger
(Alemania; 1889-1976). Cuatro siglos cribaron a través de una y mil historias en
la obra que, desde un sentido romántico, mostraba la representación divina en
el ser humano a través de una obra de
arte que logra comulgar en el espíritu de la creación a la fuerza, a la belleza
y al candor.
René Huyghe (Francia;
1906-1997) escribe: «No hay arte sin hombre, pero quizá tampoco hombre sin arte».
Hablar de humanidad es hablar de mortalidad; la vida y muerte son latentes en
la concepción de arte. El arte actual remite al pensamiento irracional, a la
conducta extravagante y a los excesos, debiéndose –entonces- a la sublimación
de los vicios o de la locura. Digno espejo del contexto social, esbozo. Dios ha
muerto. El arte ha muerto. Sin embargo, el hombre no es libre; solos se
encuentra huérfano y sin reglas y condenado a repetir la tragedia griega de
Edipo. Aquí, pienso, lo que Avelina Lésper ha escrito
toma fuerza: «Si todos son artistas y todo es arte, por lo tanto hasta el
último centímetro cuadrado de la realidad es arte y es un museo al mismo
tiempo. Pues afuera con sus obras, a la calle y que dejen los museos para lo
extraordinario».
A principios del siglo
XX, con la intención de crear un arte nuevo, joven, libre y moderno, un arte que
representara la ruptura con los estilos dominantes en la época, los modernistas
denominaron lo suyo, es decir a su arte, como aquello por lo que se paga en
demasía. Por decirlo a mi forma, los caprichos que la gente adinerada tasaba a
su parecer como algo digno de ser venerado o coleccionable, independiente de la
técnica, trayectoria o linaje del autor.
Por su parte, Marcel Duchamp
(Francia; 1887-1968) al presentar en 1917 su obra Fountain,
esta que firmó como «R. Mutt», marcó con ironía y profundo sarcasmo la muerte
del canon establecido por la academia. Igual que Prometeo llevó al artesano o al
artista común la posibilidad de ser inmortal, a pesar de no tener linaje ni
educación artística, Duchamp liberó la línea y en la caja de pandora quedó la
disciplina.
Las Artes en los 50´s del siglo pasado dejan de ser «Bellas», pues
trasmutan a la finalidad de asombrar y de dar un golpe en la conciencia social
e individual a través experiencia «estética». Esto se da en respuesta al pánico
vivencial, al vació existencial patente e imperativo que suscita un profundo
dolor al sentirse vivo, al no haber seguridad de una continuidad, creando así la
realidad en sí misma como obra surrealista, creada por temor a la muerte.
La actitud de
arrogancia y soberbia de los artistas van en coordinación, como en tenue
silueta, junto con los coleccionistas. El poder adquisitivo de un mundo de
excesos y decadencia es patentado a través de lo incomprensible; es decir, si
se comprende, entonces no es estético. El hombre ha sucumbido a su alienación.
Al morir Dios y al
morir el arte, el hombre tiene la responsabilidad de crear y recrear el mundo a
su imagen y semejanza; se da cuenta que está sólo y no tiene idea de cuál es su
imagen o su esencia y perdido en el mar de la iconografía sólo alcanza a recrear
el anhelo de su propia torre de Babel o en su castillo de marfil a través del
hedonismo.
El artista se libera
pero encadena al espectador; lo hace sentir incomodo, le reta. No pretende
satisfacer lo estético, ni lo práctico. Sólo pretende golpear y asombrar y, a
través del pánico, transmitir el vértigo y hastió existencial.
Eros representa los
instintos más primitivos por satisfacer.
Tanatos engloba los
deseos por destrucción y agresividad.
El arte se reduce a la
semiótica de la vida y muerte.
El regreso a Ítaca, en
lo referente al arte, se dará a través del crisol del tiempo y del lenguaje.
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