El suicida es lo de
menoscomentarios a canción de cuna para un suicida de
magdalena lópez espinosa
Edgar A. G. Encina
Anota la contraportada que «Meño es un joven que por diversas circunstancias se involucra en un círculo de violencia donde la culpa y las malas decisiones provocan la tragedia familiar». Sí, pero no del todo. La Canción de cuna para un suicida (ExLibric, 2024) que María Magdalena López Espinosa ha escrito en 160 páginas va por allí y por otros caminos que complejizan el relato, ponen el dedo en la yaga y deslizan sutilezas que le dan valor a la novela. A López Espinosa le sigo los pasos desde sus estudios de licenciatura. He sido fiel seguidor de su trayectoria como escritora de poesía, ensayos y tesis de grado. Es más, soy partícipe lector de su evolución académica que continúa, y sé que falta mucho para que ese motor se detenga. Ese es un rasgo característico de ella; se traza horizontes y los conquista con cierto don de libertad y de desparpajo, aportando esa risa que se escucha a más de tres metros.
Desde el título de
la novela sabemos que alguien se va a suicidar o que se suicidó o que en este
momento lo está haciendo. No hay cartas debajo de la manga. Alguien se va a
morir por propia mano y López Espinosa lo va a relatar. Visto desde allí me
tienta a pensar que a la autora —ojo que es la primera vez que anoto la
palabra— es admiradora o buena estudiosa de García Márquez. Esa estrategia
narratológica nos recuerda, por ejemplo, los inicios en Crónica de una
muerte anunciada, donde:
El día que lo
iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el
sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
«Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27
años después los pormenores de aquel lunes ingrato.[1]
O de Cien años de soledad, en el
que:
Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas
a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de
piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.[2]
Debo ser
cuidadoso: no estoy diciendo que Canción de cuna es imitación del modelo
del colombiano. Lo que la autora ha hecho es la respuesta natural de alguien
que ha leído mucho y conoce de las tradiciones, los rompimientos, las manías y
las estrategias que echan mano los que escriben. También se advierte que ve
series y películas con lápiz en mano, deshilando las formas suspensivas, reescribiendo
el guion mentalmente para desatar los nudos mucho antes de que pasen frente a
sus ojos. Para la María Magdalena que redacta textos, ve películas y series y,
ahora, presenta novelas, el punto estriba en abrillantar su sello, lo que creo
hace desde la primera oración:
Veo el horizonte
a través de la pequeña ventana, vislumbro la aurora, siento el frío de la
pistola sobre mi mano. Estoy a punto de levantarme la tapa de los sesos. Dirijo
el cañón del arma sobre la sien. La mano tiembla y pienso: «¿Por qué he llegado
a esto?».[3]
Tiene algo de
espinos desentrañar si nuestra autora es malvada o astuta. Sabe que nos gusta
el chisme, casi puede vernos salivar al preguntarnos ¿qué habrá pasado?, ¿qué
habrá hecho? La descripción, además, que hiela: el frio colándose a la
habitación, el frío del arma en el cuerpo, el frio que se experimenta con la
escena. Lo que continúa es una ida al pasado a través de tres voces narrativas
que aluden a eventos contados desde distintos ojos, con perspectivas disímiles
que parece coincidir pero que, en realidad, enfrentan al lector a crudas
realidades. Una familia en crisis perpetua y siempre a peor. Una madre que no
se entera. Un padre que no es el padre y un no-padre que implosiona. Unos hijos
que no tienen posibilidades de decidir jamás sobre la vida, sobre el día a día,
sobre el devenir trascendental. Lo que tenemos acá es una novela dura que da tres
timbres al suicida para terminar la historia; una novela que en el camino
deshila realidades que tenemos por sabidas su existencia, que están ahí. Esa,
me atrevo a afirmar, es la cualidad escritural de la autora; al principio y al
final hela.
Me parece
prudente terminar con dos ideas contextuales que ayudan a pintar a la autora y
su novela. La primera es que López Espinosa ha dado el paso, nada sencillo, de
la escritura a la autoría de ficción, entendida la primera como el amateurismo
y la segunda como responsabilidad pública literaria. En la literatura
zacatecana no son bastos los novelistas y menos aún mujeres, aunque las que lo
han hecho son fantásticas. La segunda es la editorial que le imprime. Es un
evento singular de apertura que refleja una actitud arriesgada y hasta agresiva
de/por encontrar lectores más allá de las barreras locales. La selección por
una editorial malagueña dice que la autora está enterada, pero no se casa con
jaurías y/o grupos locales, a los cuales no los venden en La casa del libro,
Gonvill ni Amazon, por ejemplo.
¡Que haya lectores!