lunes, 29 de febrero de 2016

Las invitaciones de Iván de la Torre Cordero

[Painter with blue roof (1949) de Cuno Amiet (Sueco; 1868 a 1961)]


De absurdos, sentidos y transformaciones del arte



Edgar A. G. Encina
 Artículo publicado en la revista cultural Crítica. Fondo y forma.



El aclamado Titus Burckhardt (Florencia; 1908-1984), ese que es recordado por Ernst Gombrich (Viena; 1909-2001) por su «Die Kunst nach Aufgaben, das ist mein Vermächtnis»,[1] escribió en su afamado ensayo «Le Retour d’Ulysse», con un tono hierático, sobre la necesidad, los riesgos y las posibilidades de abandonar el yo. Sus palabras, dirigidas a los artistas que pretendan trazar su propio camino a la realización espiritual, recuerdan la aventura que debe soportar ese abandono del yo por una conversión verdadera al «uno mismo». Esa aventura, que es al tiempo conversión, soporta, como martirio o penitencia, la mutación y el abandono de las ínfulas vanas, de las riquezas adquiridas, lidiando perpetuamente contra las pasiones que conforman a ese viejo yo, siempre en el permanente sacrificio de la humillación.[2]
Iván de la Torre Cordero (Ciudad de México; 1974) trabaja en la Preparatoria de la Universidad Autónoma de Zacatecas, es artista gráfico y lleva una vida más o menos soliviantada y reposada. Desde el pasado 25 de febrero expone en el café-restaurant La Bodeguilla sus «Dípticos con memoria. Ausencia de pincel a 5tintas». Su trabajo, tanto el profesional como el artístico y el de padre de familia, lo lleva con discreción, a pesar de que en alguno que otro momento se le escapen los acentos. Esta ocasión, de la Torre Cordero, aceptó escribir, no sin algunas prisas, y como un rallo estruendoso sus primeras líneas sugieren la visión que tiene del quehacer creativo, luego se va con ideas que lo justifican y que son lanzadas para que el lector navegue en libertad. Estamos frente a un artista que más le gusta la buena vida y que, sin remedio, no teme aventarse espontáneo al ruedo. Iván es, en mucho y por quien le conoce, el más humano de los humanos y sus palabras son la invitación a leer, la invitación a ver, la invitación a conjeturar.



¿Es absurdo hablar de arte a los mortales?

«Arte es aquello que llamamos arte», Armando Haro (1974-2014)

Nuestra sociedad tiene la mayor cantidad de artista que toda la historia, pero hay un déficit en la creación de público de arte y una casi nula experiencia estética.
La primera vez que tomé conciencia a lo que llaman experiencia estética fue apreciando un claro oscuro nombrado «Retrato de una mujer joven» (1634) pintura al óleo de Rembrandt (Leiden; 1606-1669). El museo tenía la política de acceso gratuito, por lo que contemplé más de una ocasión la obra. La mujer en cuestión no era agraciada, pero la técnica en que se plasmó transmitía la sensación de perfección en los trazos y en las perspectivas; había un lenguaje y se descubría el sentido de comunicación entre los colores y el subconsciente. El brillo de sus ojos me indujo a divagar sobre lo que es el ser humano en un aspecto atemporal, en cierto sentido fue en desafío al Dasein de Heidegger (Alemania; 1889-1976). Cuatro siglos cribaron a través de una y mil historias en la obra que, desde un sentido romántico, mostraba la representación divina en el ser humano a través de una obra de arte que logra comulgar en el espíritu de la creación a la fuerza, a la belleza y al candor.
René Huyghe (Francia; 1906-1997) escribe: «No hay arte sin hombre, pero quizá tampoco hombre sin arte». Hablar de humanidad es hablar de mortalidad; la vida y muerte son latentes en la concepción de arte. El arte actual remite al pensamiento irracional, a la conducta extravagante y a los excesos, debiéndose –entonces- a la sublimación de los vicios o de la locura. Digno espejo del contexto social, esbozo. Dios ha muerto. El arte ha muerto. Sin embargo, el hombre no es libre; solos se encuentra huérfano y sin reglas y condenado a repetir la tragedia griega de Edipo. Aquí, pienso, lo que Avelina Lésper ha escrito toma fuerza: «Si todos son artistas y todo es arte, por lo tanto hasta el último centímetro cuadrado de la realidad es arte y es un museo al mismo tiempo. Pues afuera con sus obras, a la calle y que dejen los museos para lo extraordinario».
A principios del siglo XX, con la intención de crear un arte nuevo, joven, libre y moderno, un arte que representara la ruptura con los estilos dominantes en la época, los modernistas denominaron lo suyo, es decir a su arte, como aquello por lo que se paga en demasía. Por decirlo a mi forma, los caprichos que la gente adinerada tasaba a su parecer como algo digno de ser venerado o coleccionable, independiente de la técnica, trayectoria o linaje del autor.
Por su parte, Marcel Duchamp (Francia; 1887-1968) al presentar en 1917 su obra Fountain, esta que firmó como «R. Mutt», marcó con ironía y profundo sarcasmo la muerte del canon establecido por la academia. Igual que Prometeo llevó al artesano o al artista común la posibilidad de ser inmortal, a pesar de no tener linaje ni educación artística, Duchamp liberó la línea y en la caja de pandora quedó la disciplina.
Las Artes en los 50´s del siglo pasado dejan de ser «Bellas», pues trasmutan a la finalidad de asombrar y de dar un golpe en la conciencia social e individual a través experiencia «estética». Esto se da en respuesta al pánico vivencial, al vació existencial patente e imperativo que suscita un profundo dolor al sentirse vivo, al no haber seguridad de una continuidad, creando así la realidad en sí misma como obra surrealista, creada por temor a la muerte.
La actitud de arrogancia y soberbia de los artistas van en coordinación, como en tenue silueta, junto con los coleccionistas. El poder adquisitivo de un mundo de excesos y decadencia es patentado a través de lo incomprensible; es decir, si se comprende, entonces no es estético. El hombre ha sucumbido a su alienación.
Al morir Dios y al morir el arte, el hombre tiene la responsabilidad de crear y recrear el mundo a su imagen y semejanza; se da cuenta que está sólo y no tiene idea de cuál es su imagen o su esencia y perdido en el mar de la iconografía sólo alcanza a recrear el anhelo de su propia torre de Babel o en su castillo de marfil a través del hedonismo.
El artista se libera pero encadena al espectador; lo hace sentir incomodo, le reta. No pretende satisfacer lo estético, ni lo práctico. Sólo pretende golpear y asombrar y, a través del pánico, transmitir el vértigo y hastió existencial.
Eros representa los instintos más primitivos por satisfacer.
Tanatos engloba los deseos por destrucción y agresividad.
El arte se reduce a la semiótica de la vida y muerte.
El regreso a Ítaca, en lo referente al arte, se dará a través del crisol del tiempo y del lenguaje.




[1]      «El arte como tarea, ése es mi legado».
Cfr. E. H. Gombrich, Los usos de las imágenes. Estudios sobre la función social del arte y la comunicación visual, Singapur, Phaidon, 2003.
[2]     Cfr. Titus Burckhardt, «Le Retour d’Ulysse» en Étudies Traditionnelles, París, Enero-marzo de 1979.

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