Tres
relatos sobre pandemias, Epidemias y Muerte
Primero
Castigo
divino
En el canto 24 del segundo Libro de Samuel descubrimos que David,
hombre de Belén y patriarca de la tribu de Judá asentada en lo que hoy ubicamos
al sur de Palestina, se encontraba enfrentado con Saúl, cabeza de las tribus de
Israel, al norte. Es un momento definitorio para David que a la postre
conquistaría a sus enemigos israelitas y arameos, sumaría los territorios de
Transjordonia y Cananea, rechazaría en definitiva a los filisteos y restauraría
las ruinas del reinado con la unidad territorial.
El relato pasa por el 900
a.C., aproximadamente, en el que Israel transita del régimen tribal al monárquico.
Jehovah ha ordenado a David «el censo del pueblo» de Israel y Judá «para que
sepa yo su número». Éste a su vez se lo ha encargado a Joab y a los jefes del
ejército ir a realizarlo a Jordán, Aroer y «la ciudad que está al fondo del
valle», a Gad, Yazer, Galaad, «al país de los hititas», Cades, Dan, Sidón, Tiro,
Negueb de Judá «y a todas las ciudades de los heveos y de los canacos». Los
trabajos llevaron nueve mesas y cuando estuvo realizado Joab presentó los resultados
que había hecho «aumentar la población otras cien veces más». David, apenado
con su Dios le confiesa su pecado, a lo cual:
Al día
siguiente, cuando se levantó David, el Señor dijo al profeta Gad, a quien David
consultaba: «Anda y di a David: Te propongo tres castigos; elige uno de ellos,
y yo lo llevaré a cabo». Gad se presentó a David y le dijo: «¿Quieres que venga
un hambre de tres años en tu país, o que tengas que huir durante tres años ante
tu enemigo que te perseguirá, o que haya tres días de peste en tu país? Elige y
dime qué debo decir al que me envía». David dijo a Gad: «¡Estoy en gran
aprieto! Pongámonos en manos de dios, porque es grande su misericordia, antes
de caer en manos de los hombres». Y David eligió la peste.
Segundo
Culpa al
gobierno
En Edipo rey de Sófocles el
argumento que traza la historia es, más que Edipo asesine a su padre Layo y se
case con su madre Yocasta, que deberá enfrentar un tremendo problema social. El
rey cuenta con gran popularidad que, empero, se ve amenazada por los estragos
de una epidemia que acosa al pueblo. La peste de Tebas será el contagio que desatará
eventos de pánico y actos de excesos, los cuales exhibirán obscuras conexiones
y expondrá delitos innombrables.
¡Oh Edipo, que
reinas en mi país! Ves de qué edad somo los que nos sentamos cerca de tus
altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez… El
resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de
súplica… La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es
capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades de la sangrienta
sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños
de los bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la
divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa
epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el
negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes
estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí
el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de
los dioses… Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar
con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas
de hombres que las pueblen.
tercero
Mutua
propia
The Masque of the Red Death
es un cuento de Edgar Allan Poe publicado por primera vez en 1842 en Graham’s
Magazine. El relato penetra en lo profundo del «príncipe Próspero» que «cuando
sus dominios quedaron semidespoplados [a causa de la Muerte Roja] llamó a su
lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro
encierro». Ausentes, en medio del dolor ajeno, como en isla al centro del
océano, estos seres se vieron recluidos en una fortaleza, acaparando víveres y
desconectando del mundo interior e ideando nuevos conflictos, cada ves más
grotescos e infames. Todos fueron allí, para resguardarse de:
La «Muerte Roja»
[que] había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido
tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el
horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y
luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el
cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que aislaba de toda
ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se
cumplían en media hora
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