Amor por la imagen, tuya mujer
Emilio Carrasco,
la enseñanza del viejo maestro
Edgar A. G. Encina
Uno. Pilpoul [1]
Luego
de que Eva fuera provocada por Shaitan,
la serpiente, a comer del fruto de la ciencia, Dios, molestó, la expulsó del paraíso.
Adán, postrado ante la escena se encontró en un camino que bifurcaba. Por un
lado, quedarse a vivir eternamente en el paraíso construido para él y su
compañera. Por el otro, irse, seguirla, permanecer en un mundo imperfecto,
colmado de provocaciones inesperadas, con la muerte asechando a cada halito de
respiración. No le fue difícil, aprendió cuando dejó ir a Lilith, esa ocasión decidió
seguir a Eva: su eterna enamorada llena de pasión y suspicacia, la fiel
compañera, la amante devota. Prefirió morar en ella, sentirla, poseerla, oírle
gritar orgasmos dulces, a estarse en silenciosa soledad en un lugar que, aunque
perfecto, no le era propio.
Sin embargo, antes de partir Adán dejó su
marca en el paraíso. Un acto esencial que nos trasciende; antes de irse nombró las
cosas. Todas, cada una de ellas, ya objetos ya animales ya plantas ya lo
tangible tuvo –tiene- un nombre. Fue más allá, denominó, también, a los sueños,
a sus propias creaciones e imágenes que aún no tocaba o concebía en cuerpo: lo
intangible, igualmente, obtuvo su título. Fuera, en el exilio, continuó con su labor
cimentando el mundo a partir del lenguaje; dio sentido en la vida. Adán se
convirtió a sí mismo en el primer
maestro, no sólo por su conocimiento o longeva vida sino porque con su marcha del
Edén y al nombrar el universo forjó nuestro libre albedrío creacional: la poiesis humana frente la poiesis sobrenatural.
Ya en el mundo, Adán meditó, disfrutó,
supo la vida, saboreo a Eva y murió. Se transformó en polvo para, de entonces a
siempre, viajar en el viento, sentirle en los poros o respirarle. El «primer
hombre», dice el mito, da vida a los hombres originales: hizo de los abuelos
los personajes que construyeron, le dio los ojos a la mujer que amamos, puso el
espíritu al amigo insondable…
Dos. Agôn [2]
Emilio
Carrasco (octubre de 1957) es pintor. Emilio tiene un dolor en la cadera que le
limita el movimiento. Sufre el mal de los grandes en su oficio: la vista le
engaña, no la pierde sólo cambia. Mientras toma los pinceles, se lo repite como
si orara en voz queda, parece un vendedor de biblias en la calle antes que un
pintor. Cuando se acerca a su óleo que antes hubo «fondeado», sabe que ha
encontrado, en el cigarrillo que está entre sus dedos y la tinta embarrada en
su ropa, el tema esencial de esa obra, su obra. Carrasco, pinta.
Emilio Carrasco es más que un pintor. Explora
en la litografía, el arte postal, los ex
libiris, el dibujo… Emilio tiene más que la faceta del hombre en su taller;
hace las veces del académico, del amigo que ya no bebe alcohol, del tejedor de
recuerdos, del padre que sonríe... Carrasco lee imágenes, las que brillan o las
que le llaman. Escucha música, cualquiera porque en su preferencia no vive el
estilo sino el ambiente melódico que le hace sentirse acompañado.
Emilio es Adán en la tierra. La
similitud de su quehacer provoca la ilusión que los difumina. Ambos, con la
palabra o la imagen, recuerdan que lo esencial está en lo simple, en lo que nos
es más propio, en el «ser» [sein] del
que escribe Heidegger. Nombrar el mundo adánico, pintar el mundo carrasqueano, es la descripción sincera
nacida del interior, sosegada, humilde, expresada en la realidad, los sueños,
los recuerdos. En su obra no existe pobreza alguna ni lugar indiferente.
La «imaginería» de Emilio Carrasco está
cargada de la connotación elemental que el arte nos provee. Imaginería porque
le viene de/con la imagen: quimeras reminiscencias aprehendidas. Evocación
fundamental que reside en «amar con el corazón» (loving by heart), superior al «amor al arte», escribe Robert
Graves. Cada una de sus obras tienen el elemento inocente y primigenio: el amor
por el cuerpo, amor por la imagen, tuya mujer, que te deslizas en formas
sugerentes, entre colores y telas y tintas…
Emilio
Carrasco abandona la idea de pintar el paraíso edénico porque este no existe
más. El Olimpo del maestro está en los cuerpos de Lilith, de Eva, de la imagen
femenina que se le ha quedado en la memoria. Sus trazos figurativos no
requieren traducción, su labor es tan elemental y suprema como nombrar las
cosas; en este caso, haciendo uso de la herencia picasseana, recordar el cuerpo, el afuera femenino que es a la vez
un hacia dentro.
El
secreto del maestro Emilio Carrasco revela el valor del trabajo, no del mandato
divino, y del aprendizaje, como el que tuvo Adán. Sus figuras son mujeres que
nacen igual al hombre, como Lilith, mujeres que nacen de la costilla del
hombre, como Eva, mujeres superiores, como todas las hechuras halladas en su
obra. Son las mujeres guardadas, imaginadas, poseídas, trazadas, adentradas,
perversas, intuitivas, como cajas de Pandora, las que hacen ver al artista de
primer orden, interiorizado en un profundo conocimiento que llega a la
profundidad de toda parcela sin observar: la relación de la forma y el
contenido es extremosa.
Emilio
Carrasco, como antes lo hizo Catulo, sabe que en sus mujeres esta la vida sin
muerte: Quod o patrona virgo/plus uno
maneat peremno saeculo (¡Oh Musa, vivir siempre joven más de un siglo). La eternidad del artista.
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